A partir de una colección de fotos quemadas en su infancia, Slavko Zupcic, narrador venezolano radicado en España, reconstruye una vez más la memoria de su padre, a quien conoció después de haber cumplido los 18 años. Siempre supo que había venido de la remota población croata de Netretic. Hasta allí nos lleva el autor, en un viaje inverso que se inicia en Maiquetía, Venezuela, y pasa por el puerto de Génova, en Italia.
Fotografías: Álbum familiar
Finalmente tengo frente a mí una imagen de mi padre. Podría besarlo, abrazarlo, encenderle dos velas o invocar para su espíritu la ayuda de los santos. Podría también torturarlo, clavarle alfileres estilo vudú o simplemente amenazarlo con voltearlo “patas p’arriba” como hacían con las imágenes religiosas las viejas de mi pueblo. Finalmente puedo mostrarle el rostro de su abuelo a mi hijo: “Este es mi padre, ¿qué te parece?” ¿Qué le puede parecer? Mi padre luce bellísimo en este dibujo. De perfil, muestra el lado izquierdo de su rostro. Tiene mucho pelo, muchísimo, casi todo canas que se confunden con la chaquetilla gris. Sonríe e inevitablemente muestra los ojos rasgados (realmente uno solo) que, ahora lo sé, solo sacaron las hermanas de Maracaibo.
Es una historia complicada que he contado muchas veces pero que al menos para mí siempre tiene sentido volver a contar.
Claro que sí, yo antes había visto la imagen de mi padre. Cuando él se marchó de casa, dejó abandonadas muchas fotos con las que mi hermana Leticia y yo jugábamos como si fueran fichas de monopolio. Teníamos 4 o 5 años y a cada rostro le inventábamos una historia. “Esta es su hermana, se llama Juana y trabaja de maestra en una escuela”. Mentira, pura mentira. Podía ser su hermana, sí, pero no había manera de saberlo porque mi padre se había marchado muy pronto y nunca nos dijo nada, y porque mi madre poco sabía y de ese poco nada decía. “Este es el tío Pedro”. Mentira también. Además, era imposible que se llamaran Juana y Pedro porque mi padre venía de muy lejos y, al igual que el suyo, seguro allí los nombres eran mucho más complicados y tenían más consonantes y diéresis y signos extraños arriba y abajo que los hacían difíciles de pronunciar y recordar. Ese juego es el más divertido y emocionante en que he participado nunca. Gracias a él no solo pasábamos las tardes (con las tareas hechas, el televisor dañado y mi aversión por los deportes, pasar la tarde podía ser un asunto muy largo) sino que nos divertíamos y nuestra risa alteraba el mantra de la comunidad hare krisna que ocupaba la parcela más cercana a nuestra casa.
Fue por ella, la risa, que un día mi madre se acercó a nosotros, vio las fotos, las juntó, las metió en la lonchera metálica que usábamos para conservarlas, caminó hacia su mesa y, en un rito que nadie osó interrumpir, las rompió todas, una por una, pedacito por pedacito. Luego roció con kerosene la lonchera y en el patio, entre la mata de orégano que yo mismo había plantado y el mamón gigantesco por el que nos envidiaban los vecinos del pueblo, hare krisnas incluidos, tiró una cerilla encendida en su interior. Solo en ese momento intervino mi tía y, sin miedo a quemarse, extrajo del fuego una de las fotos, de la boda, y logró salvar una parte en la que se veía mi madre vestida de novia a la que dos manos sin brazos ni torso ni cara ni nada le colocaban un anillo en uno de los dedos de la mano izquierda.
Menos mal que a mi padre no se lo había tragado la tierra, sino que (mucho más fácil y natural) se había ido a Maracaibo. Allí fundó otra familia y rehizo su vida. Tampoco murió calcinado dentro de la lonchera de Mickey Mouse, sino varios años después con la pelvis rota y el hígado destrozado. De otra forma quizá yo no habría iniciado esta búsqueda que ahora me hace escribir para no llorar, humedeciendo igual las teclas del piano de mi vida: niño gigante de casi 50 años, padre ya, barbudo, canoso, diminuto siempre cuando me recuerdo hijo extraviado, perdido, abandonado junto a un álbum de fotos, tres corbatas y cuatro pipas.
