A Venezuela, de donde en los últimos años han migrado más de 33 mil médicos en medio de una severa crisis humanitaria, llegó el doctor colombiano David Forero con la ilusión de especializarse, cosa que en su país parecía imposible. Con 24 años, aterrizó en Ciudad Bolívar, en enero de 2016. Seis años después, se empeña en formar nuevas generaciones como una forma de agradecer la acogida que recibió.
Fernanda Espinasa migró en 2014. Aunque evitaba reencontrarse con Venezuela, lo hizo finalmente para cumplir con el deseo de su padre de que sus cenizas descansaran en el Ávila, la enorme montaña que separa a Caracas del mar. Fue un viaje físico y emocional que le permitió ahondar en sus raíces.
Uno de cada cinco migrantes deja a un niño en Venezuela, según Cecodap. De acuerdo con cálculos de esta ONG, en 2020 unos 839 mil 59 niños crecían al cuidado de familiares distintos a sus padres, debido a que estos migraron. Son más que la población total del estado Nueva Esparta. Gabo lo ha vivido de cerca a través de muchos familiares y amigos del liceo.
Era muy pequeño todavía cuando un sacerdote le dijo que, aunque no todos éramos buenos para todo, siempre seríamos bueno para algo. La frase quedó resonando en la mente de Rongny Sotillo, quien, a lo largo de su vida, se dedicó a descubrir para qué era bueno él.
Hace exactamente un año, el 30 de abril de 2021, fue beatificado el médico venezolano José Gregorio Hernández. Un hombre que, desde que murió en 1919, fue ganando fama de santidad y, con el paso del tiempo, se convirtió en símbolo de civilidad.
Mytha Cordido quería ser abogada, pero su madre se encargó de inscribirla en la carrera de educación en la Universidad de Carabobo. Aunque al principio estaba frustrada, en las aulas descubrió que tenía vocación para ser docente.
Nunca había vivido con su padre. De él, Ariadna García solo sabía que era violento y que, de tanto en tanto, mandaba dinero para la casa en Yaracuy, en el noroccidente venezolano, donde ella vivía con su madre y su abuela.
María Corina Muskus, abogada egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, quería estudiar una maestría en la American University, en Washington. Vendió todo lo que pudo para pagar la parte de la matrícula que no cubría la beca que obtuvo.
Esta historia transcurre en una de las llamadas “zonas de paz”: lugares en los que la policía no puede entrar a cambio de que las bandas delictivas que allí operan no cometan crímenes.
Vive en una casa enorme en Las Piedras de Cocollar, un pueblo del sur del estado Sucre, en el oriente venezolano, donde quería envejecer junto a sus familiares. Pero, con el paso del tiempo, algunos murieron y otros migraron.