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Lista para volver a hacer maletas

Mar 22, 2021

Andreina Pernía comenzó haciendo pasantías en la embotelladora de refrescos que hoy se conoce como Coca-Cola FEMSA. Y ahí se quedó. Al ganar experiencia, ocupó cargos que la obligaron a mudarse una y otra vez. En ese vaivén se casó y tuvo dos hijas. En 2019 se convirtió en la primera mujer dentro de la compañía en ocupar la posición de gerente regional. La suya es otra historia de #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.

Fotografías: Ernesto Pérez / Álbum familiar

Andreina Pernía entró a la habitación del hotel en el que se hospedaba. Acababa de llegar a Caracas. En Maracaibo había dejado a sus dos hijas: Ariadna, de 4 años, y Dubraska, de 6. Al abrir la maleta para desempacar, sonrió porque lo primero que encontró fue un corazón de papel blanco con un mensaje. De ese corazón colgaba otro más pequeño rojo y de tela de peluche. Eran una carta y un llavero que Ariadna había metido en su maleta a último momento.

“Te amo mucho, mami. Hoy te digo que haces todo por nosotras”.

Andreina suspiró al leer aquel mensaje que la niña seguramente escribió con ayuda de la abuela. Se conmovió y sintió algo parecido al alivio. Esas palabras daban cuenta de que sus hijas, pese a ser tan pequeñas, entendían que su mamá tuviera que irse lejos, a una ciudad a más de 700 kilómetros de distancia, para encargarse de nuevas responsabilidades en su trabajo. Era un mensaje de apoyo, el más importante que necesitaba en ese momento, así que las llamó por teléfono, les dijo que había llegado bien, y que estaba sorprendida con el regalo.

Ellas, del otro lado de la línea, le respondieron que la amaban.

Al día siguiente, como quien carga consigo un amuleto de buena suerte para que todo le salga bien, se llevó la carta y el llavero a su nueva oficina. A partir de ese momento, se ocuparía de la Gerencia de Recursos Humanos de la Zona Centro de Coca-Cola FEMSA: iba a monitorear al personal que trabajaba en las sedes de Los Cortijos, Antímano, Guarenas, La Guaira, Maracay, Valencia y El Tuy.

Era septiembre de 2014. Andreina poco conocía Caracas, una ciudad que le resultaba demasiado acelerada y en la que nunca había vivido. Sin embargo, estaba emocionada con este nuevo reto profesional: le haría la suplencia a la titular del cargo, quien por un tiempo debía asumir otras tareas en la organización. Solo serían dos meses. Después, volvería a Maracaibo, donde vivía con su madre, sus hijas y su esposo, para continuar en el puesto que ocupaba allá. Eso pensaba. Ese era el plan. Pero las cosas no serían exactamente así.

Cuando Andreina Pernía llegó a Caracas ya estaba acostumbrada a empacar y desempacar, empacar y desempacar, empacar y desempacar, una y otra vez. Lo había hecho demasiadas veces a lo largo de toda su vida. Y aunque había sido extenuante, se sentía satisfecha y orgullosa de ese camino que la había convertido en la profesional exitosa que era.

Nacida en El Vigía, estado Mérida, se graduó de contadora pública en la Universidad de Los Andes, en 2003. Tenía 21 años y entonces ya vivía fuera de casa. Se había mudado cuatro años antes, cuando comenzó a estudiar en la ciudad de Mérida, la capital del estado, donde quedaba la universidad. Ana Guerra, su madre, quien trabajaba de auxiliar en un laboratorio, pagaba la residencia y sus demás gastos: pasajes, comidas, guías de estudio.

Para obtener ingresos adicionales a los que su madre podía darle, Andreina solicitó una beca de trabajo que consistía en dedicar 20 horas semanales a organizar libros en una biblioteca, a cambio de un pequeño sueldo. También comenzó a vender ollas y a explicarles matemáticas a sus compañeros. Aun así, a veces el dinero no le alcanzaba. La madre de una compañera, en cuya casa a veces se quedaba a dormir, lo sabía, y le dejaba billetes entre sus libros para que ella los encontrara luego y de ese modo no se negara a recibirlos.

“Algún día le pagaré todo”, le decía Andreina luego, un poco apenada.

La señora le respondía que verla graduándose sería el mejor pago, que siguiera adelante.

Y eso hizo.

La primera vez que tuvo que hacer maletas para irse a trabajar fue cuando le tocó cumplir sus pasantías profesionales. Escogió hacerlas en la planta de una embotelladora de refrescos en San Cristóbal. En ese momento no podía saberlo, pero estaba comenzando la que sería una zigzagueante y siempre en ascenso carrera dentro de aquella organización que años después pasaría a llamarse Coca-Cola FEMSA.

Viajó contenta. Sentía la emoción de quien se aventura a una experiencia en la que el aprendizaje estaba garantizado. Y no se equivocó. Disfrutó tanto sus pasantías, que no quería irse. Por eso, al término de aquellos tres meses, le recomendaron que fuera a la planta embotelladora en El Vigía, su pueblo, donde podría continuar formando parte de la compañía.

