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Como su tía lo había hecho con ella

Jun 09, 2021

Nicole Reyes tenía 15 años cuando comenzó a querer estudiar medicina. Más tarde, al graduarse de bachiller, aplicó para cursar esa carrera en la Universidad de Los Andes, en Mérida, donde vivía. “Lo más fácil es ingresar, lo difícil es salir de la universidad”, le advirtió un profesor el día que fue admitida. Fue una frase profética.

ILUSTRACIONES: WALTHER SORG

 

Nicole Reyes toma vendas, guantes, solución fisiológica, gasas y cremas de una de las despensas de la casa de su abuela. Se dirige hacia un cuarto que está en el patio. Al atravesar el marco de la puerta, deja todo sobre una mesa y ve a su tío sentarse en una silla de extensión y estirar una de sus piernas para que su hermana, enfermera de profesión, le limpie una herida sangrante.

—Ven, Nico, para que aprendas, por si un día yo no estoy —le dice la tía. 

Nicole tiene 15 años. Está en Escuque, un pueblo en el sur del estado Trujillo, de donde es originaria su familia. Vive en el cercano estado Mérida y está aquí de visita, pasando unos días de vacaciones. Es 2011.

Su tía le pide que le pase los guantes y luego la solución fisiológica. La echa a presión y le explica que la herida debe limpiarse de arriba hacia abajo, mientras desliza su mano sobre la abertura, y sin pegar la boca del envase a la piel para que la solución no se contamine. Después, con la gasa, limpia la superficie y los restos de sangre. En la habitación, todos sudan debido al calor y la humedad. Nicole asiente y observa lo que hace su tía.

—Tiene que aprender —le insiste el tío.

Cuando la enfermera termina, extiende una crema para las várices, venda la pierna y le explica a su sobrina cómo debe quedar para evitar que se corra y la herida quede expuesta. Su tío comienza a echar cuentos y a reír.

De ese momento han pasado nueve años.

Ahora es 2020, Nicole tiene 25 años, vive en Buenos Aires, Argentina, y recuerda aquella experiencia en Escuque como un episodio definitorio. A partir de entonces, se alejó de la idea de estudiar biología marina: comenzó a querer estudiar medicina.

 

Nicole continuó yendo a Escuque. En esos viajes, cada vez que el tío necesitaba cuidados, la tía seguía enseñándole lo que sabía. Poco a poco la fue dejando hacerlo sola. Cuando regresaba a Mérida, Nicole solía atender a amigos y familiares de sus amigos en el momento que lo requerían.

Al terminar el bachillerato, a sus 17 años, comenzó a prepararse para ingresar a la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Andes. Debía aprobar dos exámenes y esperar alrededor de un año para —si le asignaban un cupo— comenzar las clases. Mientras tanto, para aprovechar ese tiempo, comenzó un curso de auxiliar de enfermería y a prepararse para la prueba de ingreso. Iba a clases particulares con un biólogo molecular llamado Balbino Perdomo. Nunca faltó a esas lecciones, ni siquiera cuando dos semanas antes de la evaluación le dio lechina.

El día en que presentó el examen, se fue a casa temblando: no sabía cómo le había ido.

Los resultados los publicaron una semana después.

Nicole estaba en el comedor del geriátrico donde hacía las pasantías como auxiliar de enfermería, scrolleando en la pantalla de su celular con una mano y dando de comer a un paciente con la otra. La recepción de datos de su celular era lenta. “Ay, Dios mío. ¿Estaré o no estaré?”. Cuando cargó, halló su nombre en la lista: leyó “asignado”. Cupo asignado. Gritó. Estaba tan emocionada que le dieron el resto del día libre para que celebrara.

Entonces llamó a su papá y le pidió que la llevara a la facultad para confirmar lo leído.

—Quiero saber si quedé asignada o no para la carrera. Este es mi número de cédula —dijo en la oficina de admisión.

—Sí. Estás asignada para la corte U2014. ¡Bienvenida! 

Al saber la noticia, Balbino Perdomo le dijo una frase que, años después, Nicole recordaría con frecuencia:

—Lo más fácil es ingresar. Ahora, lo difícil es salir de la universidad.

 

Nicole debía comenzar clases en 2014. Sin embargo, no pudo hacerlo debido a las protestas contra Nicolás Maduro que empezaron a hacerse habituales en febrero de ese año. Inició en 2015. Pero no vio clases desde mayo hasta enero de 2016 por un paro universitario. Terminó el 1er año y, cuando debía arrancar el siguiente, lo impidió un retraso con los estudiantes de 2do año, así que no volvió a las aulas sino hasta enero de 2017.

Nicole necesitaba continuar la carrera. Al concluirla, se reuniría con su hermana menor, quien migraría a Buenos Aires en 2017. Ese era el plan: encontrarse allá y, juntas, ayudar a sus papás mandándoles dinero.

