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La llamada en el borde de una frontera

Jefferson Díaz | 5 dic 2018 |
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Alfredo es un venezolano que, partiendo desde Caracas, llegó a Quito con esposa e hijo. Viendo cómo se agotaban los recursos de los que disponía para mantener a su familia, sin tener que acudir a las redes de ayuda a migrantes venezolanos en esa ciudad, aplicó a un empleo que lo puso a esperar una llamada. La historia, escrita por Jefferson Díaz, completa la publicación de las tres finalistas del Premio Lo Mejor de Nos

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Corre, corre todo cuanto puede. La entrevista es en 15 minutos y no calculó bien el tiempo que le tomaría ir caminando desde su casa hasta el lugar del encuentro. Es una oportunidad de trabajo que está cocinando desde hace tres meses y no puede perderla. Menos cuando en su billetera guarda un pequeño papel con la lista de todas las personas a las que les debe algo. Es un recordatorio de la solidaridad y de la comprensión de aquellos que pasaron las mismas dificultades que él.

Que el sudor no le preocupe: es síntoma de lucha. De todos modos, antes de entrar con el entrevistador pide un momento para ir al baño y se seca con el pañuelo que siempre carga en el bolsillo trasero. Es una tradición que le enseñó uno de los novios de su mamá para no perder la caballerosidad. También se echa un poco de la colonia de bebé que le quitó a su hijo esa misma mañana para no oler a cansancio y derrota.

—Veo que tiene experiencia en el área, ¿cuáles serían sus fortalezas y debilidades? —le pregunta una señora con marcas de cigarrillo entre los dedos índice y medio de su mano izquierda, que debe rondar los 40 años.

—Tengo la capacidad de trabajar en equipo, soy muy perfeccionista y no me importa trabajar sin descanso hasta sacar el proyecto. Creo que esa es mi debilidad: me sumerjo demasiado en lo que hago.

Es una respuesta elaborada hace decenas de entrevistas que tuvo en Venezuela. Con cacofonía incluída.

—Listo, seguiremos con el proceso de selección y, si queda, lo llamamos —sentencia la señora mientras se levanta de su asiento y le da la mano.

Tenía la esperanza puesta en que ese mismo día lo iban a contratar. A pesar de todos los contactos con los que habló, de todos los esfuerzos para enviar su hoja de vida y las referencias que pidió, reafirma que no hay nada seguro en el camino del migrante y menos cuando se busca la estabilidad.

Ya no tiene por qué correr. Puede regresar caminando hasta su casa. En todo caso, no le queda de otra, ya que solo tiene 50 centavos en su bolsillo y debe estirarlos hasta que pueda cobrar los trabajos como freelance que no le han pagado.

Cuando llegue al parque que está a dos cuadras de su casa, podrá descansar un poco y reflexionar acerca de todos esos consejos que —solicitados o no— le han dado sobre la responsabilidad, la madurez y el futuro.

“¿Quién me mandó a ser periodista?”. “Debí haber estudiado medicina o algo con números”. “¿Y si regreso a Venezuela?”. “¿Cómo seré capaz de alimentar a mi familia este fin de semana?”. “¿Será que el mundo se equivoca y yo estoy en lo correcto?”.

Pensamientos vagos que se acumulan en su mente cuando se sienta en una banca del parque rodeado por árboles y un pequeño columpio en el centro. Varios niños se pelean por usarlo mientras sus padres se reúnen bajo un ciprés para discutir el último partido de fútbol o la actualidad política de la mitad del mundo. La tertulia termina cuando un señor vestido con una bata naranja, empujando un carrito con dos termos grandes y una cesta llena de pan dulce, llega al parque y ofrece un vaso de morocho —bebida típica de Ecuador— y un pan caramelizado por 50 centavos. Los niños corren hacia sus padres pidiendo dinero para luego hacer una pequeña fila donde recibirán su cierre perfecto de una tarde de juegos.

Mete la mano en su bolsillo y siente la única y solitaria moneda que lo llena. Piensa que a su hijo le encanta el morocho y no hay nada mejor que su sonrisa. Se levanta con determinación y pide uno. Se queda sin dinero, pero con la certeza de que al llegar a casa recibirá la recompensa de esa carrera hasta la entrevista, del sudor en su frente y de la lucha (con su incertidumbre) hacia la estabilidad económica: la sonrisa y el abrazo de su hijo.

 

Hace seis meses conocí a Alfredo. Recién llegaba de Caracas en uno de esos autobuses que inundan todos los días la terminal terrestre de Carcelén en Quito. Su viaje había comenzado hacía tres días en la avenida Fuerzas Armadas, donde despidió a su mamá y hermano menor en el terminal de Ruta de las Américas: “Nunca olvides que tu fortaleza no se debe disminuir ante las adversidades, debe crecer”, le susurró al oído su madre mientras se limpiaba las lágrimas en su hombro. Después de Colombia y Perú, Ecuador se ha convertido en el país que más venezolanos ha recibido desde que se acrecentó la crisis social y económica de Venezuela. Unos 5 mil cruzan la frontera desde Ipiales (Colombia) hacia Tulcán (Ecuador) todos los días; muchos continúan su viaje a pie o en autobús hacia Lima o Santiago de Chile; otros tantos hacen vida en Quito, Guayaquil, Cuenca o Riobamba.

