Una noche de julio de 2019, los hermanos Kieffer y Kevin Silva ayudaron a una vecina del edificio donde vivían, en el Departamento de Piura, norte de Perú, a cargar unos pesados ladrillos. Al mediodía siguiente, la mujer les tocó la puerta mientras gritaba que allí vivía un “veneco ratero”.
Fotografías: Álbum Familiar
—¡Salga de allí, cochino ratero, veneco!
Aquel martes 23 de julio de 2019, los hermanos Kieffer y Kevin Silva estaban afanados en la cocina del departamento en el que vivían alquilados, en la provincia de Sullana, departamento de Piura, en Perú, cuando su cotidianidad se vio interrumpida por un hecho que alteraría sus vidas.
Era cerca del mediodía y preparaban sándwiches de tomate, lechuga y jamón, que comerían con prisa porque debían salir pronto: tenían diligencias pendientes que hacer antes de ir a trabajar.
Fue entonces cuando escucharon los gritos de una mujer que golpeaba con fuerza la puerta de madera de la entrada de su casa.
—¡Ratero, ratero, ratero! ¡Salga, salga!
Los hermanos se miraron sorprendidos, sin saber qué hacer. No tenían cuentas pendientes con nadie. Nunca se habían enfrentado a algo similar desde que salieron de Venezuela.
Kieffer estaba ahí desde enero de 2017. Salió de Acarigua, una pequeña ciudad del estado Portuguesa, en los llanos occidentales de Venezuela, junto a Jorge, un amigo suyo con quien había vivido desde hacía años en el sector Los Cortijos. Hicieron maletas con la esperanza de conseguir en Perú una estabilidad que en el país se les había hecho esquiva. Y se fueron, aunque los padres de Jorge les insistían en que lo estaban haciendo por moda.
Muchos en Los Cortijos también habían migrado.
Después de casi una semana de un viaje tortuoso por carretera, llegaron a Perú. Los recibió Kevin, hermano menor de Kieffer, que había viajado primero. Y pronto consiguieron un puesto para trabajar en el bar donde ya lo hacía Kevin. Atendían mesas, destapaban cervezas y servían tragos en la barra.
Estuvieron un tiempo ahí, luego fueron cambiando de trabajos. Kieffer, a sus 26 años, logró el puesto de supervisor de saneamiento de una empresa exportadora de pota, un calamar gigante que se da en esa región de Perú. Y allí se mantenía.
Cuando escucharon el escándalo en la puerta de su casa, aquella tarde de julio soleada aunque fría, pensaron que se trataba de una confusión, un error. No podían imaginar que tal algarabía tenía algo que ver con ellos, y menos con lo que había sucedido la noche anterior.
Eran cerca de las 8:00 pm cuando Kevin y Kieffer, mientras conversaban cerca del balcón de su casa, vieron que la vecina de enfrente, una mujer con la que apenas se habían cruzado un par de veces, estaba cargando unos pesados ladrillos junto a su esposo y su hija.
Al ver la escena, Kevin y Kieffer bajaron, cruzaron la calle y se ofrecieron a ayudar a los vecinos a cargar los bloques. Aquellos aceptaron. Puestos manos a la obra, en menos de una hora terminaron el trabajo. Agradecido por la ayuda, el esposo de la vecina ofreció pagarles por el trabajo.
—¡Cómo cree que le vamos a recibir dinero! Quisimos ayudarles, como vecinos que somos —le dijo Kieffer.
Solo les aceptaron unos refrescos que bebieron a sorbos mientras les contaban cómo habían llegado a Perú, cómo era la vida en Venezuela y a qué se dedicaban ahora. Después de esa breve conversación, se despidieron.
A la tarde siguiente, cuando corrieron a abrir la puerta, se encontraron con la vecina.
—¡Ratero! ¡Ratero! Devuélveme los teléfonos que te robaste —decía la mujer, con el rostro descompuesto, mientras señalaba a Kieffer.
Sin terminar de entender lo que estaba pasando, de qué lo acusaban, el muchacho le dijo:
—¿Qué le voy a devolver si no me he robado nada?