Debido a tantos retrasos, decidió mudarse a Trujillo para estudiar en el núcleo que la Facultad de Medicina tiene en Valera, un pueblo de ese estado, donde no suspendían las clases con tanta frecuencia. No le gustaba el clima ni estar lejos de casa, pero pensó que era la forma de avanzar. Llegó a una vivienda que sus padres tienen en Escuque. Luego se fue a vivir con sus tíos en Valera, porque la casa de ellos quedaba a pocas cuadras de la facultad y tenía internet. Cuando no estaba en la universidad, pasaba los días durmiendo en un cuarto al que no llegaba la luz natural. Extrañaba el suyo en Mérida, desde el cual podía ver hacia las montañas y donde no había ni humedad ni calor.

Con el tiempo, empezó a sentirse triste. No quería estar ahí. Lloraba a diario. Sentía que debía ocultar sus emociones para no incomodar a sus tíos, quienes la habían recibido de buena manera. Al punto que, cuando su estado se hizo evidente, comenzaron a invitarla a ver películas o a cantar karaoke para tratar de animarla.

Cuando volvió a Mérida, tres meses después, habló con sus papás.

—Yo no puedo estar allá. Me siento muy mal —les dijo.

—No, ahora tienes que terminar el año escolar, y ahí sí te regresas —respondió su papá.

—Arregla tus mierdas porque tú sola te metiste en este peo —dijo su mamá.

Esa chica delgada, de rostro fino y lunar cerca de la ceja derecha perdió peso en Valera. Luego lo aumentó porque la ansiedad le generaba ganas de comer. Engordó y los pantalones dejaron de servirle. Comprar unos nuevos significaba otro gasto para la familia. Ese no era un asunto menor: desde finales de 2016, se redujeron los ingresos económicos en casa. A su papá no le salía trabajo y su mamá lamentaba que el dinero no le alcanzara para comprar comida. En los mercados los anaqueles estaban desabastecidos. Así las cosas, hubo noches durante las que no sabían qué cenarían, y otras en las que no tenían idea de qué comerían al día siguiente.

A esos gastos había que sumar el de los constantes viajes que Nicole hacía a Mérida para visitar a su familia. Porque ella siempre necesitaba volver, hasta que regresó definitivamente en septiembre de 2017. Tenía el 2do año aprobado con notas sobre los 18 puntos. Pero ese tiempo en Trujillo, separada de sus padres, familiarizándose con un espacio que no conocía, pasando mucho tiempo sola, le hizo dudar del plan que tenía con su hermana. Al migrar, a Nicole le tocaría vivir algo similar a lo que había atravesado en Trujillo, pero no tendría la oportunidad de regresar: le tocaría quedarse y trabajar para mantenerse.

En eso pensaba una y otra vez cada tarde, cuando se sentaba cerca de la ventana de su cuarto. Pensaba que tenía que irse. Que quería hacerlo para evitar empezar el año de clases, porque si lo iniciaba, no lo iba a abandonar. Pensaba en que podría reunir a los cuatro en Argentina. Que allá estarían mejor: podrían tener la certeza de qué comerían. Pensaba en que, tal vez, podría retomar sus estudios en Medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA). “Quizá no vas a tener el promedio que tenías acá. Es normal porque vas a hacer otras cosas. Pero, bueno, mi familia se está muriendo de hambre”, se decía. Esos pensamientos cesaban cerca de las 4:20 de la tarde cuando comenzaba a prepararse para ir a trabajar más de 12 horas en una discoteca cercana.

Después de mucho pensarlo, tomó la decisión.

—No me parece correcto que mi hermana tenga que irse. La carrera, entre tanta cosa, se hace más larga. Me voy yo —le dijo a sus padres con voz temblorosa.

—No es necesario que te vayas. Tienes que estudiar —dijo su papá, frunciendo el ceño y negando con la cabeza.

—Sí, tienes que hacerlo, porque aquí no hay futuro —intervino la madre.

Al poco tiempo, Nicole salió de Mérida a buscar ese futuro. Al despedirse, su padre le dio un abrazo y una estampita de San Miguel Arcángel.

 

Llegó durante la madrugada del 10 de diciembre de 2017 a Argentina. Se quedó en Lanús, a casi 13 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la casa de unas amistades de las personas con las que viajó. Luego de descansar, Nicole fue a la mesa para almorzar. Le sirvieron pollo con papas fritas. Al ver el plato lleno, lloró imaginando que sus padres no podían degustar algo así.

Su primer trabajo fue en el Café Florida Street, repartiendo volantes en una de las zonas más concurridas de la ciudad. Un poco después, el 8 de enero de 2018, consiguió un empleo más afín a sus intereses en una empresa dedicada a la distribución de medicamentos y asistencia domiciliaria. Al tiempo que atendía pacientes en distintos lugares, iba de un barrio a otro, conociendo la ciudad.

