Desde que a finales de agosto empezaron a trasladar al Centro Penitenciario de Aragua a buena parte de los detenidos luego de las elecciones del 28 de julio, sus familiares se concentraron a las afueras de esa cárcel. De ahí no se han movido. Duermen en colchonetas dentro de una iglesia evangélica. Se dan apoyo, unos a otros, mientras esperan un desenlace a esta historia. Aquí algunas de esas voces.
La Troncal 11 conduce al Centro Penitenciario de Aragua, conocido como Tocorón. La primera impresión que se tiene al transitar por acá es que se recorre una hacienda: una sabana verde con una serranía de montañas al frente. Pero el paisaje se interrumpe cuando, a lo lejos, aparecen unas torres de vigilancia que están dentro de la cárcel.
Hoy es jueves 26 de septiembre. Hace calor y no sopla la brisa. El tiempo parece haberse detenido en esta plaza cercana al penal en la que muchas mujeres caminan de un lado a otro, oran, conversan y se apoyan entre sí. Visten licras y franelas; andan con medias y en cholas. Otras lucen vestidos o faldas por debajo de las rodillas.
Parecen agotadas.
Casi todas son madres, abuelas o esposas de personas que detuvieron a partir del 28 de julio, cuando mucha gente, sobre todo de sectores pobres, salió a protestar por los resultados anunciados, sin respaldo, por el Consejo Nacional Electoral, según los cuales Nicolás Maduro había sido reelecto en los comicios de ese día.
A centenares los llevaron a diversos calabozos y, semanas después, los trajeron para acá, cumpliendo así una amenaza de Maduro. El 1ro de agosto, en su cuenta de X, dijo: “Todos los criminales fascistas se van para Tocorón y Tocuyito, a cárceles de máxima seguridad para que paguen sus crímenes ante el pueblo”. Cosa que reiteró cuatro días después, el 5 de agosto, cuando en un acto público llamó terroristas a los privados de libertad, y hasta bromeó con una rima:
“El que se coma la luz Tun tun, no seas llorón, vas pa’ Tocorón”.
Desde que a finales de agosto empezaron a traerlos para este penal, sus familiares vinieron tras de ellos, con la esperanza de poder verlos, abrazarlos, acercarles una vianda de comida. Son 948 detenidos, buena parte de los 1 mil 784 que ha registrado la ONG Foro Penal desde el 29 de julio. Es por eso que ahora este pueblo del sur de Aragua luce más agitado que de costumbre.
Muchas de estas mujeres dicen que no han podido visitar a sus familiares, y que, en algunos casos, han recibido de ellos apenas dos llamadas, de un minuto cada una, en la que les han dicho que están bien.
Aquí está Shirley. Tiene 38 años de edad y, para venir desde Guanare, estado Portuguesa, en los Llanos venezolanos, a más de 336 kilómetros, tuvo que pedir dinero prestado.
A su hijo, de 23 años, lo trajeron para acá el 30 de agosto, ese día en que el país entero permaneció a oscuras por un apagón nacional. Dice que lleva más de un mes sin verlo. Que su muchacho no es ningún terrorista. Que, más bien, es un poco retraído y que se dedicaba a recoger café y hacer arreglos de albañilería.
Él ni siquiera votó en las elecciones, cuenta Shirley. Al recordar cómo lo detuvieron, no puede parar de llorar. El 12 de agosto a ella la iban a operar de cálculos en la vesícula, una condición que le impide procesar los alimentos que ingiere. Por eso fue a la clínica para hacerse unos exámenes preoperatorios. Como no se sentía bien, le pidió al hijo que la acompañara. Él la estaba esperando en la puerta de ese centro médico cuando se lo llevaron unos funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana. Las enfermeras grabaron el momento. Y más tarde, comentaron lo sucedido con algunos pacientes: Shirley escuchó el cuento y cuando se acercó a ver el video, se percató de que ese al que estaban deteniendo era su hijo.
Se fue de la clínica y comenzó a buscarlo: supo que lo tenían en el Destacamento 41, donde estuvo 15 días.
De allí lo trasladaron al Centro Penitenciario de Los Llanos, en Guanare.
Y, luego de varias semanas, lo trajeron a Tocorón.
De eso ha pasado un mes. Y todavía no lo ha visto. A veces, dice, no sabe si quiere cruzar esos muros para ir a encontrarse con él. Tiene miedo de mirar a su hijo detrás de un vidrio y no poder siquiera abrazarlo. Es que ha presenciado cómo otras madres salen de allí destrozadas. Dice que le pedirá valor a Dios: Shirley es cristiana, casi todo lo que ocurre lo atribuye a una causa superior: “Por lo menos ahorita estamos todas juntas en un mismo propósito: la libertad de nuestros familiares. Esto es lo que más quiere Dios: que permanezcamos unidos. ¿Será que lo seremos después de todo esto?”
