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Esa sensación de culpa que acompaña al que no está

Sep 10, 2022

Cuando su abuela murió en Venezuela en medio de los apagones de marzo de 2019, él estaba muy lejos, en México, donde vivía. No pudo despedirse de ella. A un año del fallecimiento, justo en los primeros días de la pandemia de covid-19, Sócrates Ramírez, profesor e historiador, se aferró a sus historias personales como una forma de sobrellevar el encierro. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

«No me duele la nostalgia de mi país», escribía Louise Michel, «me duelen mis muertos». Puede llevar tiempo extrañar a nuestros muertos. Su ausencia va cavando un surco invisible, y, un buen día, mucho después de su desaparición, nos decimos: «Entonces es verdad, he podido vivir sin ellos».
Leila Slimani, El perfume de las flores de noche
 

De todos sus nietos yo fui el único que siempre la llamó Nana. La Nana. Para los demás, era Mamá Pancha. Nunca alguna voz me ha dicho “Mi vida” como la de ella. Entre los dos no existió una intimidad similar a la que tuvo con mis hermanos, pero de ningún modo La Nana fue un personaje periférico en mi vida. Cuando regreso a mis recuerdos de niño, ella no aparece bajo la típica estampa de la abuela protectora que sienta al nieto en el regazo para darle de comer, o que lo protege de las recriminaciones de unos padres inexpertos. Todo eso vino después, con los más pequeños. 

Yo, en cambio, la vi en aquellos años como una figura rígida e independiente, únicamente presa de temores maternales cada fin de semana cuando mis tíos se entregaban al alcohol y desaparecían. Solo después de que me hice adulto logramos una relación que se reconoció en la ternura. 

Una noche abrí una libreta nueva y escribí algunas notas sobre mis recuerdos del día en que La Nana murió. Los feché durante el primer aniversario de su muerte, cuando apenas empezaba la pandemia de covid-19. Yo contaba 26 días sin Lalo (acabábamos de terminar nuestra relación de pareja) y 13 días encerrado por el confinamiento. Por aquel entonces mucha gente presumía su lista de recomendaciones sobre las mejores formas de fingir la vida en la prisión de la casa. Yo empecé a distraer mi despecho y el encierro tejiendo historias. Mis historias. Nada más que eso me ayudaba a sentirme un poco libre.

La Nana nació en El Callao, estado Bolívar, en el sur de Venezuela, el 10 de noviembre de 1943. Solía alimentar mi afán de historiador estableciendo equivalencias entre las circunstancias del mundo y la aparición de mis afectos en él. Así, empecé a asociar el nacimiento de mi abuela con la Reforma Petrolera de Medina Angarita, con el país que todavía se sacudía los resabios de la dictadura, mientras todo era tocado por la guerra. 

Ella fue la tercera de una seguidilla de 11 hermanos. Sus papás quisieron ponerle Panchita, pero en el registro civil le impusieron Francisca porque, según dijeron, Panchita no era un nombre. Desde que se fueron a Ciudad Bolívar nunca más volvieron a las minas de El Callao. Yo no lograba entender cómo alguien podía pasar el resto de su vida sin pararse otra vez sobre la tierra en que nació. 

Y ahora me miro aquí, lejos de la mía.

Casi siempre mi abuela vivió sola, se atendía a sí misma, y obraba según la consigna de que la dignidad obliga a nunca quedarse sin dinero. Ella llegó hasta 4to grado, pero tenía una caligrafía increíble. La suya era de esas historias donde los hermanos mayores tenían que salir a trabajar temprano para alimentar a la prole numerosa de sus padres. Siempre nos hablaba de los almacenes de ropas y telas donde la empleaban, y del recorrido, a veces a pie, que hacía desde La Sabanita hasta el centro, frente al Orinoco, a lo que ella llamaba la ciudad. 

