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La vida que espera al atravesar el inframundo

Ago 11, 2018

Sebastián, uno de los gemelos de la familia Navas, sufrió una hemartrosis por falta de Factor IX. Él y su hermano padecen de hemofilia. En diciembre de 2017 les entregaron las últimas dos dosis de su tratamiento, lo que obligó a la familia a migrar a Colombia. Primero lo hizo Rafael, el padre, atravesando con los niños el puente internacional Simón Bolívar, con uno de ellos en silla de ruedas. Cuatro meses después, la familia volvió a reunirse.

Fotografías: Álbum familiar

 

Los tres estaban a punto de zambullirse en un torrente de personas. Minutos antes, Rafael Navas le había impartido una serie de instrucciones a su hijo Sebastián. No en vano le dio a él las cobijas y las almohadas, que usarían después en el autobús al llegar al otro lado, para que improvisara un escudo.

—Póntelas así, sobre las piernas, por si alguien te tropieza —le dijo, haciendo énfasis en que Sebastián vigilara si alguien se acercaba demasiado a su rodilla deforme.

A Jesús, su otro hijo, también le dio una indicación para cuando llegara el momento que pasaron días viendo en fotos. Antes de emprender el viaje, Rafael había revisado en Internet las imágenes cenitales del trayecto. Cientos de cabecitas indistinguibles, agolpadas unas con otras, tratando de avanzar en el tramo de pavimento de 315 metros de largo y 7 metros de ancho que se erige sobre el río Táchira, en la frontera entre Venezuela y Colombia.

—Agárrate bien de la trabilla de mi pantalón y no te sueltes en ningún momento —le señaló.

Sus manos se aferraban a las dos agarraderas de la silla de ruedas de Sebastián. Sobre su espalda cargaba un morral repleto de carpetas y relajantes musculares para los entumecimientos del viaje. Un koala abrazaba su cintura y resguardaba los informes médicos. De su antebrazo colgaba un pequeño bolso térmico lleno de hielo y compresas con lo más preciado que tenía encima: las últimas cuatro dosis de tratamiento que les quedaban a sus gemelos.

Era el jueves 23 de marzo de 2018 y los funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana que custodiaban el paso fronterizo hacia Colombia, por el puente internacional Simón Bolívar, les abrieron el camino a Rafael y a sus hijos. Ambos padecen hemofilia severa tipo B, un trastorno hereditario de la sangre que impide el proceso de coagulación.

Rafael sentía ganas de llorar. La escena le recordaba la procesión de la Virgen de la Divina Pastora, a la que asistía devotamente todos los años en Barquisimeto junto a sus tres hijos y su esposa. Era como si la peregrinación mariana lo hubiera preparado para aquel momento.

Eran cientos y viajaban como en una especie de trance. Un vaivén los hacía avanzar de una forma apenas perceptible. Por la izquierda venían los que retornaban al estado venezolano de Táchira. Por la derecha, quienes salían de Venezuela. Pero, por el camino del medio, viajaban migrantes de la tercera edad, con niños en brazos y enfermos o con alguna discapacidad.

—Ustedes pasan por aquí —señaló el funcionario tras abrir el camino exprés que atravesaba el puente que conecta con Colombia. Y los tres arrancaron la marcha sin mirar atrás.

Pese al vértigo, Rafael solo empujaba hacia adelante. Mejor dicho, hacia el oeste. Los dos muchachos a los que les pagó para que llevaran su equipaje se pusieron las maletas sobre la cabeza y se adentraron en el carril de la derecha. Los vio apenas por un momento y se rezagaron. Para los que no van por la vía exprés, la caminata de 10 minutos puede convertirse en un calvario de más de media hora.

Hay una forma de saber en qué parte del puente Simón Bolívar uno deja atrás Venezuela. Para quienes lo detectan, es como si el desasosiego se los tragara enteros. En el último reducto del país, la guardia venezolana y la colombiana se mezclan en una misma alcabala. A partir de ese punto, desaparece la custodia de los efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana.

A sus 12 años, Jesús lo supo detectar.

—Papá, aquí ya no estamos en Venezuela —dijo tras echar un vistazo rápido hacia atrás. La trabilla del pantalón de Rafael ya estaba empapada de sudor.

