Vilma Straccia siempre pensó que su abuelo, un italiano de silencios prolongados, no encajaba del todo en su familia, que era tan ruidosa. Sin embargo, siempre sintió afinidad con él. En 2018, cuando ella migró a Ecuador, le prometió que se reencontrarían en la Italia de sus recuerdos. Pero apenas un mes después la llamaron para avisarle que había fallecido. Esta historia obtuvo mención publicación en la 4ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
A la memoria de Giovanni Straccia Cameli
Hasta que cumplí 11 años, cada domingo iba con mis padres a visitar a mis abuelos. Desde afuera de la casa se oían las aturdidoras rancheras de mi abuela. Saludábamos con besos, pedíamos la bendición, mis papás se instalaban con los adultos y mis hermanos menores y yo íbamos a ver en qué ocuparnos.
Jugábamos, comíamos, peleábamos. Lo normal en una familia numerosa. Lo que más recuerdo es el ruido: muchos niños gritando; la música a todo volumen; las risas de mis tías, que resonaban como trompetas. Y recuerdo a mi abuela queriendo llamar a uno de nosotros, pero equivocándose. Nos nombraba a todos y todos respondíamos: “¿Quéééééééé, abuelaaaa?”. Entonces ella se molestaba, porque le parecía una altanería de nuestra parte que le respondiéramos de tal forma.
En medio del alboroto, se abría paso mi abuelo, cuya figura con los años fue encogiéndose, desgarbándose. Salía poco de su habitación, pero cuando lo hacía y pasaba a nuestro lado con ese andar taciturno que lo caracterizaba, todos nos callábamos. Era un deber mirarlo, saludarlo, dejar el bullicio. El momento se volvía solemne.
Ese afán por el silencio se me hacía la cosa más misteriosa del mundo porque el resto de la familia se desbordaba en una marea verbal en la que nadie se detenía a escuchar al otro.
A veces, al poco tiempo de haber llegado a la casa de los abuelos, me aburría. Me atormentaba el bullicio y me asfixiaba el calor de Maracaibo, la ciudad del occidente venezolano donde nací y crecí. El cuarto de mi abuelo siempre estaba fresco y en silencio. Yo solía entrar y sentarme en la cama, a su lado. Nunca supe si mi presencia le gustaba, o si prefería estar solo, pero me sentía afortunada de estar ahí cada domingo. Era como si algo dentro de mí se identificara con él, a pesar de que parecía un extraño venido de otro mundo.
Mi abuelo, italiano, era muy diferente al resto de nosotros, venezolanos y escandalosos. También era muy distinto a mi abuela, una colombiana a la que le encanta bailar y cantar rancheras a voz en cuello. Él, en cambio, era un hombre de silencios prolongados. De expresiones que se le remarcaban en un oleaje de arrugas en la frente: alzaba las cejas tanto como le permitían sus facciones cuando declaraba su oposición a algo, o cuando alguna cosa lo sorprendía gratamente.
Recuerdo cómo me alzaba en brazos con ternura, me echaba la bendición, me daba un beso en la frente o en la mejilla. Siempre con una sonrisa amable y con una mirada dulce.
Mi abuelo provenía de una pequeña ciudad del centro de Italia, de apenas 50 mil habitantes, llamada Ascoli Piceno, a un par de horas en auto de Roma. Alberga dos teatros históricos de estilo neoclásico, una plaza central con acabados renacentistas, la Piazza del Popolo, y su economía —a pesar de las industrias trasnacionales que se han instalado allí en los últimos años— está cimentada en la agricultura. Mi abuelo conservaba intactos el amor por la cultura y la sencillez de aquella vida.
Desde muy pequeña me sentí atraída por esa parquedad con la que se aproximaba al mundo: nunca muy efusivo ni emocional, siempre sobrio, calmado. Y yo quería decirle que lo admiraba mucho, que era mi modelo, que amaba a mis padres, pero en el fondo quería adoptar sus maneras tan elegantes de sobrellevar la vida. Porque parecía que nada, ni el más terrible de los acontecimientos —como la muerte por cáncer de mi tía Maribel, su hija mayor— podían alterar su serenidad.
A inicios de 2018, migré a Ecuador. Tenía 29 años. Me fui de Venezuela por la misma razón por la que mucha gente salió en aquellos tiempos. El país estaba sumido en una crisis terrible. Llevaba planeando mi partida desde hacía un año. Nadie lo sabía, a excepción de mi novio, con quien tenía planes de casarme en diciembre de 2017. Pensábamos irnos de Venezuela en abril de 2018, una vez él terminara su maestría y nos casáramos. Pero no hubo matrimonio. Terminamos. Y ahora yo necesitaba irme, no solo por la crisis, sino porque tenía el corazón roto.