Mi abuela se divorció para librarse de los abusos y los golpes de un marido a quien mamá con esfuerzo reconoce como su padre y al que nosotros nunca llegamos a querer. Y, aunque sus hijos no tuvieron que repetir su suerte, por años La Nana solo tuvo para ellos la imagen diaria de su cuerpo cansado de limpiar pisos y la estricta disciplina del quehacer doméstico los fines de semana. Pocas veces un mimo, un abrazo, un te quiero. 

La primera vez que entré a una universidad fue porque La Nana me llevó. Seguramente terminaban mis vacaciones e íbamos a la feria estudiantil a comprar cuadernos para el año escolar que estaba por comenzar. Cuando se separó de su marido, mi abuela siguió un largo periplo de suplencias hasta conseguir un puesto como aseadora en el Núcleo de Bolívar de la Universidad de Oriente. Al llegar encontramos los edificios vacíos y caminamos mucho. 

—Nana, ¿dónde queda tu oficina?

 Abriendo la puerta amarilla de un trastero, me dijo: 

Aquí, mi vida, aquí queda mi oficina. 

Entonces se cambió de ropa, sacó los cepillos y el aserrín, y nos pusimos a limpiar. 

A través de La Nana tuve mis primeras nociones de la muerte y el duelo.

La madrugada del 12 de octubre de 1991, su hijo Joaquín murió en un accidente de tránsito en la entrada de Ciudad Bolívar. Según la memoria familiar, tuvo una muerte instantánea. Yo no recuerdo casi nada de la forma cómo aquella noticia debió estremecer a mi familia, disolver a mi abuela, partir a mi mamá, pero viví los coletazos que duraron años. A veces viene como destello un tiempo sin contorno en el que evoco a La Nana vestida de negro. 

Ella, que lamentablemente no cultivó un patrimonio fotográfico, tuvo especial interés en proteger las imágenes de todo el funeral de su hijo: guardaba álbumes en los que estaban las fotos de mi tío dentro de la urna, con sus algodones en la nariz y una excoriación en la barbilla. 

Según la costumbre, La Nana hizo construir una capillita —así le llamábamos— a un lado del sitio del accidente. Era un nicho de cemento recubierto con la cerámica crema que usamos en mi casa para levantar los mesones de la cocina

En ciertas fechas fijas —el cumpleaños de mi tío, el aniversario del accidente, el Día de los Muertos, tal vez Navidad— llevábamos a mi abuela al cementerio y después a la capillita. Guardo tres sonidos inolvidables de aquellas visitas: el de La Nana cuchicheando su dolor y su oración, el del viento golpeando las enramadas, las guamas secas, y el que hacían las lagartijas moviéndose entre el pajonal.

Yo no viví con mucha conciencia la etapa cuando buscó en la brujería el contacto con su hijo muerto, pero sí la época en la que la soledad y un ladrón que llegó de noche hasta su cuarto mientras doblaba ropa la persuadieron de dejar su casa. A cuatro calles de la nuestra compró una en la que antes se había suicidado un hombre.

Hubo dos cosas que se gestaron desde entonces y que acompañaron a mi abuela hasta el día de su muerte: un catolicismo que podía llegar a ser fastidioso, y una propensión hipocondríaca a la automedicación, que para muchos en mi familia explica el origen del cáncer de páncreas que la mató. 

Precisamente en un instante de esos, donde todo parece estancado y a la vuelta la vida se altera con una sucesión de carambolas, vi a La Nana por última vez. Fue en la Navidad de 2017, en Mérida, a donde mi mamá se la había llevado una temporada. 

Compartimos 12 días. No llegué a tiempo para verla hacer hallacas, pero mamá documentó sus esfuerzos. Todos los días se parecían: desayunábamos los cuatro en la cocina, La Nana tomaba el sol mientras yo leía, almorzábamos y después dormíamos la siesta. Por la tarde, merendábamos pan con el café que hacía Ulises, mi hermano. Casi todas las noches había cortes eléctricos y llovía. En ese orden. No al revés. Perdí las notas de ese viaje cuando se dañó la computadora portátil que tenía, pero no me libero de un instante que escribí: escuchar en medio de la casa oscura los ronquidos de mi abuela acompasados con el motor de la nevera. Su último ruido para mí.