—Sí, hijo, es verdad. Ya no estamos en Venezuela.

 

Era del tamaño de una pelota de tenis. Parecía como si, en cualquier momento y tras el menor descuido, la piel se le fuese a desgarrar. Sebastián no podía apoyar la pierna izquierda por una hemartrosis, una hemorragia en una articulación que no le fue tratada a tiempo por falta de Factor IX. El año anterior, el niño se resbaló en el colegio mientras jugaba metras con sus compañeros. Le dolía, pero guardaba sus quejas para seguir asistiendo a los partidos de fútbol. Aguantó hasta que el dolor no lo dejó caminar más.

Cuando una persona se corta, las paredes del vaso sanguíneo lesionado se contraen para reducir la pérdida de sangre. Un batallón de plaquetas se adhiere al sitio de la herida y libera señales químicas para atraer otras células al área. Juntas forman un muro de contención biológico conocido como tapón plaquetario. Estas plaquetas realizan un trabajo casi titánico llamado cascada de coagulación, en el que terminan de crear una especie de red que frena el sangrado y ayuda a sanar la herida.

Ese proceso ocurre en el organismo de las personas normales. En el de Jesús y en el de Sebastián no. Parecen dos niños comunes, pero dentro de sus cuerpos puede sobrevenir un sangrado espontáneo en cualquier momento, sin necesidad de una caída o un accidente. Ambos carecen del factor de coagulación IX y sus sangrados duran períodos prolongados. Si mudan un diente o se muerden la lengua, no tienen la proteína de la sangre que permite minimizar la pérdida del fluido.

En 2010 la nevera de la casa de los Navas no estaba repleta de víveres, sino del tratamiento de los gemelos. En los viajes de 365 kilómetros por carretera, que Rafael hacía cada tres meses a Caracas para retirar las medicinas en el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, podía acumular hasta 120 dosis para cubrir 90 días de tratamiento. El espacio del refrigerador se volvió insuficiente y tuvo que guardar las cajas en las casas de su madre y su suegra.

Las entregas del Seguro Social se redujeron cada vez más, hasta que en diciembre de 2017 Rafael retiró el medicamento por última vez en el Hospital José María Vargas de Caracas. Solo fueron dos dosis que ni siquiera alcanzaban para cubrir el golpe de una caída. “Guárdelo para una emergencia porque no hay más”, fue lo único que le dijeron cuando le entregaron el factor.

La Asociación Venezolana para la Hemofilia reporta que, desde 2016, año en el que el suministro del tratamiento para esta enfermedad empezó a fallar en el sistema público de salud, han fallecido al menos 44 pacientes con esta condición en Venezuela. Tan solo en los primeros seis meses de 2018, murieron 8 personas con el mismo trastorno de Jesús y Sebastián.

Desde el año 2015, la crisis que atraviesa el sector de la salud en el país solo se ha agudizado. Las divisas destinadas para la compra de medicamentos se redujeron, lo que se tradujo en el recorte de las dosis distribuidas a los pacientes a través de los organismos del Estado. Algunos tratamientos desaparecieron por completo de los anaqueles de las farmacias de alto costo, como se conocen los expendios de medicinas para enfermedades crónicas. Esto trajo consecuencias irreversibles para los pacientes trasplantados, con cáncer, parkinson, esclerosis múltiple y otras patologías. Su vida depende del Seguro Social.

La ausencia de tratamiento fue lo que hizo que los cinco Navas se dividieran en dos: tres partieron a Colombia y dos se quedaron en Venezuela.

 

Quizás sea porque siempre siente que se le queda algo o porque en realidad, a pesar de la crisis, no quiere abandonar su casa en Barquisimeto, en el occidente del país, a Kanthaly Ordoñez nunca le ha gustado hacer maletas. Dice que le da grima colocar un montón de ropa en un bolso para luego tener que desdoblarla, volverla a doblar y colocarla dentro de una gaveta. Sin embargo, ese día de marzo de 2018, cuando la doctora le dijo que a su hijo Sebastián ya le habían subido los valores y que podían viajar a Colombia, Kanthaly reunió la fuerza para agarrar las pertenencias de sus gemelos y apretar 12 años de vida en dos piezas de equipaje.