En las entradas de algunas viviendas se escuchan gallos cantar. Sobre el piso de tierra, pasean las gallinas y los cerdos. Una iglesia cristiana ha comenzado a dar refugio a estas mujeres. En el salón donde se suele oficiar el culto, duermen en colchonetas.
Venidas desde distintos lugares de Venezuela, Ana, María y Silvia llegaron con lo único que traían puesto. Se conocieron aquí en la iglesia; comparten la colchoneta y una historia común: la de tener a un hijo detenido.
Ana fue la primera en llegar. Vino desde Punto Fijo, estado Falcón. La noche de las elecciones hubo protestas en un centro de votación. Su hijo de 23 años no se encontraba allí. Había salido a un cumpleaños con su novia y su suegra. Pero justamente por lo caldeado del ambiente, suspendieron la reunión y se regresaron. Pasaron cerca del centro electoral. La madrugada del viernes 2 de agosto, cinco días después, la policía llegó a la casa de Ana y se la llevaron a ella y su hijo.
Horas más tarde la soltaron a ella. Pero a él no. Fue acusado de destrozo a la vivienda. Pasó 45 días detenido en Punto Fijo, aunque no encontraron evidencias que lo incriminaran en el delito.
Solo hay una imagen en la que él aparece con una piedra en la mano. Ana insiste en que esa foto la tomaron cuando su hijo estaba espantando a un perro que lo quería morder en la mala hora en que aquella noche decidió volver a casa.
“Mamá, no me dejes solo. Quédate conmigo. Espérame, mamá, yo voy a salir. Pronto vamos a estar juntos. Tú eres una guerrera”, le dijo él en el minuto que les permitieron hablar por teléfono.
Ella le hizo un propósito a Dios: que de Tocorón no se iba sin su hijo. Por eso le respondió: “Papá, estoy desde un principio aquí contigo. Lo que nos separa es una pared”.
María vino desde Guasdualito, estado Apure, la tercera semana de septiembre. Pensaba encontrar refugio en un hospital, pero le hablaron de la iglesia y aquí llegó.
Su hijo de 20 años trabaja haciendo mandados a dueños de varias fincas. El lunes 29 de julio, se fue en moto con su cuñado hasta el negocio de su hermana, ubicado en los alrededores de la plaza.
A eso de las 7:40 de la noche, después de bajar la santamaría, unos policías los agarraron. Los patearon. No les importó que el hijo de María les dijera que era hermano de un funcionario del Cicpc ni que les contara que estaba próximo a entrar a hacer el curso de la policía. Empezaron a insultarlos, los montaron en una patrulla y se los llevaron, junto a otros dos muchachos que, se enteraron después, habían estado jugando fútbol en una cancha cercana.
De Guasdualito los pasaron a San Fernando de Apure.
Era difícil llegar, pero por lo menos su mamá podía verlo durante las visitas. Cosa que todavía no ha ocurrido acá en Tocorón.
Silvia es ama de casa. Vive en Antímano, una zona popular del oeste de Caracas. Acá llegó el viernes 30 de agosto, a eso de las 7:00 de la noche, debajo de un palo de agua y sin tener dónde quedarse. Vino, como la mayoría de las mujeres, sin pasaje para volver. Cuando llegó, un muchacho le ofreció una habitación por cinco dólares para que no amaneciera en la plaza. Al día siguiente, la recibieron en la iglesia.
Es madre de cinco hijos. Tres de sus hijas están en Perú, y una cuarta vive en los Estados Unidos. El más pequeño, de 18 años de edad, era el único que quedaba en el país. A él fue a quien detuvieron el miércoles 31 de julio, a las 8:00 de la noche, mientras jugaba en una de las canchas del barrio.
Silvia dice que se llevaron detenidos a muchos jóvenes de la zona, porque la policía estaba haciendo un operativo luego de que en el sector se produjeran protestas.
La camisa que le había comprado para su graduación de bachiller se quedó sin estrenar colgada en el escaparate.
Apenas se enteró de su detención lo fue a buscar a una delegación policial de Caricuao, una parroquia vecina. Cuando llegó con la comida, ya lo habían llevado a la sede de la Policía Nacional Bolivariana en Maripérez, a una media hora de distancia. Al llegar allá, le dijeron que lo habían trasladado a la cárcel de Yare III, en el estado Miranda. A donde le decían que estaba su hijo, ella iba. Después le informaron que estaba trasladado a Tocorón. Y para acá se vino.