Para Alfredo el plan era sencillo: vivir de los ahorros unos tres meses, conseguir un alquiler barato, meter hojas de vida en cualquier tipo de trabajo y enviar algo de dinero para Caracas. El título de periodista quedó colgado en su cuarto, y los únicos papeles que se trajo determinarían su habilidad para escribir y encontrar historias, pero también, para marcar la fuerza de sus decisiones: estaba dispuesto a trabajar en lo que se consiguiera, con el impulso de tener a su lado a su esposa e hijo.

Y trabajar en lo que sea fue lo que consiguió. Primero, un trabajo como bodeguero en una tienda de artículos chinos. Ahí la encargada le encomendó el inventario y orden de todas las cajas de mercancía que llegaban a diario. ¿Sus herramientas? Una faja para la espalda y una carretilla oxidada con una rueda tambaleante. Por tres días clasificó cajas, movió estantes y persiguió a las ratas que se colaban por las paredes para morder el plástico o la ropa. “¡Eres bueno! Mañana te enviaré a otra de mis tiendas para que trabajes ahí”, le comentó Xiu Li, la dueña de cinco tiendas en Quito, quien había recibido buenas referencias de la jefa de Alfredo. El otro almacén tenía el doble del tamaño, y Alfredo contaba con las mismas herramientas. Solo duró una semana allí. Al no llevar el mismo ritmo de trabajo que había demostrado inicialmente le dijeron: “Oye, ¿qué te pasó? Ya no rindes igual. Gracias por tus servicios”.

Luego vino el trabajo en un call center. Una actividad más calmada. Mientras mantuviera su trasero pegado a la silla, el micrófono y auricular activo, y atendiera las llamadas sin inconvenientes, le pagarían a la semana y podría acumular algo de capital para no tener que preocuparse por pañales o comida por un buen tiempo. No contaba con que su supervisor era de aquellos que trata a sus empleados como cerdos. “Las necesidades no disminuyen tu dignidad. Nunca, sea en la situación que sea, permitas que te traten como un sujeto sin identidad”, le había aconsejado su abuela cuando comenzó el bachillerato. Con esas palabras en su cabeza se enfrentó al supervisor para decirle que el respeto y la educación son derechos inalienables. Ese mismo día lo despidieron sin derecho a réplica.

La desesperación bordeaba los recovecos de la nevera. Una mañana se despertó y solo contaba con una zanahoria, dos papas, una lechuga y tres huevos. Entonces recordó que un compatriota necesitaba ayuda para vender hamburguesas en varios puntos de la ciudad. Salió de inmediato a buscarlo y se encontró con que “el de las hamburguesas” había decidido cambiar de ramo: ahora se dedicaba a cambiar dólares por bolívares a través de transferencias.

Alfredo entra a su casa y su hijo está jugando con la escoba. Su esposa prepara unas lentejas con arroz y le pregunta cómo le fue. No le responde. Muchas veces en los silencios están las mejores respuestas. Lleva en la mano derecha el morocho, y en una bolsita el pan dulce. Deja el bolso en la silla, se quita la chaqueta y sienta a su hijo en sus piernas mientras saborea cada una de las sonrisas que comparten. Mañana será otro día de levantarse temprano y buscar, en el directorio de su memoria, a quién podrá escribirle o cómo podrá buscar un empleo. Por los momentos, su casa se llena de un olor a especias y sazón. Su esposa le pide que se dé una ducha mientras está lista la comida. “En lo que salgas, me ayudas a montar la mesa”.

Se quita la ropa como quien se deshace de un peso incalculable. La espalda la tiene tensa y las yemas de los dedos están descamadas. Parece una serpiente que cambia de piel. Es el estrés. Desde pequeño ha sufrido de esas mudas de piel cuando se enfrenta a escenarios inciertos. Mientras la ducha Corona calienta el agua, se pone a llorar. Llora por el cansancio, por lo que pudo ser y por la nostalgia de aquello que dejó en Caracas.

No hay suficiente jabón en el mundo para lavar cada una de las experiencias que va dejando la adultez. Atrás quedaron esos días cuando su única preocupación era resolver las asignaciones de matemáticas y pedirle a su mamá que le cocinara unas arepas rellenas con Diablitos para la cena. Mientras busca la toalla para secarse, su esposa le pregunta si quiere jugo de melón o de guayaba, frutas que una vecina les regaló hace dos días después de que decidió mudarse para Perú: “Allá las cosas están mejor. Aquí no hay trabajo, y no quieren a los venezolanos”. No sabe si creerle o se deja llevar por el consuelo general de que la mayoría de los ecuatorianos también están buscando trabajo. Quiere aferrarse al espejismo de que si no lo logra aquí, ¿por qué habría de lograrlo en otro lugar?

—¡Vamos, tenemos que inventarnos una! —le dice su esposa mientras comparten la mesa. Ella, con sus ojos marrones y su cabello negro ensortijado. Con esa piel chocolate que lo enamoró hace cinco años.