El día antes de partir, los amigos de Sebastián y Jesús fueron a la casa a jugar Xbox toda la tarde. Los últimos meses solían subir al cuarto de Sebastián porque él ya no podía levantarse de la cama. Mientras Kanthaly terminaba de cerrar las maletas y colocarles el candado, escuchó llorar a los niños en la habitación contigua. Imaginó de qué hablaban, pero no quiso saber más.

Lo único que no empacó fue el pijama de Sebastián. No porque lo hubiera olvidado ni porque ya el ruedo le quedara varios centímetros por encima de los tobillos, sino para recordar su olor. La noche antes de partir, se quedó aferrado al cuello de su madre junto a Jesús hasta que a ambos se les agotaron las lágrimas y cayeron rendidos. Kanthaly no lavó ese pijama si no hasta un día antes de partir a Colombia. La prenda se convirtió en una promesa del reencuentro familiar que quedó fijado en Zipaquirá, a 1.090 kilómetros de distancia.

 

—Llegó la hora —soltó Rafael en seco. El reloj marcaba las 4:00 de la madrugada del jueves 22 de marzo. Ese fue el último día que los gemelos estuvieron en casa.

Los cinco se subieron al auto con las tres maletas y se dirigieron hasta la casa de los abuelos de Jesús y Sebastián. Desde ahí partirían los tres hasta la ciudad tachirense de Ureña junto con el esposo de una prima de Rafael que iba a viajar a San Cristóbal para visitar a unos familiares.

Rafael pidió que el punto de partida fuera en casa de sus padres para poder despedirse de ellos. Uno de sus más grandes miedos era que ese 22 de marzo llegara a convertirse en la última vez que los viera con vida. Cuando encendieron el carro, a las 9:30, tuvieron que subir al padre de Rafael a la segunda planta de la casa para que no presenciara la partida. Con su niña en brazos, Kanthaly sintió que le desgarraron el alma. Su mamá y su suegra se abrazaron.

No fue sino cuando se cumplió el primer mes de haberse separado que los gemelos empezaron clases en una escuela primaria en Zipaquirá, al noreste de Bogotá. También fue cuando Kanthaly se dispuso a entrar en la habitación de sus hijos. Ellos no están muertos, ellos siguen con vida, se repetía una y otra vez para despojarse del luto que se impuso a sí misma el día que los vio irse. Respiró hondo y giró el pomo de la puerta para descubrir las camas intactas, las gavetas vacías. Un ligero manto de polvo lo cubría todo.

Se había decidido a limpiar la habitación cuando vio que su hija de 4 años también tomó un pañito y empezó a retirar el polvo adherido a los juguetes de sus hermanos. Ese día, ambas se acostaron en las camas de los gemelos y juntas vieron televisión.

Al segundo mes, Jesús y Sebastián grabaron un video de su nuevo hogar. Por semanas habían vivido arrimados en las casas de un amigo y de una ahijada de Rafael. Era un sitio cómodo, con suficiente espacio para los cinco y en una zona de estrato tres, donde vive la gente de clase media en Colombia.

—Mamá, ahora sí te vas a poder venir porque tenemos nuestra propia casa. Aquí está la cocina. Y por aquí está el comedor. Este es nuestro cuarto y aquí está la sala —enumeró Jesús. La voz se le iba quebrando cada vez más hasta que finalizó el video.

Kanthaly se estremeció al verlo. Y minutos después, su esposo le escribió.

—¿Qué hiciste? ¿Les pegaste? —bromeó Rafael. Apenas detuvo la grabación, Jesús había estallado en llanto. Lo que se suponía que iba a ser una separación de dos semanas se había extendido por tres meses debido a los trámites migratorios de su hermanita.

Jesús aún se aferraba a la trabilla del pantalón de su padre con todas sus fuerzas cuando llegaron al otro extremo del puente Simón Bolívar. A Rafael le hervía la cara. Al lado de la vía exprés, en el carril derecho, más de uno cayó al piso inconsciente. Escasos metros más adelante, voluntarios médicos y funcionarios de la Defensoría colombiana daban sorbos de agua a los sedientos. Con sus maletas al lado, los migrantes reposaban en las camillas antes de continuar avanzando el trecho.

