Karina se había ido a Barranquilla a buscar un sustento que no conseguía en Maracaibo. El 20 de julio de 2017 recibió una llamada de casa. Jean Luis, su segundo hijo, de tan solo 15 años, había sido asesinado de un disparo, durante unas protestas escenificadas en su urbanización. Esta historia, escrita por la narradora y periodista Milagros Socorro, es la primera de una serie sobre los seis venezolanos más jóvenes que perdieron la vida en las manifestaciones opositoras de 2017.
Ilustraciones: Ana Black
Es un desastre. Nada más despertar, el mundo se le viene encima. Ya sabe cómo es. Pasará el día pensando que es una pesadilla, que un día va a despertar y Jean Luis estará ahí. Pero ahora es justamente el momento en que todo vuelve a empezar y no puede quedarse en la cama un siglo, oyendo los ruidos de la casa y sintiendo cómo se enfrían las lágrimas en su lento viaje por las sienes. Ya la niña ha empezado a gemir. Si nadie viene a su lado apelará a un vigoroso berrido que Karina prefiere evitar. Es una de las grandes marcas del duelo: el abatido quiere silencio. Si por él fuera, viviría debajo del agua, donde no llegan voces ni ruido alguno y donde las lágrimas son invisibles, como el aire.
Por algo hay que empezar. Antes incluso de sacar a su hijita de la cuna, Karina se reserva unos minutos para recogerse el cabello y ordenarlo bajo un casco elástico, hecho con restos de medias panty. Es algo. Le da la sensación de que todavía puede controlar algo, poner algo en su lugar, ahorrarse una calamidad.
Camino a la cuna arrastra los pies. Le ha quedado esa maña. Es como si no tuviera la fuerza para levantarlos. No a esa hora, que es cuando le sobrevienen en ráfagas los horribles instantes que le confirman que no fue una pesadilla. O, en todo caso, que no despertará de ella.
Karina de Lugo tiene 36 años y cuatro hijos. Ahora, tres. Estaba en Barranquilla, Colombia, adonde había ido para emplearse como trabajadora doméstica, cuando recibió la llamada. Su madre intentó dar la noticia a plazos, pero la muerte trabaja sin piedad, incluso en la divulgación de sus estragos. No hubo manera.
—Mija, sucedió un accidente —dijo la señora por teléfono—. Yo le dije a Jean que no se fuera para donde el amiguito y se fue…
—Pero ¿qué pasa?, ¿qué pasa?
—Me fregaron al niño.
—¿Cómo que lo fregaron? ¿Lo golpearon? ¿Qué pasó?
Karina dejó el teléfono en manos de su hermana, de sus tías, que soltaban un grito y se lo pasaban como si el aparato fuera la pequeña jaula de una víbora. Una de ellas le dijo a Karina que a su hijo Jean Luis le habían dado un tiro, a lo que ella respondió a gritos que lo llevaran a un hospital.
—No, Kari —le dijo su hermana con voz suave—. El niño está muerto.
Esa misma noche emprendió camino a Maracaibo, su ciudad. La acompañaban su hermana, quien también emigró para emplearse en “casas de familia”, y sus dos hijas, a quienes llevó consigo cuando decidió irse a Colombia.
Fue el viaje más largo de su vida. El más desesperante, el más doloroso. Cuando finalmente llegó a casa, con la boca seca, los pies hinchados y los ojos como si se los hubieran rociado con limón, se detuvo un instante en la puerta. Quería absorber la presencia de su hijo, algo de él que todavía quedara vivo entre aquellas paredes. Un cierto temblor, un pequeño eco de su risa… Al fondo divisó a Enderson, su hijo mayor.
Le costó encontrarle forma a aquella figura fantasmal. Tenía la cara tapada con una toalla. Karina quiso abrazarlo, consolarlo, pero él le dijo: “No te puedo mirar a la cara, madre, ¿por qué lo dejé salir… por qué?”.
Karina de Lugo es su nombre de soltera. Nunca le han dado otro. Tenía 19 años cuando nació Enderson, quien ahora tiene 17 años. Ya hacía tiempo que había dejado los estudios, interrumpidos al terminar el noveno grado. Luego nació Jean Luis, quien tenía 15 años cuando cayó muerto en la calle, el 20 de julio de 2017, sin que todavía se sepa si la bala que lo mató salió del arma de un guardia nacional o de un atracador de los que pululaban esos días alrededor de las guarimbas.
Después de separarse del padre de Enderson y Jean Luis, Karina formó una nueva pareja, “que tampoco fluyó”, y tuvo a Alexandra, de 12 años, y a Camila, de uno, tras cuyo nacimiento no tardaría en separarse. Al aludir a los respectivos padres de sus hijos, Karina dice que a veces, en navidades, en el cumpleaños, quizá el día del niño, la ayudan con los gastos. “A veces…” y “ayudan”, como si fuera una concesión graciosa y no una obligación, como sí lo es para ella. La vida de Karina es así, de apenitas, de solamente, de poquitico.
