Ingeniera especializada en gerencia, Laura Zambrano, a sus 40 años, sintió el deseo de servir al prójimo. Proveniente de una familia muy católica, se ofreció como voluntaria en la iglesia a la que acudía con frecuencia. Años después comenzó a colaborar con la Causa de Beatificación del doctor José Gregorio Hernández: ella es la mujer que, durante casi 10 años, se encargó de recibir los testimonios de presuntos milagros del médico venezolano con fama de santidad. Historias, todas, con finales esperanzadores.
Fotografías: Álbum Familiar
—Madre de la Divina Gracia.
—Ruega por nosotros.
—Torre de David.
—Ruega por nosotros.
—Torre de Marfil.
—Ruega por nosotros.
Cada vez que iba de vacaciones a la casa de sus abuelos en el estado Táchira, en Los Andes venezolanos, Laurita se quedaba dormida con el susurro de las letanías del Rosario. Tenían la costumbre de rezar al terminar el día. Ella observaba cómo ellos mismos hacían una lamparita: echaban agua y aceite en un vaso, le ponían una mecha y la encendían frente a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que tenían en la habitación.
Para la pequeña Laura rezar no era algo aburrido, monótono o tedioso, sino más bien un momento de reflexión necesario para agradecerle a Dios. Crecía en una familia muy católica. A ella, como al resto de sus cinco hermanos, la enseñaron a creer en Dios sobre todas las cosas. La bautizaron y más tarde se ocuparon de que recibiera los sacramentos de la comunión y la confirmación. Le inculcaron el hábito de ir a misa, y le insistieron en que debía ser honrada y siempre decir la verdad.
Un día, Laurita sufrió una lesión en una pierna. Su madre la encomendó al doctor José Gregorio Hernández para que pronto pudiera caminar. Desde el mismo momento en que este médico trujillano falleció en Caracas en 1919, luego de que lo atropellara un carro, todo el mundo comenzó a decir que era un santo. Y se convirtió en una figura mística con fama de santidad a la que muchos, en Venezuela y en otras partes del mundo, comenzaron a pedirle con fervor el restablecimiento de la salud. Algunos, incluso, aseguraban que se les aparecía, que soñaban con él vestido con su bata blanca o vistiendo un traje negro.
Laurita pronto se recuperó, y su mamá le agradeció al doctor Hernández. Esa niña aplicada a la que le gustaban las matemáticas, que desarmaba todos sus juguetes para descubrir cómo funcionaban, que pasaba horas dibujando, terminaría en su adultez encontrándose con miles —sí, miles— de testimonios como ese que a partir de entonces comenzó a relatar su madre. En silencio, con atención, escucharía tantos y tantos finales felices.
Pero primero tenía que recorrer otras calles para llegar a ese destino.
Al crecer, Laura Zambrano decidió estudiar ingeniería eléctrica en Caracas. Era una joven menuda, medía 1 metro 50 centímetros de estatura y pesaba unos 40 kilos. Tenía que ponerse tres pares de medias para que le quedaran las botas más pequeñas que había disponibles y que tenía que usar en su práctica profesional.
Era una de las cuatro mujeres en un salón de clase de más de 50 hombres. De uno de ellos se enamoró y con él se casó. Más tarde, ella comenzó una maestría en gerencia en la Universidad Católica Andrés Bello. Ya había tenido a sus dos hijos. La niña, la menor de la casa, la acompañaba a leer las guías de estudio. Se acomodaba en una almohada a sus pies hasta quedarse dormida. “Los sueños se hacen realidad con la ayuda de Dios y la constancia del trabajo”, escribió en la dedicatoria de la tesis que defendió y aprobó con la nota máxima de 20 puntos.
Con un sencillo vestido negro, Laura se graduó el mismo día que a su madre la intervinieron en una clínica por cáncer de útero. Al momento de recibir el título y la medalla, el rector le pidió que se parara en el centro del escenario. Cuando lo hizo, vio a todos los presentes aplaudiéndola de pie: había obtenido mención honorífica cum laude. Desde allí, logró ver a su padre, muy conmovido, sonreír y aplaudirla también.
Al salir se fueron a la clínica. Vestida de toga y birrete, y con la medalla en el pecho, entró a la habitación.
—¡Mamá, mamáááááá, me gradué!
Ha tenido otros, pero ese momento, ese día, agradecida por su logro y por la salud de su madre, siempre lo recordará como uno de los más felices de su vida.