Con las fotos calcinadas, mi hermana Leticia desertó del juego y yo reinicié la búsqueda y la reconstrucción del padre. No sabía entonces por qué aunque ahora me resulta obvio: porque era preciso, porque tenía necesidad de un padre y, ya que no lo encontraba en mi casa, estaba dispuesto a inventármelo.
Inicialmente, en una época en que no existía Wikipedia ni Facebook, hice uso del Almanaque Mundial y luego de la Enciclopedia Universal. Como si estuviera frente a un primordio de Google Earth, buscaba primero la palabra Yugoslavia, enfocaba más, llegaba a Croacia, luego a Zagreb y finalmente a Netretic. En mi empeño, logré atesorar mucha información y quizá sabía o creía saber más de Netretic que de La Entrada, el caserío donde todos los días escuchaba a mi tía tocar sus pianos y a los hare krisna rumiar su mantra. No era una búsqueda literaria: era una necesidad humana, un asunto entre el cerebro y los testículos, pasando (claro está) por corazón y pulmones.
Así encontré, en una carpeta en la que solo debía haber partituras sueltas, los documentos con que mi padre había llegado a Venezuela: la tarjeta de un centro de refugiados en Trieste, el billete del barco que lo depositaría en La Guaira, el Castel Verde, y la valoración médica que previamente había hecho el doctor Dante Riboli en el Consulado de Venezuela en Génova.
Eso tenía, recuerdos de fotos, información de la guerra, tres tarjetas, algunas corbatas y pipas. Con todo ello empecé a construirme un padre. Cuando quería ponerle alguna imagen a lo que estaba pasando dentro de mi cabeza recordaba películas de guerra y las escenas sicilianas de El Padrino II. Sabía que mi padre había llegado a La Guaira en el Castel Verde, pero cuando necesitaba adjudicarle una imagen, pensaba en el barco en que Vito Corleone llegó a New York, como si no importasen los cincuenta años que separaban un evento del otro y que mi padre en principio nunca había sido mafioso ni nada por el estilo.
Pero antes de abordar ese barco lo imaginaba viajando de ciudad en ciudad. No podía, no supe cómo, conformarme con algo simple. Sabía de Netretic, su pueblo natal, y también de Zagreb, en cuyo instituto tecnológico había estudiado. Por eso, en vez de hacerlo atravesar la frontera yugoslava para llegar a Italia, lo paseé primero por Budapest, luego por Viena. A partir de Viena, Frankfurt y Berlín. Podría revisar los cuentos que entonces escribí con esas posibilidades, pero prefiero imaginarlo nuevamente paseando, zigzagueando, entre una y otra ciudad alemana, luego en Holanda, después en Francia, un toquecito en España y, finalmente, Italia, para embarcarse, no como inmigrante hacinado, sino como espía rojo, un poco 007 pero del otro lado de la moneda, en Génova.
Todo comenzó a ser más real cuando le conocí físicamente a los 18 años. Insisto, esto no es ficción aunque lo parezca o no pueda ser del todo real. En todo caso, realidad o sueño, es verdadero como la Harina Pan, los caramelos de coco y papelón o los bocadillos de plátano que, adolescente, compraba en la bodega de los Morales. O como la Coca Cola, cuyas burbujas desaparecen en la boca o a más tardar en el esófago. Yo había ganado un premio literario con un libro escrito con el padre de los sueños y venía de ver en el cine El nombre de la rosa. Ya había escrito mi primer libro, pero no tenía novia aunque soñaba con tenerla. Por eso iba solo, dos o tres tardes a la semana, a los cines de la Avenida Bolívar. Cuando llegué a casa, el teléfono sonó y quien hablaba era mi padre.