El día en el que La Nana murió yo estaba en Puebla. Inventaba la felicidad con Lalo, que terminó siendo un falso amor. Esa madrugada fuimos al aeropuerto de Ciudad de México a recoger a un amigo que hizo Lalo durante su temporada de trabajo en Costa Rica y que venía a pasar el fin de semana con nosotros. 

Cuando llegamos a Puebla, aún era muy temprano. Dimos vueltas por el centro durante la mañana. Al mediodía, estábamos exhaustos y fuimos al hotel a dormir un rato. Desperté primero que ellos y cuando entré al baño me quedé viendo la luz que entraba por dos grandes claraboyas. 

Poniendo en paralelo nuestras rutinas en Puebla luego pude calcular que, mientras yo descansaba, mientras cruzábamos callecitas para decidir dónde y qué comer, mientras discutíamos sobre la mejor mesa para sentarnos, la vida de La Nana se estaba apagando. 

A veces, esa simultánea matemática del dolor me apacigua.

A las 4:00 de la tarde, decidimos comer en un restaurante en los arcos del Zócalo. No recuerdo lo que pedí, tan solo el olor de la salsa verde sobre la mesa. Entonces me llamó Sharly, mi hermana: 

La Nana murió, sabes. 

—¿Cuándo? 

—Ahorita, hace 20 minutos. Mamá acaba de avisarme. 

Cuando conecté el móvil, entró el mensaje de mi mamá. 

Lalo notó que algo pasaba, pero yo logré contenerme y seguir comiendo. Los espacios que recorrimos al terminar de comer se vuelven fugaces. Viendo la tarde sobre el templo de San Francisco pensaba que esa luz sobre la fachada era el residuo de la última luz que tal vez vio La Nana. 

No sé cómo, pero esa noche salimos a cenar. Me tomé dos tarros de cerveza, quizá tres, y comí. Mientras una banda tocaba, lloraba a mi abuela. Lloraba mi distancia, mi dolor, y esa maldita sensación de culpa que acompaña al que no está.

La Nana murió en el Hospital Militar de Ciudad Bolívar a las 6:20 de la tarde del viernes 29 de marzo de 2019. Terminaba ese fatídico mes de prolongados apagones eléctricos en Venezuela. Nunca he hablado con mamá sobre esos minutos. No he sido capaz. Los conozco a través de Sharly, de quien quizá me dolía menos escucharlos. 

La Nana temía morirse. Pedía que estuviesen con ella, que no la dejaran sola, quería sentir el calor de unas manos sobre sus huesitos forrados. Mi mamá, sin soltarla, se le acercó a la cara, le agradeció, le dijo que en toda su vida la había hecho muy feliz, que no tuviera miedo, que no estaba sola, y así, poco a poco, se fue quedando dormida. 

Se fue la electricidad cuando recogieron su cuerpo. 

Se fue la electricidad cuando llegaron a la funeraria. 

Así es este tiempo donde la muerte digna a veces parece un imposible. 

Un día me dio por empezar a anotar palabras y expresiones que solo La Nana usaba, o por revivir pequeñas prácticas que la definían: rezar en susurros a la orilla de la cama, arroparse los pies con una toalla verde, doblar la ropa interior en bolitas, o preguntarme: “Mi vida, ¿estoy careta de pintura?”, para saber si no se había excedido con el maquillaje. 

He sustituido el dolor de unos espacios vacíos de ella por recuerdos como estos, que terminan por convencerme de que los vivos y los muertos somos escenas, pequeñas películas veloces que se reproducen a su antojo cuando somos capaces de escribir y cuando no, regalándonos trozos de unas vidas ya idas. 

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Soy historiador venezolano y resido en Ciudad de México. Sigo viviendo de destrezas entrenadas en mi infancia: leer, escribir, cocinar y montar bicicleta. Hago fotos que acompaño con textos de otros, a veces míos.

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