A los 40 años, Laura tenía una carrera profesional de la que se sentía orgullosa. Había trabajado en la Electricidad de Caracas y en consultoras de ingeniería, y ahora estaba a cargo de la gerencia financiera de una asociación civil de los Jesuitas. Se sentía realizada. Pero un día se hizo una pregunta: “¿Qué más puedo hacer?”.
Se respondió que servir al prójimo.
Una mañana de octubre de 2001, bajó de su apartamento y caminó poco más de una cuadra para llegar a la Iglesia de la Parroquia Corpus Christie, en La Urbina, a donde iba a misa todas las semanas. Le contó al padre que le gustaría participar en las actividades de la iglesia y dar catecismo. Él agradeció su ofrecimiento y la invitó a unirse al grupo de catequistas. Poco tiempo después, comenzó a formar a jóvenes que recibirían el sacramento de la confirmación.
Laura se sentía a gusto. Y como al cabo de un tiempo la asociación en la que trabajaba cerró, comenzó a dedicarle más horas al servicio que prestaba en la iglesia. Así transcurrieron 10 años.
Un día de 2011 a monseñor Fernando Castro lo nombraron vicepostulador de la Causa de Beatificación del doctor José Gregorio Hernández. Es decir, era el encargado en Venezuela de supervisar el largo proceso que la iglesia había comenzado en 1949 para declarar santo al médico trujillano. La principal tarea de la Causa era documentar los presuntos milagros que los fieles reportaban, hasta encontrar uno que verdaderamente lo fuera: debía ser un testimonio de sanación, con sustento, que resultara inexplicable para la ciencia médica.
Castro supo que Laura era ingeniera, que tenía formación gerencial, que era muy seria y prudente, y que por supuesto era católica practicante. Conocía su labor. Como necesitaba a alguien con su perfil para que se encargara de la oficina, le propuso que trabajara con él como voluntaria. Le contó de qué se trataba la Causa (porque lo desconocía hasta entonces) y ella, entusiasmada, aceptó.
En ese momento la oficina funcionaba en un salón del edificio París, hacia el ala sur de la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, donde reposan los restos del doctor Hernández. Debían mudarla hacia un espacio en el otro costado del templo. El martes 2 de agosto de 2011, Laura y tres monaguillos cargaron cajas y cajas llenas de papeles y libros hacia la nueva oficina.
Fue allí donde comenzó a escuchar tantas historias esperanzadoras. Las de personas que tenían la certeza de haber sido sanadas gracias al doctor Hernández. Laura, con su puño y letra, tomaba nota de sus relatos. Se emocionaba al escuchar a gente que había tenido malos pronósticos médicos, diagnósticos aterradores, y que ahora estaban ahí, delante de ella, contándole su final feliz.
“Este es un trabajo que hay que saber hacer, y es una necesidad importante porque los devotos necesitan ser escuchados y dar sus testimonios a la iglesia”, pensaba Laura.
Con cada uno se demoraba al menos 40 minutos. Les hacía preguntas: “¿dónde ocurrió el hecho?, ¿cómo se llama la persona que recibió el favor?, ¿qué fue exactamente lo que pasó?, ¿le pidieron al doctor José Gregorio?”. Recibía exámenes médicos que sustentaban sus relatos. Ordenaba la secuencia de los hechos, se aseguraba de que la historia no tuviera puntos de fuga. Luego, redactaba el testimonio. Cuando detectaba uno sólido, en el que la sanación de verdad parecía milagrosa, comenzaba a recabar más pruebas, para evaluar su posible envío a El Vaticano.
Si había pasado más de 30 años del suceso, y la persona no había guardado sus informes médicos, Laura sabía que estaba ante un caso difícil de sustentar y que por lo tanto no iba a poder enviarse a Roma. Sin embargo, tomaba nota, escuchaba con atención y, como en todos los casos, abría un expediente que guardaba en el archivo. Porque cada registro de la devoción es importante, pensaba.