Nos vimos una vez. Éramos mi padre, su nueva esposa, la hija mayor del nuevo matrimonio, Leticia y yo. Fue un encuentro duro, difícil, que duró tres horas. Terminamos disgustados todos, con la seguridad de que por lo menos en los meses sucesivos no volveríamos a encontrarnos. Por si fuera poco yo no pude retener su rostro: estaba tan emocionado, tenía tanto miedo y había jugado tanto con sus fotos que el hombre que estaba sentado frente a mí se fue borrando y yo me quedé con el rostro de las fotos de la lonchera quemada. Para él lo más importante era desmentir alguna cosa que yo había escrito: insistía en que él no era un inmigrante, que era un viajero que había llegado a Venezuela. “Pero, ¿por qué? ¿Para qué?”, me atreví a preguntarle. “Quería ir a América”. “¿Esta o la otra?”, le pregunté señalando hacia arriba como si el cielo fuese el Norte. “La otra”, respondió.
Cinco o seis años después llegó la noticia de su muerte. Fue un día difícil porque yo tenía varios meses pensando que era necesario propiciar un nuevo encuentro y, ya en él, intentar que las cosas fuesen a mejor y que continuásemos viéndonos. Pero ni siquiera fue posible acudir a su entierro porque la noticia llegó con una semana de retraso. Ese día triste fui al barbero y por primera vez en la vida sentí que mientras me cortaban el pelo me quitaban algo, no la fuerza como a Sansón, sino las ideas, fundamentalmente las malas.
Emprendí también con los años un viaje inverso y progresivo, que comenzaba en Maiquetía y, atravesando Italia, llegaba a Croacia. Vivía en Italia y, por razones de trabajo, debía ir a Génova al menos una vez al mes. Nunca me ha gustado esa ciudad pero, sin saber por qué, cada vez que la visitaba me quedaba con una inquietud, con una pregunta que desconociéndose a sí misma carecía de respuesta. Eso fue así hasta que el día en que, viendo la silueta de un barco, me di cuenta de la obviedad y pude decirme a mí mismo: “En este puerto zarpó el Castel Verde, el barco en que mi padre llegó a Venezuela”. El puerto sigue siendo útil, pero ahora parece más bien un parque temático y, a su alrededor, se comen deliciosas focacciefarcite, una especie de pizza rellena, las mejores del mundo. Ese día, pude imaginar allí a mi padre, hambriento y necesitado. Imaginé que alguna de las fotos destruidas por mi madre había sido tomada en las callejuelas del centro histórico.
En la siguiente visita a Génova, no lo dudé. Caminé hacia la estación de autobuses y emprendí viaje rumbo a Trieste. Fue un trayecto de casi nueve horas, duro, acompañado de buhoneros con bolsas repletas de mercancía que olían a almohada. “Podías haber alquilado un carro”, me dijeron cuando regresé a casa, pero yo quise que se pareciera de alguna manera al viaje que quizá hizo mi padre.
Trieste hasta entonces había sido para mí la ciudad de Claudio Magris y, por trabajo y adopción, del gran antipsiquiatra Franco Bassaglia. Ahora, belleza e historia, visitaba sus iglesias, sus plazas, un antiguo campo de concentración y, cerca de la estación de trenes, los galpones infinitos donde después de la segunda guerra acogieron a los “yugoslavos” e italianos de Istria que huían de la desesperación, del Mariscal Tito y del tratado firmado en París. Ya lo había leído alguna vez, pero aproveché para comprar Verde acqua, de Marisa Madieri. El libro cuenta la forma como cambió la vida de los habitantes de Istria, en lo que ahora es Eslovenia: cómo pasaron de la noche a la mañana a ser yugoslavos, cómo se dividieron familias y las penurias que debieron sufrir los que lograron pasar a Italia.
