María Corina Muskus, abogada egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, quería estudiar una maestría en la American University, en Washington. Vendió todo lo que pudo para pagar la parte de la matrícula que no cubría la beca que obtuvo. Se fue, pero estando allá, se sintió abrumada. Otras migrantes le tendieron la mano. Entonces ella quiso ayudar a muchas otras.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
María Corina Muskus llegó a Washington, en septiembre de 2015, a cursar una maestría en leyes, derechos humanos y género en la American University. Estaba feliz. Tres años antes, se había graduado de abogada en la Universidad Católica Andrés Bello y, aunque estudiar en otro país era algo que siempre había querido, la ciudad le resultaba abrumadora.
Contactó a su amiga Vanessa, una venezolana que vivía allí, y un día, caminando con ella por el Lincoln Memorial, se desahogó. Le contó que se sentía ansiosa, que extrañaba a su familia y al novio que dejó en Caracas. Era mucho lo que había tenido que hacer para cursar esa maestría. Vendió todo lo que pudo —su carro, buena parte de su ropa— para reunir dinero. Tenía una beca que cubría la mitad de la matrícula y necesitaba pagar el resto. En Estados Unidos se quedaba en la casa de un tío, lo cual le permitía ahorrar gastos; pero con los dólares que pudo juntar, solo le alcanzaría para la manutención de unos seis meses. Tenía que generar ingresos para poder mantenerse el resto del año, además de pagar la parte de la matrícula que no cubría la beca.
Entendiendo cómo se sentía, su amiga Vanessa le contó que cuando ella llegó a Estados Unidos tampoco tuvo las cosas fáciles. Se ofreció a apoyarla. Le dio algunos consejos para que pudiera ahorrar algo más de dinero: le dijo, por ejemplo, que tomara siempre el bus, que era la opción de transporte menos costosa; y le explicó cuáles eran las rutas que más le convenían. Escuchándola, María Corina se sintió más calmada.
La experiencia de otras, le quedó claro, podía serle muy útil.
Unos meses más tarde, en pleno invierno, ya a comienzos de 2016, María Corina tenía jornadas para las que no parecían alcanzar las horas. Se levantaba temprano, tomaba un bus que, tras una hora de camino, la dejaba en la universidad. Allí asistía a clases desde las 9:00 de la mañana hasta las 2:00 o 3:00 de la tarde. Comía apresuradamente un sándwich, para después trabajar, hasta las 7:00 u 8:00 de la noche, como asistente de un profesor de la universidad que investigaba casos de tortura; era parte de una beca que consiguió por su buen rendimiento académico. Al salir, aprovechaba para ir a la biblioteca a estudiar. Solía irse de la universidad a eso de las 10:00 de la noche, cansada, con sueño. Pero, al llegar a casa, tomaba una ducha caliente, cenaba, y otra vez se sentaba a estudiar.
Vencida por el trajín del día, caía rendida hacia las 2:00 de la madrugada.
Aunque a veces se sentía abatida, disfrutaba las clases. Sobre todo las de la profesora Macarena Sáez, su mentora, en las que abordaban teorías feministas, un tema que a Maria Corina le interesaba mucho. En esas aulas había descubierto un mundo de ideas al que no había tenido acceso ni siquiera cuando cursaba su carrera de derecho en Caracas.
En una de esas clases, la profesora les habló de Atlas Women, una comunidad global de mujeres abogadas que compartían oportunidades de trabajo y estudio como una forma de apoyarse. Y María Corina, con el recuerdo fresco de sus primeros días en una ciudad desconocida, comenzó a pensar en cómo dar forma a una iniciativa similar para las migrantes venezolanas que han salido en los últimos años de su país, tratando de ponerse a salvo de una crisis económica cada vez más acentuada.
En diciembre de 2016 entregó la tesis y terminó la maestría. Unos meses más tarde, comenzó a trabajar en el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional, allí mismo en Washington. Después, ganó la Beca Rómulo Gallegos, dirigida a jóvenes abogados de los países miembros de las Organización de Estados Americanos, por lo que empezó unas prácticas profesionales remuneradas en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Era el trabajo soñado para cualquier abogado que quisiese dedicarse a esa área: María Corina veía los resultados de su esfuerzo. Con lo que le pagaban, pudo permitirse algunos gastos que antes eran impensables, como salir a comer en restaurantes con sus amigas o alquilar un apartamento para ella sola.
En esos meses, no dejaba de leer sobre feminismo, porque pensaba que allí encontraría las claves para darle forma a su idea de ayudar a otras migrantes venezolanas como ella.