—¿Qué tienes en mente? —le pregunta.

—Podemos conseguir algo de dinero vendiendo la computadora y mi celular. Luego nos ponemos a vender yogures o tortas en la calle —plantea ella decidida, mientras le quita de las manos al niño un potecito de vinagre y otro de picante que usan para echarle a las lentejas.

—Me parece buena idea —responde él, no tan convencido.

Al día siguiente, lleva en un bolso la computadora que se compró hace diez años con su liquidación por cinco años de trabajo en un periódico, y el celular de su esposa. Se va al centro comercial Montufar, en el sur de Quito, conocido por sus tiendas de dudosa reputación y por sus vendedores gavilanes que no dejan pasar una oportunidad para comprar y vender artículos electrónicos de segunda mano.

“Por todo te doy 40 dólares”, le dice el quinto vendedor al que le ofrece los productos. Ha sido la mejor oferta. En su mente se dice que eso no puede ser todo, que lo están estafando, pero también sabe que debe comprar comida, que debe multiplicar ese dinero de alguna forma, y termina aceptando el negocio. Quisiera transformarse en Jack, que al vender la vaca de su madre por tres habichuelas, recolectó una gran fortuna después de mucho esfuerzo.

 

Los encuentros entre Alfredo y yo han sido espaciados en estos seis meses. A veces una reunión para tomarnos un café, comernos un dulce o pasear por el parque con su esposa e hijo. Siempre mantenemos contacto por mensajería de texto, donde le pregunto acerca de su progreso en la búsqueda de empleo y cómo hace para mantener el pago de la renta y demás menesteres. Es perseverante, pero a la vez tosco. Me queda claro que hará todo lo posible para mantener a su familia, luchando contra el orgullo.

Me cuenta que ha contactado a varias organizaciones no gubernamentales establecidas en Ecuador para ayudar a los venezolanos migrantes. Una de ellas, “Chamos Ecuador”, mantiene un refugio al norte de Quito para darle cama y comida a todas esas familias que llegan sin un centavo. También hay voluntarios que se han organizado para darles alimentos, asistencia médica y legal a centenares de personas que pernoctan al aire libre en el terminal terrestre de Carcelén, porque no tienen cómo pagar un hotel o el boleto que los termine de llevar a su destino final.

“Ahí tengo sus contactos. Me da mucha pena tener que parar en un refugio o en un sistema de ayudas. Mientras pueda caminar con mis dos pies y cargar con mis dos manos, todo lo obtendré por gasolina propia”, me comenta al mismo tiempo que observo en sus ojos las ojeras de noches sin dormir. Los venezolanos en el exterior, al menos los recientes, a pesar de todas las organizaciones nacidas desde la migración forzada, aún no hemos pulido esa rueda de solidaridad y apoyo entre compatriotas, pero somos expertos en escuchar y comprender lo que nuestro gentilicio está experimentando. “Estoy confiando en que mi suerte cambiará pronto”, me escribe Alfredo en uno de nuestros últimos intercambios de mensajes de texto.

Cuando llega a la casa con los 40 dólares, su esposa le dice que ha hablado con la organización “Chamos Ecuador”. Tienen un proyecto para censar a todas las venezolanas en el país que tienen hijos y que necesitan de alguna ayuda. Y ambos empiezan a maquinar un plan para multiplicar el dinero.

Hoja en blanco, bolígrafos de varios colores y una regla para hacer una plantilla de presupuesto. Mientras, su hijo juega con una pelota de fútbol que el casero le regaló antes de que comenzara el mundial de Rusia. “Yo sé que ustedes son del béisbol, pero aquí se juega fútbol. Como ese niño se criará aquí, es hora de que vaya conociendo el pasatiempo nacional”, comenta mientras su niño ve alumbrado aquella esfera recubierta de cuero amarillo.

—Podemos hacer unos diez yogures al principio, y tratar de venderlos por las bodegas del barrio. Lo que debo saber es qué precios ponerles —le comenta su esposa mientras mordisquea uno de los bolígrafos.

—Hay que ir a los supermercados y abastos para ver el precio —le dice al mismo momento en que suena su celular.

—Aló.

—¿Señor Alfredo?

—Sí, él habla.

—Usted quedó seleccionado para el trabajo, por favor, preséntese mañana en la oficina para la firma del contrato.

—…

—¿Señor Alfredo?

—¡Sí! ¡Sí! Aquí estoy… allí estaré.

Su esposa ve su cara de asombro, y sin mediar palabras lo abraza y le da un beso. Un beso que dura una eternidad, un beso que quisiera congelar para siempre. “Todo va a estar bien, cariño. Todo va a estar bien”, le dice mirándole a los ojos, mientras el niño práctica los goles y las caídas que van haciendo el éxito.

Jefferson Díaz

1986. Periodista. Trabajé en medios como Últimas Noticias, Vivo Play y El Estímulo. Soy fiel creyente de que se puede vivir de escribir y que para ser bueno -en lo que sea- se debe adoptar una filosofía de eterno aprendiz.
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