Se inscribió y comenzó a cursar el Ciclo Básico Común que exigen en la UBA para ingresar a la Facultad de Medicina. Lo hizo online. Para ahorrar tiempo y dinero en pasajes, estudiaba en los ratos libres que le quedaban entre el horario de atención de un paciente y otro. Sacaba las guías y los cuadernos en la Plaza Castelli o en la Plaza de Mayo; en la Plaza Barrancas de Belgrano o en el Abasto Shopping; en el Burger King que está entre las avenidas Olazábal y Cabildo o en la biblioteca de la Facultad de Medicina.

Pero la fascinación inicial por la ciudad se fue diluyendo. Se sentía sola. Muy sola. Esta vez no había karaoke ni películas. De pronto, así como podía estar estudiando en alguno de esos lugares, también podía estar ahí llorando y recordando a su familia.

Un día se fue llorando desde la estación José Ignacio Hernández del subte de Buenos Aires hasta La Pampa y Vidal: caminó seis cuadras. Llegó a la casa del paciente, logró calmarse antes de entrar y atenderlo. Al salir, se fue como llegó: llorando. Encontraba algo de consuelo en un pensamiento: “Luego vas a estar mejor, Nicole. Pronto vas a traer a tu hermana”.

Trabajando más horas durante el segundo semestre de 2018, logró reunir el dinero para el pasaje de su hermana. Necesitaba estar con ella. Ese siempre fue el plan. Cuando tuvo el pasaje en mano, se tomó una foto y la envió a la familia.

Al final del Ciclo Básico Común, a principios de 2019, le faltaba una nota para poder inscribirse en la carrera: un retraso en el sistema le impedía conocerla. Otra vez se preguntaba si habría pasado. Hasta que por fin supo que sacó 6 de 10. Podía inscribirse en la universidad.

Volvería a ser una estudiante de medicina. Volvería a comenzar.

Esa misma semana, luego de un viaje similar al que Nicole hizo, por tierra y aire, su hermana llegó a Buenos Aires.

Argentina se volvió un déjà vu para Nicole. En Buenos Aires aumentó la inflación y aumentó el dólar. Por ello comenzó a pensar que, de nuevo, tendría que emigrar porque donde estaba quizá tampoco había futuro. En ese caso, la carrera de medicina se hacía, otra vez, muy larga. Pero, de irse, deseaba hacerlo con un título. No quería volver a abandonar. Consideró estudiar una carrera más corta. Así que en marzo de 2020, a la par de medicina y sin dejar de trabajar, empezó a estudiar radiología.

Fue entonces cuando llegó la pandemia de la covid-19.

Cuando declararon la cuarentena en Argentina, el jefe de Nicole la llamó para preguntarle si seguiría trabajando. Ella le dijo que sí, que ahora más que nunca se necesitaba personal médico, que si le daban los implementos necesarios, ella trabajaría pese a los riesgos.

Durante los primeros meses, salía de casa hacia el trabajo usando una bata médica para evitar preguntas de la policía. La reconocerían como “personal esencial” para el Estado. Es decir, como alguien con permiso para circular. Con el pasar de los meses, tuvo que dejar de visitar a algunos de sus pacientes. Dejó de ver a varios para evitarles riesgos que comprometieran aún más su salud, en especial a aquellos inmunosuprimidos. Siguió visitando a los que necesitaban de alguien más y aquellos que tenían cuadros médicos menos complejos.

Esa reducción del volumen de pacientes mermó sus ingresos. La hermana se quedó sin empleo. Nicole le había enseñado nociones de enfermería, como su tía lo había hecho con ella mucho tiempo atrás, pero aunque a veces le salía algún trabajo ocasional cuidando a pacientes, Nicole asumió el grueso de los gastos de ambas durante varios meses.

Entre clases y asignaciones virtuales, caminando o pedaleando para ir a atender a algún paciente, Nicole a veces recuerda la escena que vio el día que se inscribió en la UBA. Un grupo de estudiantes junto a sus familiares y amigos celebraban echándose huevos, pintura y confeti. Festejaban que comenzarían su ejercicio profesional. Cuando Nicole se alejaba, corriendo porque debía regresar a trabajar, recordó aquello que le dijo su profesor cuando se inscribió por primera vez en la Facultad de Medicina en Venezuela: “Nicole, lo más fácil es ingresar. Ahora, lo difícil es salir de la universidad”.

 

 

Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Soy periodista y fotógrafo. Comencé leyendo diarios deportivos, quise escribir en ellos y terminé siendo parte de proyectos con un sentido similar al que ofrece el deporte: explorar la condición humana a través de las historias de la gente.

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