Al despedirme del abuelo, dijimos que nos veríamos algún tiempo después en la Italia de sus recuerdos. Fue un sueño que no pudimos cumplir. La vida no nos esperaba en Ascoli Piceno. Salí del país el 2 de enero. El 24 de febrero mi madre me llamó para decirme que mi abuelo había muerto. Así, inesperadamente. Él había sobrevivido a un cáncer el año anterior, parecía haberse recuperado, estaba en pie y sano, pero un día se sintió mal, mis tíos lo llevaron a emergencias, y murió.
Me hubiese gustado quedarme y acompañarlo en su habitación hasta su último suspiro. Ese día sí que sentí quebrarse mi corazón, y lloré, solitaria y en silencio, en una habitación horrorosa, oscura y fría hasta el día siguiente, que fui a mi trabajo en la recepción de un hotel.
Ahora llevo cuatro años en Ecuador, y con frecuencia me pregunto: ¿dónde está la vida?, ¿en qué país?, ¿quién soy en medio de tantas historias?, ¿cuál es la mía? Cuando estas preguntas sobrevienen a mí, mi abuelo aparece en mi memoria: su sonrisa, su contraste, su apacibilidad, su aceptación de su condición de migrante en medio de los silencios. Y entonces me pregunto de nuevo si alguna vez realmente se sintió parte de nosotros.
“¿Se puede dejar de ser un recién llegado?”, leo en un texto de Zygmunt Bauman. Pienso en la vida de mi abuelo y creo que la respuesta es no. Cuando escribo estas líneas y trato de recordar lo más venezolano que salió de él, lo único que viene a mi mente son sus hijos, mi padre y mis tíos.
Pienso en mi tiempo en Ecuador y siento que ha sido poco. Apenas un suspiro dentro de lo que imagino que fue la vida de mi abuelo viajando por más de 60 años entre Venezuela e Italia, sin pertenecer realmente a ninguno de los dos países. Entre Venezuela y Ecuador podría decirse que no hay demasiadas diferencias si comparamos el abismo cultural que pudiera pensarse entre Italia y Venezuela. Quien migra carga con varias culturas que se manifiestan en sus maneras de vivir y de ser. Yo, por ejemplo, estoy llena de Venezuela, pero por fuera ya empiezan a confundirme con una ecuatoriana de la costa, por nuestra similar voluptuosidad física.
Recuerdo que para muchos mi abuelo era un italiano indiscutible: bigote de mostacho, piel pálida, cuerpo muy delgado, ese tonito al hablar. Incluso se le notaba en acciones tan habituales como comer: lo hacía despacio, como para no mezclar todo groseramente, y acompañaba sus platos con pan. Pero por dentro latía un corazón muy venezolano que toleraba la algarabía dominical de una familia numerosa reunida para compartir.
Ahora que también soy migrante, en un país que se ha portado amable conmigo, entiendo que nunca se puede estar realmente en casa en otro lugar.
Disfruto tanto del silencio y la soledad física, que a veces me descubro demasiado a gusto después de muchos días de encierro, y no puedo evitar sentir un poco de temor. Han pasado cuatro años desde que mi abuelo murió y comprendo mucho más sus silencios. Parece que no existen suficientes palabras cuando lo que quieres expresar al mundo es una sensación de soledad que te acompaña siempre, aunque estés en la casa que construiste a tu alrededor porque, como dijo Stefan Zweig: “Uno puede, incluso, empezar a sentirse en cualquier parte ‘en casa’, pero hay que pagar el precio de aceptar que no se estará verdadera y totalmente en casa en ninguna parte”.
Cuando aquel día me enteré de la muerte de mi abuelo se rompió el silencio dentro de mí con un llanto que tardó semanas en callarse. Lamenté no haberme atrevido a decirle que yo lo amaba tanto, que quería ser como él y que ahora entendía por qué siempre me pareció tan estoico.
Tengo un gran sentido de identidad, extraño lo que dejé en Venezuela, como si el desarraigo fuese algo que me corroe por dentro. Aunque después de estos años he comprendido que ser migrante es una capacitación de por vida en la que aprendes a tolerar las diferencias, pero, sobre todo, a mirar con amabilidad y empatía las tristezas silenciosas de quienes se sienten lejos de casa.