Al llegar, le pidieron que asistiera a una inducción en la que explicarían cómo censar a los clientes que necesitaban neveras o enfriadores para refrescos. La persona que debía asumir esas tareas no fue al taller, así que invitaron a Andreina que tomara su lugar. No era un trabajo relacionado con su carrera, pero no le importó. Ella lo que quería era aprender, seguir creciendo, así que aceptó.

Apenas recibió su título, por su buen desempeño, el jefe le propuso asumir un cargo como mercaderista: tenía que supervisar en comercios de El Vigía que las neveras estuvieran llenas de refrescos y los precios actualizados. En 2004, se casó con quien había sido su novio desde antes de graduarse, y comenzó a rotar por diversos puestos dentro de la empresa. Hasta que en 2006 le plantearon que fuera la supervisora administrativa en Mérida.

Desde luego que aceptó.

Comenzaron entonces los viajes diarios hasta la ciudad. Una hora y media de ida, una hora y media de vuelta. Todos los días. De lunes a viernes. Cuando ya estaba habituada a esa rutina, en 2007, vino un nuevo cambio: la ascendieron a jefe de Recursos Humanos de la Región Los Andes, por lo que debió mudarse a San Cristóbal, estado Táchira. Se fue junto a su esposo y, desde allí, por tareas inherentes a su posición, comenzó a viajar a las oficinas de Barinas, Mérida, Río Chama y La Fría.

En esa época de vaivenes nacieron sus dos hijas. Primero Dubraska, en 2008, y luego Ariadna, en 2010. Cada vez que a la madre le tocaba ausentarse, el padre se quedaba al cuidado de las pequeñas. Cuando las niñas ya caminaban, Andreina, siempre con muchas inquietudes, sintió que tenía la experiencia suficiente para desempeñar responsabilidades de mayor envergadura: quería irse a una ciudad más grande. Una ciudad como Maracaibo, por ejemplo, de donde era oriunda su familia materna. Por eso dijo que sí cuando en 2012 le propusieron trasladarse a la capital del estado Zulia para desempeñar el rol de coach comercial: dictaría talleres a trabajadores, proveedores y ayudantes.

Esta vez no solo se mudó con su esposo y sus niñas, sino también con su madre, quien se había jubilado y estaba dispuesta a dedicarse por entero al cuidado de sus nietas.

No conocía la ciudad, pero apenas llegó, un 19 de noviembre, le provocó quedarse allí para siempre: encontraron mucha alegría y los restos de una fiesta. Acababa de terminar la Feria de la Chinita. Cuando entraron al hotel donde se hospedarían, aún estaban colgadas las pancartas del amanecer gaitero. “Me hubiese encantado estar aquí para vivirlo”, pensó.

Disfrutaba mucho Maracaibo. Visitar la Basílica de la Chinita, la comida, la gaita, la alegría de la gente de esa tierra, el equipo de trabajo que la acompañaba. Pero Andreina fue coach comercial apenas cinco meses porque la promovieron a la jefatura de Recursos Humanos.

Un día de agosto de 2014, asistió como invitada a una reunión en Barquisimeto, en el estado Lara. Durante una pausa, Andreina escuchó que la directora de Recursos Humanos, Blanya Correal, le dijo a Felipe Ortiz, gerente de la región central:

—Ella es Andreina, la muchacha de la que te he hablado.

No entendía qué ocurría y Felipe le explicó que la estaban considerando para que le hiciera la suplencia durante dos meses a Vanessa de Almeida, la jefa de Recursos Humanos en Caracas, quien debía ocuparse de otras responsabilidades.

Sin pensarlo mucho, dijo que sí.

Cuando iba de regreso a Maracaibo, la llamaron para preguntarle si podía trasladarse a Caracas el 15 de septiembre. Faltaba menos de un mes. Para Andreina la premura no era un problema, pero sí lo era el hecho de que su pequeña Dubraska cumplía años el 16 de septiembre y quería estar a su lado para celebrarlo. Solo pidió que su viaje fuera el lunes siguiente a esa fecha y organizó rápidamente la fiesta de cumpleaños.

Y después hizo maletas, como tantas veces había hecho antes.

Las maletas en las que llevó los corazones de sus niñas.

Las maletas que cargaría consigo cada viernes, para viajar de Caracas a Maracaibo para pasar el fin de semana con ellas.

Procuraba no dejar de ir porque no quería perderse su crecimiento: sentía que de una semana a otra cambiaban demasiado. Solía tomar el vuelo de las 6:00 de la tarde. Y una hora después estaba en casa para cenar.

Un día, el avión se retrasó. Debió esperar horas y horas en el aeropuerto, frustrada, pensando en que estaba perdiendo un tiempo muy preciado. No salió sino hasta las 4:00 de la madrugada, luego de una espera que le pareció eterna. Llegó a casa poco antes de las 6:00 de la mañana, cansada; durmió un rato y despertó lista para el plan del día, que era ir al cine.