—¡Venezolano ratero! Si no me los devuelves, buscaré a la policía.
—Llame a la policía si quiere, señora —respondió Kieffer—. No me he robado nada. Estoy aquí en Perú desde hace un tiempo. He trabajado con gente de dinero, y nunca se le ha perdido un sol, ni una aguja.
La mujer se fue y al poco tiempo, como había prometido, volvió acompañada de tres funcionarios de la Policía Nacional del Perú. Los policías, sin ninguna orden judicial, se llevaron a Kieffer a la comandancia más cercana. De inmediato, Kevin y otros siete venezolanos que vivían en el edificio llamaron a unos abogados peruanos de quienes se habían hecho amigos cuando trabajaban en el bar.
La acusación de la vecina se fundamentaba en una prueba: las cámaras de seguridad de una clínica dental ubicada diagonal a su vivienda, captaron el momento en que la madrugada, un hombre —menudo, de baja estatura y piel clara— trepó por un tubo y, desde una ventana, entró a su vivienda y robó dos celulares: uno Samsung modelo J7 Neo y otro Huawei Y5, que costaban en total unos 300 dólares.
En la comisaría esposaron a Kieffer y lo llevaron a un calabozo, donde pasó 48 horas. Durante todo ese tiempo no dejaba de preguntarse cómo terminó envuelto en todo aquello. Sentía miedo. Rezaba. Le pedía a Dios que lo ayudara a salir del infierno que estaba viviendo.
“Veneco ladrón”, “todos son unos rateros que vienen a mi país a joder”, le decían los policías mientras lo golpeaban en los brazos y en las costillas. En un momento, incluso, uno de los funcionarios lo tomó por el cabello y le golpeó la cabeza contra los barrotes de aquel pequeño calabozo.
Los abogados que sus compatriotas contactaron fueron a la comisaría, junto a Alfonso León Ramírez, el dueño del edificio donde vivían Kieffer, Kevin y los otros venezolanos. Los primeros solicitaron un hábeas corpus, procedimiento jurídico mediante el cual cualquier ciudadano puede comparecer inmediatamente ante el juez para que este determine sobre la legalidad del arresto; mientras el segundo atestiguó que sus inquilinos eran de correcto proceder.
Al comparecer, el juez de la causa dictaminó la inocencia de Kieffer, luego de que un experto de la policía peruana, tras un estudio facial y pericial, determinara lo que él intentaba explicar en vano a la vecina a la que ayudó con los bloques: que la persona que aparecía en el video no era él.
Entonces fue liberado.
Pero el momento amargo estaba lejos de acabar. Al salir, supo que una fotografía suya que había sido tomada en la misma comandancia, y en la cual aparecía esposado al lado de un policía, se había hecho viral. Circulaba por las redes sociales e incluso estaba publicada en una reseña de prensa bajo el título “Venezolano detenido en Perú por hurto”. Indignado, Kieffer escribió en su muro de Facebok: “Mi único delito fue ser venezolano”.
A Alfonso León Ramírez, el dueño del edificio, también le salpicó parte de ese trago amargo que debió padecer su inquilino. Le ha tocado soportar que sus vecinos le increpen con aspereza que no haya desalojado a los muchachos.
—Tú sigues teniendo venezolanos ladrones en tu edificio —le reclaman.
Ante cada acusación de los vecinos, el casero solo responde:
—Prefiero tener a venezolanos porque yo sé que son honrados y trabajadores.
Pero, a pesar de la vehemente defensa de su casero, a Kieffer lo agobian unas marcas tras ese incidente. No ya las del maltrato recibido en una comisaría, que con el tiempo se borrarían. Lo agobian las marcas que dejaron en él la exposición pública de su rostro asociado a la condición de ratero. Un estigma que lo somete a la presión de no saber quién de cuántos se tropieza a diario en la calle, lo juzga por una foto con su rostro que circuló en redes, sin importar que un juez lo haya absuelto de toda acusación.
Él sabe que las marcas del prejuicio siempre son las más difíciles de borrar.