Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus padres. En esa estadística entraron Elianys y sus cuatro hermanos cuando Yadira, su madre, partió a Colombia. Fue en febrero de 2020. Ya con trabajo y apartamento donde vivir, creía próximo el reencuentro con los suyos. Hasta que, apenas un mes después de su llegada, la pandemia convirtió su dolorosa separación en un sacrificio inútil.
Precisamente por esa capacidad de comprensión del drama ajeno, y por esa forzada hermandad de mellizos de frontera, esta serie es el resultado del esfuerzo conjunto de La Vida de Nos con Dejusticia, quizá la ONG colombiana que más ha atendido y entendido el tema de la migración venezolana, con una mirada no desde su lado de la frontera, sino desde lo que somos, un conglomerado humano separado y unido por esa frontera común.
Yaraviceth Mayora, de 26 años, quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó la cuarentena en Colombia. Había migrado a Bogotá con su hijo, hasta que la llegada de la pandemia torció sus planes. A Alexander Jiménez, oriundo de Maturín, al oriente de Venezuela, le ocurrió lo mismo. Ambos echaron a andar sus pies y atravesaron Colombia para volver a tierras conocidas. Son solo dos de los miles de venezolanos que han debido regresar de una primera huida.
Gladys Mora vive en el sector Villa Bahía de Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, junto a sus nietas Daniela y Sofía. Desde que se hizo cargo de ellas, hace cuanto puede para que estudien. Las trabas burocráticas que ha encontrado no han mellado su entereza.
Cada mediodía, 92 adultos mayores o pacientes de patologías crónicas de la comunidad de San Isidro —ubicada al borde de la carretera vieja Petare-Guarenas— reciben comida caliente en sus casas. Es parte del programa Una vianda por la vida, que pretende evitar que los más vulnerables ante la pandemia de la covid-19 se expongan saliendo a la calle. Desirée, una joven de 34 años, coordina el equipo que lo hace posible. Esta es su historia.
Alejandro migró a Argentina en 2015. Luego de pasar por una serie de trabajos informales, logró un puesto en un hotel de Buenos Aires, que le permitió ahorrar para sacar a su familia de Venezuela. Sus hermanos y su madre ahora viven con él. Pero la llegada a la ciudad de la covid-19 disipó la estabilidad que había encontrado.
Maryflor Gamboa viajó a Santa Elena de Uairén, en el sur profundo de Venezuela, para participar en una actividad de un programa de liderazgo del que formaba parte. Durante una semana jugó con los niños de la comunidad indígena de Mana-Krü. Se ganó su confianza, los hizo reír y supo cosas de ellos que todavía retumban en su mente.
María Daniela Escalante es una médica venezolana de 28 años de edad. Meses después de graduarse en la Universidad del Zulia, migró a España en septiembre de 2017. Los fines de semana trabaja en una residencia para adultos mayores en el centro de Madrid. Allí, desde la llegada de la covid-19, ha redoblado sus esfuerzos para evitar que sus pacientes mueran.
Desde que Laura Cubillán comenzó a estudiar Medicina en la Universidad Central de Venezuela quiso trabajar en comunidades indígenas. Eso que ahora hace en Canaima, en el sur del estado Bolívar. Llegó allí para cumplir con un requisito académico y, un año después, no quiere devolverse a Caracas: ayudando a los pemones se siente libre.
Gabriela Castañeda salió al cumpleaños de un amigo la noche del 24 de febrero de 2019. Allí, entre los tragos y la música, estaba pasando un buen rato entre sus allegados. Hasta que a la fuerza tuvo que aprender que el peligro está en todas partes. Y es lo que narra en esta historia testimonial del #SemilleroDeNarradores.