Vive en la casa de su madre, ubicada en un barrio el sector Pomona, parroquia Manuel Dagnino, municipio Maracaibo, en esta ciudad occidental a orillas del lago. Además de una sala y un comedor, la casa tiene dos cuartos, donde deben arreglarse los residentes habituales más la familia que componen Karina y sus hijos. En algún momento, ella quiso construir una pieza aledaña, pero no pudo adelantar sino muy poquitico y nunca la terminó.
Las horribles imágenes acuden en tropel a su mente. Enderson le ha contado que, cuando vinieron a avisarle que a Jean Luis le habían disparado, él corrió hacia el puente Pomona, donde había caído su hermano. El camino se le hacía eterno y avanzaba sin respiro. Cuando llegó, todavía lo encontró vivo. Lo habían recogido y lo llevaban cargado. Alguien le dijo que le metiera el dedo en la boca para que no se ahogara en su propia sangre, pero no logró hacerlo. Había quien gritaba que había que llevarlo a un hospital, pero no había ningún carro por ahí. Ese día era el Trancazo Nacional, convocado por la oposición al gobierno de Maduro. Precisamente, los hechos ocurrieron en la alcabala de protesta. Los minutos seguían pasando. Optaron por llevarlo en andas al CDI del Pinar, que queda a media hora caminando. “Pero al llegar”, dice Karina, “ahí no había insumos para brindarle auxilio. Y yo no estaba aquí”.
Karina no estaba, pero Enderson le ha contado muchas veces que, cuando logró acercarse a su hermano, ya en el CDI (Centro de Diagnóstico Integral), Jean Luis no logró decirle nada, pero sí lo miró a los ojos con gran intensidad. Estaba agonizando, pero aun así lo aferró por la franela para acercarlo a su boca. “Como si hubiera querido besar a Enderson o decirle algo, no sé”.
Hicieron salir a todos, incluido Enderson, quien a duras penas se soltó de la mano sudorosa de Jean Luis. Pero al rato salió una doctora y negó con la cabeza. Jean Luis se había ido. “No había aguantado”, dice Karina y traga grueso. “El acta de defunción dice que la bala entró y salió. Yo lo que sé es que no hubo ambulancia, no hubo insumos para salvarlo y ahora tampoco hay culpables”.
Jean Luis Camarillo de Lugo nació en Maracaibo el 17 de mayo de 2002.
Estudiaba noveno grado e integraba el equipo de fútbol sala del sector Las Pirámides. No por breve, su biografía es menos explícita del país donde le tocó nacer, crecer y morir, precisamente durante las protestas opositoras de mediados de 2017, cuando la Circunvalación número 1 se convirtió en una de las vías más peligrosas de Maracaibo. A lo largo de la avenida, grupos de encapuchados, infiltrados en las actividades de protesta, tejían alcabalas para exigir peajes y asaltar a quienes pasaran en carro o en moto. Días antes del asesinato de Jean Luis, la prensa local reseñaba la peligrosidad del sector y los numerosos delitos que allí se cometían.
Por eso, y por una flagrante falta de investigación, la muerte del liceísta fue atribuida a diversas circunstancias que lo señalaron, incluso, de ser él mismo un atracador que quiso asaltar a un motorizado que venía armado… Poco plausible esta conjetura. Es más creíble la que ofrece la familia, con apoyo de vecinos y unos cuantos testigos. Jean Luis, quien había aprobado el primer y segundo años de bachillerato sin materias morosas, había reprobado algunas en el tercero. Mil dificultades lo habían arrimado al fracaso escolar: casi todos los días se iba al liceo sin desayunar; había empezado el año escolar con retraso porque no tenía el uniforme; en muchas ocasiones no podía cumplir con las asignaciones porque la familia no tenía el dinero que solían costar los materiales exigidos para su realización; el aire acondicionado y el ventilador de la habitación que ocupaban los hijos de Karina se habían dañado y no tenían posibilidades de adquirir los repuestos, de manera que pasaban noches asándose al calor de la hirviente Maracaibo; además, desde luego, de que los constantes apagones en esta ciudad petrolera no ayudan mucho que digamos al normal desenvolvimiento de las actividades estudiantiles. Este cuadro es el que había empujado a Karina a dejar a sus hijos adolescentes para ir a trabajar a Barranquilla, de donde venía cada dos semanas a traerles comida.