Pude quedarme en Trieste casi tres semanas. Sin duda es la ciudad donde más he contactado con mi padre. Más que Valencia o Caracas. Más que el sueño que es para mí la palabra Maracaibo. Trieste es Norte y Sur, pero fundamentalmente Este y Oeste. Es una ciudad plantada en el curso de los siglos, atravesada en el río de la vida, como si nada fuese más importante que ella misma. Tiene siglos e iglesias. Tiene guerras y batallas, y no pertenece a nadie aunque Italia crea que es suya.
Volví varias veces al campo de concentración, la Risieradi San Sabba. Viendo las celdas diminutas que a tantas personas contuvieron y mataron, pensé que mi padre podía haber sido uno de ellos. Pero, obviamente, no tenía sentido. Era una posibilidad literaria, otra más. El lugar donde verdaderamente había estado mi padre era el campo de refugiados cerca de la estación de trenes. Unos galpones gigantescos, como depósitos de principios del siglo XX, que actualmente están vacíos u ocupados por las nuevas migraciones, miles de personas que huyen de la guerra, una industria que no para, que siempre produce destrucción, muerte y beneficios.
Estuve allí. Con miedo y resignación. Una vez que hube encontrado un cartel oxidado, cubierto de polvo y telarañas, que decía “IntakeCenter, Iro, Italian Mission”, como algún documento de mi padre, sabiendo que él había estado allí, decidí partir. Otro día volvería, quizá en el verano, y desde Trieste procuraría llegar a Netretic.
Postergué por años ese viaje. Tuve que dejar Italia e instalarme en España. Finalmente pude hacer realidad mi proyecto hace muy poco. De Trieste a Zagreb y de Zagreb a Netretic. Esta vez sí en carro y acompañado por mi hijo. Es una de las pocas rutas europeas en que todavía existen las fronteras y, en 2017, con la crisis siria, todavía flujos de refugiados. A pesar de ello, fue un viaje bonito.
Podría decir que lo mejor fue llegar a Netretic, pero mentiría. No me dijo nada. Lo más bonito fue la carretera: con las mil y tantas islas croatas como frontera imposible en el oeste y las montañas croatas en el este. Pero lo más interesante sucede antes, entre Trieste y el inicio de Croacia. La particularidad de ese recorrido es que se trata de un territorio de guerras y fronteras donde cada metro suena a historia, a primera y segunda guerra. Cada montículo fue luchado, hasta hace muy poco había cascos de balas por todas partes y todavía hay miles de cadáveres insepultos, tirados como piedras en las fosas del Carso. Es un pensamiento macabro, pero no lo puedo evitar y esconderlo no sería honesto: quizá por ello en todas partes huele a kebabchichi, la forma eslava del kebab turco.
Fue raro: la etapa más dura del viaje de mi padre fue la más suave para mí. No podía hacerse de otra forma. Por donde él pasó caminando, corriendo, quizá escabulléndose, yo iba manejando, guiado por las instrucciones de mi hijo.
En ese recorrido hubo un lugar que me dejó impregnado. Una pequeñísima ciudad que ahora es prácticamente un puerto deportivo. Se trata de Pirano, un lugar que alguna vez perteneció a la República de Venezia, luego era parte de Istria en Italia, después Yugoslavia y ahora es Eslovenia. Allí nació Tartini, el autor de El trino del Diablo, antecesor directo de Paganini, el mismo de la novela de Ernesto Pérez Zúñiga. En su plaza central cerca del puerto, hay un monolito que sostiene al músico empuñando el violín. Cuando lo vi, reconocí el lugar porque esa plaza estaba en una de las fotos con que mi hermana Leticia y yo habíamos jugado tantas veces sacándola y volviendo a meter en la lonchera.
Podía haber hecho un selfie y decir luego que en medio de este viaje íntimo e invertido yo mismo era mi padre junto a Tartini. Pero preferí comprar un cuadrito, esos que nadie firma y solo compran los turistas más imbéciles. Regateé y lloré logrando que me lo vendieran al mismo precio pero con un marco comido por las polillas. Simplemente es la plaza de Pirano y, en el centro, el monolito de Tartini. Esa es para mí desde hace varios meses la imagen de mi padre.