—Mami, no te duermas —le reclamaban las niñas durante la película.

Andreina casi siempre estaba cansada, pero sus hijas la llenaban de energía. Cada lunes se levantaba de madrugada para volver a Caracas. Regresar no era fácil. En especial porque siempre le preguntaban: “Mami, ¿cuándo vuelves?”, y a ella se le arrugaba el pecho al responderles: “La próxima semana, mis niñas, sin falta”.

Una vez, Ariadna se aferró a su pierna llorando.

—Mami, no te vayas; mami, no te vayas; mami, no te vayas —le rogaba.

—Gracias al trabajo de mami podemos estar mejor, tenemos amigos en otras partes del país. Nosotras hablamos todos los días. Seguiré viniendo los fines de semana —le respondió conteniendo las ganas de llorar.

La abrazó, la acostó, esperó que se durmiera y entonces salió.

En diciembre, tres meses después de su llegada, sus compañeros en Caracas le organizaron una pequeña despedida y Andreina regresó a Maracaibo para retomar su vida allí. No sabía que aquella Navidad con su familia era solo una pausa. En enero de 2015, le pidieron regresar a Caracas. Vanessa de Almeida, quien había vuelto, se enteró de que estaba embarazada. Andreina se había desempeñado excelentemente, así que era la candidata para cubrir su ausencia por el parto.

Volvió el ir y venir a Maracaibo. Siempre los fines de semana. Sin falta.

Todos los fines de semana, salvo una vez que viajó en un día laborable para estar en el cumpleaños de Ariadna. Fue de sorpresa. Al llegar, compró una coronita y una torta, globos y regalos. Y a mediodía, fue con su esposo a buscarlas en el colegio. Él salió del carro a recibirlas y ella se quedó adentro.

—¡Mamiiiiii, vinisteeeee! —dijeron al entrar.

La abrazaron.

Gritaron de alegría.

Al llegar a casa, había globos y una pancarta: “Cinco años de nuestra princesa”. Picaron una torta, cenaron pizza.

Al día siguiente, Andreina regresó a Caracas en el primer vuelo de la mañana. Y las niñas se fueron al colegio. El encuentro había sido un paréntesis en la cotidianidad.

Las vacaciones escolares ese año fueron en Caracas. Las niñas pasaron agosto y parte de septiembre con ella, felices. Regresaron a Maracaibo en septiembre y Andreina en noviembre. Y luego de la Navidad, apenas un par de meses de haber llegado, Vanessa renunció al cargo.

¿Quién iba a sustituirla?

Andreina volvió a Caracas, una vez más, para asumir aquella responsabilidad.

Otra vez los viajes frecuentes a Maracaibo, hasta que, para aligerar la rutina, en 2016 la familia decidió residenciarse en Caracas. Y cuando ya estaban adaptándose a la dinámica en esa ciudad, todo volvió a cambiar: Coca-Cola FEMSA distribuyó la zona central, de la que ella era responsable, en dos: oriente y occidente. Así que le ofrecieron regresar a Maracaibo como gerente de Recursos Humanos de esa zona. Para la empresa estaba claro que ella llevaba en su ADN la mentalidad de dueña, la de quien toma decisiones ágiles y piensa, primero que nada, en la gente.

Se mudaron en mayo de 2018, cuando ya el esposo de Andreina pensaba en irse más lejos. Quizá estaba cansado de los desafíos que había debido sortear el matrimonio. Con los años, la relación que llevaban comenzó a parecerse más a una amistad. Decidieron separarse. Y al poco tiempo, él se fue a Chile.

Andreina se quedó en Maracaibo dedicada a las niñas y a su trabajo. En 2019, la ascendieron a gerente general para la Región Occidental de Coca-Cola. Se convirtió en la primera mujer en ocupar un cargo hasta entonces reservado para hombres en la empresa. Sintió, esta vez, que era la consolidación de su carrera. Que un sueño se hacía realidad.

Y allí sigue.

Su oficina en Maracaibo está llena de regalos que le han hecho sus hijas. “Bolsa de mami. No tocar nadie”, dice un cartelito que hizo la más pequeña.

Andreina tiene 38 años, 17 de los cuales ha trabajado en la embotelladora de refrescos. Dice que entre tantos viajes ha encontrado certezas sobre sus talentos. Que ha entendido el valor del esfuerzo, del sacrificio y del trabajo. Que, pese a las distancias, ha sabido estar para su familia. Que ha aprendido a fluir ante cada circunstancia. Por eso, como quien no se amilana ante ningún reto, dice también que, si fuera necesario, está lista para volver a hacer maletas.

Esta historia pertenece a la serie #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.

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A los 20 años me gradué de periodista en la Unica, mientras estudiaba derecho en LUZ. En ambas carreras encuentro algo en común: alzar la voz contra las injusticias y trabajar por causas. “Pateando calle” para medios impresos desde los 19 años. Escribir es vivir.

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