—¿Razón de su visita a Colombia? —le preguntaron a Rafael al llegar a la taquilla de la aduana.

—Vengo a buscar tratamiento para mis hijos —respondió.

No hubo mayor intercambio de palabras ni una promesa de que Jesús y Sebastián tendrían acceso a sus medicinas en el territorio colombiano. Pocos segundos después de la respuesta, el funcionario de migración mojó el sello en la almohadilla cargada de tinta y lo estampó en los tres pasaportes.

—Pasen adelante.

Más allá, una familia entera lloraba. Habían caminado el puente internacional para poder despedirse frente a las líneas de autobuses que parten hacia otras ciudades de Colombia y de América del Sur. La escena era igual a la del aeropuerto internacional en Maiquetía, solo que a quienes salen por tierra no los abrazan las composiciones del artista venezolano Carlos Cruz Diez, que colorean sus pisos.

Si uno sigue caminando, llega a La Parada. A 130 metros de la aduana colombiana es el punto más cercano a la frontera con Venezuela y el lugar donde la diáspora se ha convertido en un negocio rentable. “Compre una línea telefónica y comuníquese con su familia en Venezuela solo por 2 mil pesitos”, decía uno que vendía chips. “Compro oro y prendas a buen precio, sígame por aquí, señor”, indicaba otro. “Compro bolívares. Compro bolívares, dólares, euros. Cambio bolívares por pesos a la mejor tasa del mercado”, se oía a lo lejos. “Los que van a Bogotá por aquí, vengan por aquí”, gritaba uno más allá. En La Parada todo tiene un precio: el anillo de bodas que se remata para completar el pasaje a Perú, las botellas de ron venezolano con las que se solía brindar en casa, las piernas de la morena que está parada junto al abasto e, incluso, los frascos de queso fundido Cheez Whiz. Solo bastaba ofertar para sellar la transacción.

—¿Qué trae a la venta, señor? Dígame qué trae y yo se lo compro —insistió un hombre.

Los abastos exhibían bultos de comida para los que buscan huir de la escasez en Venezuela por apenas un momento. Azúcar. Harina. Café. Leche. Los vendedores mostraban sus pacas de billetes de todas las denominaciones, los mismos bolívares que en efectivo no se consiguen y hacen desbordar los bancos y los cajeros automáticos al otro lado del puente.

Rafael y los gemelos quedaron atrapados en una nueva corriente humana. Maletas y personas iban y venían cuando vieron a los dos muchachos que les cargaban el equipaje. Los maleteros les preguntaron si ya tenían una línea de autobús para viajar hasta Zipaquirá. Al padre le habían recomendado La Berlinesa, que ofrecía un servicio de traslado en vehículos con Wi Fi y aire acondicionado.

No hizo falta decir ni una palabra más. Los dos muchachos acompañaron a la familia hasta la parada de autobuses para comprar los boletos. Por cada cliente que lleven a una casa de cambio o a una línea, los maleteros cobran al dueño una comisión de 2 mil pesos que se llevan de regreso a San Antonio del Táchira.

Cuando tuvo los pasajes en la mano, a Rafael lo embargó una sensación de tranquilidad. Les dio un poco de efectivo a los gemelos para que compraran golosinas y Sebastián se puso a jugar con su silla de ruedas en medio de la muchedumbre. De pronto ya no había lágrimas ni angustias. De pronto, una pareja corría para reencontrarse con sus parientes ahí, a las puertas de Cúcuta, y presagiar un nuevo futuro.

Es verdad, La Parada era un inframundo. Pero para muchos —para Rafael, Sebastián y Jesús— representaba apenas un intervalo que había que atravesar para volver a la vida y mantener la promesa de reencontrarse con quienes dejaron atrás. Y así lo hicieron, casi cuatro meses después. El 16 de julio, Kanthaly y su hija llegaron a Zipaquirá con el resto de las maletas. Dentro de una de ellas viajaba aquel pijama que había convertido en amuleto.


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.


Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.

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Siempre supe que quería escribir, pero no siempre supe que quería ser periodista. Me pasó como a Leila Guerriero y, desde que comencé a contar historias, no he querido hacer otra cosa.

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