María Gabriela Jaimes comenzó a estudiar Comunicación Social en el núcleo de Oriente de la Universidad Santa María, confiando en que sus padres le costearían la carrera hasta el final. Cuando apenas cursaba el primer semestre, sin embargo, una tragedia cambió las cosas.
Fotografías: Álbum Familiar
María Gabriela Jaimes siempre llegaba al núcleo de Oriente de la Universidad Santa María a las 6:40 de la mañana. Allí estudiaba Comunicación Social. Esa siempre fue la carrera que quiso para ella. Desde muy pequeña lo repetía. A los 5 años, solía tomar una grabadora que tenía su papá y jugaba a que tenía su propio programa de radio. Ahora que se estaba formando para que eso no fuera solo un juego de la infancia, sentía que estaba cumpliendo un sueño.
María Gabriela no llegaba tan temprano a la universidad para recibir clases, sino para trabajar. Desde su segundo semestre era beneficiaria del programa de becas de esa casa de estudios: a cambio de laborar cinco horas diarias en una dependencia administrativa se le exoneraba la matrícula. Portando una vistosa chemise anaranjada —el uniforme de quienes gozan de una beca—, abría la oficina de la Dirección de Administración, dejaba su bolso en el escritorio y, mientras esperaba que su computadora encendiera, revisaba las tareas por hacer.
Que no eran pocas.
Cuando María Gabriela comenzó la carrera sus padres pudieron pagarle, sin aprietos, la inscripción y su primer semestre. Su familia, aunque con altibajos, era económicamente solvente. Pero eso cambió una tarde de enero de 2012. Jesús, el padre de María Gabriela, regresaba del mercado en su moto y se le cruzó en el camino un vehículo cuyo conductor ignoró la luz roja. Un poco mareado por no haberse tomado su medicamento para el tumor que tenía en el cerebro desde hacía siete años, no tuvo los reflejos para frenar a tiempo.
Ese tumor, que con quimioterapias y radioterapias habían mantenido controlado, hizo metástasis luego de aquel accidente. Once meses después, cuando María Gabriela tenía 18 años y todavía cursaba su primer semestre, su padre falleció.
Con ella quedaban su mamá y sus tres hermanos: uno mayor y dos menores. Se vieron en aprietos. La madre de María Gabriela, que ya estaba jubilada y dedicada a su hogar, salió a buscar empleo. Había que priorizar los gastos: el dinero debía destinarse a comprar comida.
Ya no había con qué pagar los estudios de María Gabriela. Ella no se quejó. Entendía la dura circunstancia familiar, pero estaba convencida de no abandonar la carrera. Se lo había prometido a su padre. En mayo de 2013 solicitó una beca en la universidad. Sabía que era una opción para no tener que cancelar la matrícula, que iba en aumento. De inmediato se la aprobaron: comenzó a trabajar en la Dirección de Administración.
María Gabriela continuó: pasó del segundo al tercer semestre, luego al cuarto, después al quinto. Se hizo amiga de otros becarios. Agradecía la flexibilidad de profesores que sabían a lo que se enfrentaba: muchas veces le tocaba lidiar con representantes que descargaban sus molestias con ella por no ver resueltos sus problemas administrativos.
Pero aunque podía mantenerse en la carrera, las cosas en la casa no iban bien. Las cuentas siempre estaban en rojo. Los ingresos de la madre —el sueldo mínimo que le pagaban más su pensión— eran insuficientes para mantener a cinco personas. La comida cada vez alcanzaba menos. En ocasiones, María Gabriela solo comía una vez al día. Y su madre, a veces, dejaba de comer para que sus hijos pudieran hacerlo.
—¡Cónchale, mamá! ¿Por qué no comes tú? —le insistía María Gabriela, preocupada.
—No, hija. Yo quiero que tú comas —le respondía.
Más de una vez acordaron compartir lo poco que había para las dos.
Víctor, el novio de María Gabriela, también estudiaba en la universidad. Consciente de lo que le ocurría, a veces le llevaba comida. Ella comía un poco y guardaba el resto para compartirlo con su madre y sus hermanos.