En esos meses comenzó también a investigar sobre la vida del doctor. Leyendo, descubrió la figura de un hombre civil que comenzó a admirar. Huérfano de madre desde sus 7 años, quiso ser abogado, pero terminó escogiendo la medicina por consejo de su padre. Al graduarse, se fue becado a estudiar en París y, después de tomar cursos también en Alemania y España, regresó al país para ejercer su profesión: se abocaba sobre todo a los enfermos más necesitados de la Venezuela rural del siglo XX. Fundó las cátedras de histología y fisiología en la Universidad Central de Venezuela, donde daba clases. Y fue uno de los fundadores de la Academia Nacional de la Medicina. Luego de muchos años de ejercicio profesional, quiso cambiar de vida. Primero intentó ser religioso y luego sacerdote, pero la enfermedad frustró esas aspiraciones.
Para Laura, era un personaje fascinante. Quizá fue por ello que decidió quedarse en esas cuatro paredes: allí ha pasado nueve años y nueve meses.
Al principio iba de lunes a viernes, de 8:00 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía. Recibía unos tres feligreses a la semana. Poco a poco la frecuencia aumentó. Hubo un año en que recibió más de 1 mil reportes. La mayoría eran de Venezuela, pero también llegaban de Líbano, Portugal, España, Estados Unidos, Alemania, Ecuador, Perú y Colombia.
Aparte de registrar los testimonios, Laura se fue involucrando en la promoción de la Causa. En 2015, diseñó la Ruta Peregrina del Doctor José Gregorio Hernández: una caminata que parte desde La Candelaria hasta el centro de Caracas, y hace paradas en los lugares que en vida frecuentaba el médico: el Palacio de las Academias, donde dio clases; el Hospital José María Vargas, donde trabajó; la esquina de Amadores, en La Pastora, donde murió.
Y también atendía a los periodistas que querían conocer datos sobre la vida del doctor Hernández. Más de uno le insistió en que revelara detalles sobre esos presuntos milagros que ella escuchaba. Ante sus preguntas, sonreía. “No puedo decir más. Ya se enterarán cuando algún día aparezca el milagro y sea un día de fiesta”, respondía.
El 10 de marzo de 2017, día nacional del médico, Yaxury Solórzano, de 10 años, recibió un tiro en la cabeza durante un asalto en un lejano pueblo del estado Guárico, en los Llanos venezolanos, donde vivía. Perdió parte de la masa encefálica. La llevaron de emergencia a un hospital. La madre le rogaba a José Gregorio Hernández que salvara a su hija. Los médicos no le daban un buen pronóstico: si la niña salía bien de la cirugía, era más que seguro que tendría una lenta recuperación y una vida con limitaciones. Discapacidad motora, dificultades para hablar, pérdida de la memoria o de la vista era parte de lo que le auguraban. Pero se equivocaron. No solo la cirugía fue un éxito, sino que apenas 20 días después, la niña salió caminando del hospital. Internistas, pediatras, neurólogos, anestesiólogos y residentes que la habían tratado estaban atónitos: no, no podían creerlo. ¿Cómo era eso posible?
La Causa de Beatificación documentó el caso, lo envió a El Vaticano y el 19 de junio de 2020 anunciaron que había sido un milagro. ¡Un auténtico milagro!
Laura Zambrano, siempre hermética con estos asuntos, prefiere no contar en qué momento conoció la historia de Yaxury. Pero agradece a Dios y al doctor José Gregorio Hernández por su sanación. Dice que aquel 19 de junio sintió una enorme alegría que la dejó sin palabras. Su teléfono comenzó a sonar insistentemente. Mucha gente la llamaba para comentar con ella este anuncio. Y la felicitaban, incluso. Tanto que de pronto se sintió como si estuviera de cumpleaños.
Ese día, en medio de la alegría, comenzó a cerrarse una etapa para ella. El milagro era el desenlace de una historia que comenzó para Laura hace casi 10 años.
¿Qué hará de ahora en adelante? No lo sabe. Por ahora solo cierra los ojos y se imagina el capítulo final: la ceremonia de Beatificación, que se llevará a cabo en una diminuta capilla de un colegio de Caracas. “Comulgar con Dios será como el cierre de lo que Dios quería que yo hiciera. Y yo siento que lo que yo haya tenido que hacer, lo hice. Me imagino que será un acto bellísimo, solemne. Que cantarán los ángeles ese día”.
No sabe si podrá asistir. Por la pandemia de covid-19 será un evento con solo 150 invitados. Pero por si le llega la invitación ya sacó del clóset un vestido negro, sencillo, como el que usó aquel día feliz de su graduación. Y si no, igual se lo pondrá así sea para ver la transmisión por televisión de la ceremonia.