“Yo me desprendo”, es como ella lo llama. Se refiere a irse, a tomar la decisión de marcharse a otro país. Lo hizo cuando los pantalones les quedaban demasiados cortos a sus hijos. Sobre todo a Jean Luis, quien era el menor pero también el más alto. Para ese momento ya se había hecho costumbre que se fueran a la escuela sin haber probado bocado, pero fue el hecho de que a pesar de tanta privación aquellos cuerpos insistieran en crecer lo que movilizó a Karina a entrar en la casa de otra mujer para limpiar sus baños y su cocina.
Por eso, ella estaba ausente cuando el infortunio cruzó la noche para incrustarse en la parte baja de la espalda y salir por el abdomen de su hijo. Jean Luis había ido a la casa de un compañero de estudios para buscar unos apuntes; y ya de vuelta a casa quedó en medio de la disputa entre el motorizado gatillo alegre y los asaltantes/manifestantes. (La categoría asaltantes/manifestantes ha sido acuñada de la prensa venezolana, dada la ambigüedad de ciertos participantes). No son estas, por cierto, las únicas versiones de los hechos. Hay otras variantes, todas las cuales involucran: manifestantes — robo — armas en manos de civiles — notable entusiasmo para prodigar disparos sin mirar quién puede haberse atravesado en la ruta de los proyectiles.
—Hoy mi hijo cumple dos meses de muerto —suspira Karina un día de finales de septiembre—. Yo pienso y pienso… Hace dos años también hubo manifestaciones. Yo trabajaba en La Limpia y vi tantas cosas que pasaron, muchachos presos, horribles maltratos de la guardia nacional y de la policía, injusticias de todos los tamaños, y eso quedó así. Ahora, igualmente, eso va a quedar así… Y sigue el mismo Presidente mandando. Sigue la escasez de comida y la gente muerta. Sigue el país en la misma desidia, y veo que el Presidente tiene el guáramo de sentarse a hablar… Yo me lo quedo mirando en la pantalla del televisor. Quisiera tenerlo en frente para decirle: ¿Cómo puede usted decir que no está pasando nada? Puede haber mil muertos y usted sigue diciendo que estamos bien. ¿A quién va a engañar? Si los venezolanos somos los que estamos viviendo el hambre y la escasez.
“¿Vos sabeís qué quisiera yo?” —sigue—. “Que Dios me concediera tener a Maduro de frente un minuto para hacerle una pregunta. Quizás no me la responda, quizás me maten, no sé. Creo que el minuto no me alcanzaría. Empezaría por preguntarle: ¿Qué tiene en la cabeza? Mi mamá era chavista. Y cuando estaba Chávez decía: ‘Yo soy chavista. Chávez roba, pero también ayuda mucho al pueblo’. Porque nosotros tenemos familiares a los que él les dio vivienda y ayudó con pensiones. Yo no gozo de Madre de nada, ni mi mamá tiene pensión. De hecho, sufro de miopía y astigmatismo, y me hice una cirugía hace años en la Clínica de Ojos, y ahorita no puedo ni ir a una consulta. Si no trabajo, no como, porque aunque soy madre soltera, no he tenido la suerte de recibir una ayuda. Vamos a poner que Maduro no tiene la culpa, porque la economía venía nadando desde que estaba el difunto. Pero, coño, entregue la Presidencia. Deje que venga otro a ver si nos hundimos más o nos levantamos. Por favor, la gente se está muriendo de hambre y él sigue ahí diciendo ‘estamos bien’”.
Después de aquel viaje de 12 horas con un pañuelito pegado a la cara, cuando cruzó la frontera entre dos países y entre tener un hijo adolescente que sueña con ser futbolista y ser la madre de un muchacho muerto, Karina no ha regresado a Barranquilla. Ya no sirve en casas ajenas. Ahora hace viajes a Maicao, población colombiana relativamente cercana a Maracaibo, llevando carne para vender. Es lo que se llama contrabando de extracción. Los precios controlados de la comida en Venezuela la convierten en mercancía de fácil venta en el país vecino.
En cuanto a Enderson, no ha ido más a las prácticas de fútbol. “Dice que no tiene fuerzas. Dice que prefiere trabajar para sacarme adelante. Dice que no quiere estudiar. Dice que mejor me ayuda con esas bolsas tan pesadas que me llevo a Maicao.
Dice que él tenía que haberle prohibido salir. Dice que él le dijo una sola vez que no saliera, pero no insistió. Dice que tenía que haberse parado fuerte como el hermano mayor que es. Y yo le digo que si yo hubiese estado aquí, igual hubiese pasado lo que pasó, porque uno a veces no ve el peligro”.
Con investigación de Estefanía Reyes.
Esta historia forma parte de la serie Eran solo niños, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap) y el apoyo de El Pitazo
Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).
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