Sus compañeros becarios comenzaron a percatarse de que, a la hora de almorzar, María Gabriela siempre se aislaba: no iba con ellos a calentar la comida, ni se acercaba al lugar donde todos comían. Les pareció extraño y comenzaron a indagar.
—María Gabriela, ¿no trajiste tu comida? —se atrevió a preguntarle uno de ellos.
—No, no traje —respondió, apenada.
—Ven, yo te doy de la mía.
—Yo también te doy un poquito de la mía—dijo otro.
Un poco incómoda pero a la vez muy agradecida, comenzó a aceptar los ofrecimientos de sus amigos: le daban la mitad de sus comidas, le llevaban de sus casas una vianda para ella, le compraban tequeños o empanadas.
O, incluso, le prestaban dinero para que ella pudiera pagar el pasaje de su casa a la universidad.
Al término del séptimo semestre, María Gabriela, deseosa de ayudar a su mamá con tantos gastos, decidió buscar un trabajo paralelo: durante las vacaciones, la contrataron en una licorería. Y después, cuando debía retomar las clases, se retiró y comenzó a darle lecciones de inglés a Manuel, el hijo de una de sus vecinas.
Se vio envuelta en una rutina acelerada.
En la mañana iba a trabajar. A mediodía, corría a su casa para darle las lecciones a Manuel y luego volvía a la Santa María a recibir clases, hasta las 10 de la noche. “Que no me pase nada, Dios mío, que no me pase nada”, pensaba mientras caminaba rápidamente desde la parada hasta su casa.
Llegaba a casa, cenaba y hacía sus tareas.
Cansada, María Gabriela comenzó a mirar su camisa naranja con desgano.
Estaba agradecida con la universidad por la oportunidad que le brindaba de continuar formándose. Pero necesitaba producir más dinero. Y deseaba conocer cómo funcionaban los medios. Se alegró cuando en el noveno semestre empezó a hacer pasantías en el portal informativo En Oriente.com. Debía dividir su tiempo entre la beca, las pasantías, el servicio comunitario (un requisito fundamental para poder graduarse) y las clases en la universidad.
Se acostaba muy tarde para poder terminar sus tareas pendientes. Comía a deshoras. Al cabo de unos pocos meses adelgazó casi 10 kilos. Lucía demacrada.
—María, debes parar un poco, respira —le decía Rotceh, su amiga y compañera más cercana, cuando la veía afanada.
Ricardo, otro amigo suyo, le insistía en que dejara la beca. Como sabía que ella no podía hacerlo, decidió ayudarla. Un miércoles, él entró a su oficina.
—María, te ves mal, muy mal, y no quiero que tú estés así. Estás demacrada. ¡Mírate! estás muy flaca, ojerosa, te ves cansada. Y triste. Yo tengo un dinero que gané trabajando con un profesor. Voy a pagarte tu inscripción del próximo semestre.
—No, Ricardo. No hagas eso.
María Gabriela se negó; pero aun así Ricardo la ignoró: pagó la inscripción. Llegó al rato con la factura de pago.
—Eres libre —le dijo al entregársela.
—¡Ricardo, estás loco! ¿Por qué lo hiciste?
—Porque te quiero. No es justo que estés así.
Cuando ella le comentó a su novio Víctor sobre esto, él le dijo que le pagaría las cuotas pendientes.
—Tú te lo mereces. Es el último semestre y debes enfocarte en graduarte.
María Gabriela, sorprendida por tantas muestras de afecto, se sintió aliviada. Renunció a la beca. En su último día estaba desesperada por irse. Cuando el reloj marcó las 12 del mediodía, se sintió liberada. Se fue agradecida porque allí aprendió la importancia del trabajo y porque es lo que le permitió, meses después, cumplir la promesa que le había hecho a su padre: recibió su título de licenciada en Comunicación Social mientras sus amigos, profesores y familiares le daban un estruendoso aplauso.
A veces, cuando abre su armario y ve la chemise anaranjada que guarda allí dentro, recuerda la carrera de obstáculos que fue para ella graduarse. Y vuelve a sonreír con el orgullo que produce llegar a una meta.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.