Las prácticas en la CIDH duraron hasta diciembre de 2017, cuando María Corina se mudó a Ciudad de México. Allí se reencontró con el novio que había dejado en Venezuela. Como él no tenía sus papeles en regla, acordaron que ella buscaría un empleo en su área en México. Y lo encontró en la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos, una organización no gubernamental, donde comenzó en febrero de 2018.
México le permitió a María Corina vivir el feminismo desde una perspectiva diferente. Para ir a alguna reunión, por ejemplo, siempre debía hacerlo en taxi, porque su jefa le había dicho que en el metro acosaban a las mujeres. Ella misma había leído informes sobre mujeres desaparecidas; sobre cifras según las cuales del total de los asesinatos que ocurren en ese país, 25 por ciento son por violencia de género; que por el conocido caso Campo Algodonero —llevado adelante por los familiares de ocho desaparecidas— México fue el primer Estado de América Latina en ser condenado por femicidio en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Por todo esto, ella pensaba que tenía mayor sentido ayudar a otras migrantes a hacer frente a situaciones en las que eran muy vulnerables.
En abril de 2018, María Corina y una de sus amigas crearon un grupo de Facebook para que las mujeres pudiesen compartir información sobre migración, ofertas de empleos, oportunidades de estudios. Querían que fuese similar a la iniciativa que su profesora de la maestría les contó en clases: le pusieron por nombre Venezolanas Globales. Por videoconferencia, María Corina explicaba a sus amigas lo que podían ofrecer: ayudar a las venezolanas en esos primeros días cuando migran a otro país, tal como la ayudaron a ella en 2015.
Poco a poco, al grupo se fueron sumando venezolanas en Nueva York, Londres, Bogotá, Quito: compartían información sobre trabajos en esos países y mensajes de concientización sobre la xenofobia que vivían las migrantes. El grupo, poco a poco, iba creciendo: las que ya estaban sumaban a otras, y estas a otras.
De esa comunidad de 2 mil 300 integrantes, María Corina conoció muchas historias que le indicaron que iba por el camino correcto. Historias como la de Génesis Hung, una abogada en Perú que, a partir de talleres de escritura, hizo un libro de historias sobre migración para niños. O la de Niurka Meléndez, quien se encargaba de brindar apoyo legal migratorio a sus paisanos en New York. Las razones que llevan a una venezolana a ser parte de esa comunidad son variadas: a Paola Albornoz, quien vive en Argentina y llegó hasta allí sin su familia, estar en contacto con gente de su país, así fuese solo desde la virtualidad, le permitió sentirse menos sola. Vanessa Castillo, residenciada en Escocia, quería involucrarse en una labor altruista a favor de Venezuela. En 2020, la iniciativa de Facebook recibió un reconocimiento de Refugees International, una ONG encargada de prestar asistencia a refugiados y migrantes.
El grupo de Facebook se extendió a otras redes sociales con el propósito de lograr una mayor difusión y ahora tienen un sitio web propio, un canal en YouTube y una cuenta en Instagram. Tienen 25 embajadoras en 13 ciudades del mundo. Allí organizan talleres presenciales y virtuales sobre emprendimiento, administración y finanzas, ayuda psicológica, salud sexual, y cualquier tema que sea útil para las muchachas donde quiera que se encuentren. Cada dos meses, se reúnen para compartir las experiencias del trabajo que han desarrollado.
Ya cuentan más de 200 encuentros virtuales y presenciales realizados alrededor del mundo, y 800 migrantes venezolanas que han sido beneficiadas.
Han pasado más de seis años desde que María Corina llegó a Washington, llena de ilusiones pero también de dudas. Una mañana de febrero de 2022, pasea con Patilla, su perra, por las calles de Toronto, donde vive desde septiembre de 2021. Cuando estaba en México, aplicó a una beca para cursar una maestría de investigación en género y derecho en la Universidad de York. Al saber que había ganado la beca, se mudó allí junto al novio con el que se reencontró en México y que ahora es su esposo.
Aprovecha la caminata para ultimar los detalles de un próximo encuentro en el que 56 venezolanas, desde 10 países distintos, se reunirán para aprender sobre teorías feministas en un lenguaje accesible. Sabe que tiene por delante una jornada llena de actividades —entre ellas sentarse a escribir su propuesta de tesis sobre el movimiento Me Too en México y Venezuela y trabajar en la planeación de objetivos de Venezolanas Globales para este año 2022—, pero se siente tranquila al saber que por fin su deseo de ayudar a otras mujeres ha encontrado una forma de hacerse realidad.
Esa sensación le basta para asumir, sin que le pesen, todas las responsabilidades que tiene por delante. Como cuando estudiaba en la American University, pero ahora desde un lugar en el que puede ver el camino andado.