En un principio, su hijo estaba acusado de terrorismo y hurto. Después, en tribunales, le dijeron que solo le imputarían hurto.
“Esto no es justo, pero solo Dios sabe por qué nos ha reunido a todas en esta iglesia”, dice Silvia a María y a Ana, sus dos nuevas amigas, sin dejar de llorar.
(Hay, esta tarde, un paréntesis en el dolor. Foro Penal no puede ayudar como quisiera, porque a estos jóvenes no se les permitió la defensa privada. Sin embargo, les brindan comida, artículos de aseo personal y orientación jurídica gratuita. Acaban de llegar varios abogados de esa ONG. Están acompañados por una primera actriz venezolana. Muchas veces la vieron en las telenovelas. Ahora se alegran al verla: interrumpen rezos para acercarse a ella y tomarse fotos.)
Aquí también hay un hombre. Es canoso y lo llaman “El Alcalde”. Alto y corpulento, es un margariteño dicharachero que saluda a todos los que pasan por la plaza con un: Cómoestásmijoquerido. Llegó a este pueblo porque a su hijo, de 24 años, lo detuvieron el jueves 1ro de agosto, tres días después de la protesta que tuvo lugar en el municipio Marcano, cerca de donde viven.
Su muchacho no participó en la manifestación. Pero laboraba como carnicero en un supermercado aledaño a la calle en la que se produjo la protesta. Mientras trabajaba, los días 30 y 31 de julio escuchó una amenaza por parte de funcionarios de la alcaldía: “De aquí nos vamos a llevar a dos”, dijeron.
Como no tenía nada que temer, el jueves 1ro de agosto salió de trabajar a eso de las 9:00 de la noche rumbo a su casa, a pie. Y una patrulla del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) lo alcanzó. “¡Móntate!”, le ordenó un policía.
No le mostró ninguna orden de captura, pero él obedeció.
Estuvo en la sede principal del Cicpc, en la urbanización Sabanamar, y el sábado 3 de agosto lo presentaron ante tribunales.
En un despacho, con un defensor público, en una audiencia telemática, vio a un juez que le decía que quedaba detenido por 45 días, mientras se le investigaba, bajo los cargos de terrorismo e incitación al odio.
Como él, hay otros 55 detenidos provenientes del estado Nueva Esparta en esta cárcel. Pero solo vinieron dos familiares de uno de ellos: El Alcalde y su esposa. Agradecen que los presos comunes con los que compartió su hijo en Sabanamar lo respetaron. Pero, a la tercera visita, en la prisión, les informaron que trasladarían a su hijo: lo llevarían a la Prisión de San Antonio, la cárcel de Margarita.
Cosa que no sucedió: el viernes 30 de agosto funcionarios se comunicaron con la familia para aclararles que cuando llegaron a aquella cárcel, les dijeron que tenían que ir al aeropuerto Santiago Mariño, porque el traslado sería para Tocorón.
En ese momento, un avión estacionado en el área militar cargaba con todos los presos por las protestas en el estado.
A los dos días, El Alcalde y su esposa viajaron hasta Aragua. Tardaron 23 horas de viaje, pues tanto el ferry que tomaron como el bus en el que se montaron en Puerto La Cruz se accidentaron. Después de todas las dificultades, lograron llegar y cuando a su hijo le permitieron hacer una llamada de un minuto por celular, alcanzaron a darle la bendición, a decirle que lo amaban: “Papito, estamos cerquita, aquí en Tocorón. No te abandonamos”.
El día de su cumpleaños 59, El Alcalde lo único que hizo fue llorar. Confiaba que para la fecha liberarían a su hijo, porque ya habían transcurrido los 45 días desde su presentación ante el juez. Pero no sucedió.
Cree que, si no fuera por la solidaridad de mucha gente del pueblo, no podría sobrellevar estos días tan difíciles: le han dado agua cuando ha tenido sed; le han dado comida cuando ha tenido hambre.
Él, como todos aquí, mantienen la esperanza de ver a los suyos.
Epílogo
A partir del lunes 30 de septiembre han permitido que algunos familiares entren a Tocorón a ver a los suyos. Eso sí, solo pueden pasar mujeres. Los hombres no. Por eso, luego de un mes a las afueras de Tocorón, El Alcalde se devolvió a Margarita a trabajar. Pero su esposa sí pudo ver a su hijo. “Mírame, mamá, mírame: estoy bien y muy pronto saldré de aquí”, le dijo.
La mañana del 7 de octubre Shirley logró pasar a la cárcel y ver a su hijo. Lo vio bien. Él le pidió perdón: reconoció que nunca antes le había dicho cuánto la quería.