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Nada volverá a ser como antes

May 05, 2021

En enero de 2018 publicamos Todo pasó tan rápido”, donde Olga Meza relataba el asesinato de su hijo Ángel Joel, de 16 años, a manos de funcionarios policiales en Nueva Esparta. Junto con su esposo y sus tres hijos, formaban una familia unida. Qué pasó con ellos tres años después es lo que se cuenta en esta entrega de #HaySegundasPartes.

Fotografías: Gustavo Novoa / Javier Volcán 

 

Joel Torrealba era un hombre de su casa. Ver televisión con la familia, acostarse todos a la misma hora y jugar con sus hijos eran parte de su rutina diaria.

Desde 2004 vivía con Olga Meza, con quien tuvo tres hijos: Ingrid Johanli, Ángel Joel y Joel Antonio. Ángel Joel, el del medio, era muy apegado a él.

Recuerda claramente la rutina de los primeros años de su educación primaria, que consistía en despertarlo, bañarlo y llevarlo a la Unidad Educativa General en Jefe Santiago Mariño, en Porlamar, en la Isla de Margarita. Vivían cerca del colegio, en el Paseo Guaraguao, un bulevar a la orilla del mar, así que se iban caminando. A ratos Joel dejaba que Ángel caminara, a ratos lo cargaba. Hasta que estuvo en 3er grado, él se quedaba esperando afuera del colegio, porque el niño era un poco nervioso y se ponía a llorar cuando estaba solo.

—¡Papáááá… quiero a mi papá…!

—Aquí estoy, hijo, tranquilo.

 

Años después, con Ángel Joel ya grande, los recuerdos de esos días de escuela adquirieron otro significado.

La madrugada del 17 de agosto de 2015, su esposa lo despertó azarosa diciéndole que unos hombres vestidos de negro estaban afuera y que había muchos carros.

En un principio, Joel no se preocupó. Confiaba en su instinto de buen padre y esposo, de hombre de hogar.

—Acuéstate, negra, que el que no la debe, no la teme —le dijo.

Sin embargo, en cuestión de segundos, supo que su esposa tenía razón: algo no estaba bien.

De pronto salieron volando los vidrios de la ventana, tumbaron la puerta y aquellos hombres de negro entraron a su casa en Villa Zoíta, un urbanismo de la Misión Vivienda, al suroeste de la Isla, donde vivían desde hacía dos años.

A su esposa la pusieron contra la pared y a él lo sacaron a golpes del cuarto a la sala, y de allí a la calle, donde también estaban otros vecinos en su misma condición, casi desnudos, en bóxer y aterrados. Escuchó disparos y luego vio cómo sacaban el cuerpo de Ángel Joel y lo lanzaban en la calle. Estaba agonizante, pero vivo. Quiso correr, pero lo tenían inmovilizado. Le gritó, como cuando lo dejaba en su colegio, en la escuela de Porlamar.

—Aquí estoy, hijo… Déjenme atenderlo, por favor… —les suplicó a los uniformados.

Gritó, rogó, pero todo fue en vano. Aquella fue la última vez que Joel estuvo con su hijo, y esa noche, la última de una familia junta esperando el futuro.

 

Su esposa Olga estaba en el interior de la casa y lo vio todo: la patada que le dieron los guardias a Ángel Joel en la cabeza; cuando a su nieta de 6 meses la lanzaron al piso; cuando a Joel Antonio, el más pequeño, de 6 años, lo pusieron al lado de su hermano; cuando le dispararon cuatro tiros directo al corazón de Ángel Joel, el más destacado levantador de pesas del estado Nueva Esparta. Solo tenía 16 años.

Más de cinco años después, Joel aún escucha los tiros, los gritos de las mujeres. Cierra los ojos y ve las luces de las cocteleras de los vehículos de los uniformados. Recuerda cuando uno de los hombres —vestido con una chaqueta negra que tenía las siglas del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) en la manga— salió de su casa y le dijo a otro que los mataran a todos, que no querían testigos, porque habían matado al muchacho equivocado.

La acción era la primera que hacía la Operación de Liberación y Protección del Pueblo (OLP) en la región insular. Ese 17 de agosto de 2015, dos estados de Venezuela, Carabobo y Nueva Esparta, estaban siendo monitoreados por el entonces ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Gustavo González López, quien a través de sus redes sociales dio parte de lo que ocurría.

Anunció el despliegue desde las 3:00 de la madrugada de contingentes de fuerzas mixtas: Guardia Nacional Bolivariana (GNB), Cicpc, Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) y Policía Nacional Bolivariana (PNB).

Informó que para incursionar en el urbanismo Villa Zoíta dispusieron de 456 efectivos, y que al término de la actuación, cinco personas habían sido detenidas, y que habían recuperado motos, armas, vehículos y motores marinos.

Fue al día siguiente cuando se conoció del fallecimiento de Ángel Joel Torrealba Meza. Lo anunció Carlos Mata Figueroa, para ese momento gobernador de Nueva Esparta. Y dos años después, el hecho formó parte del expediente de denuncias formalizadas por Provea y Human Rights Watch ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por detenciones arbitrarias masivas, maltrato de detenidos, desalojos forzosos y destrucción de viviendas, con un saldo de 245 personas fallecidas en el año 2015.

La reseña que salió en el periódico al día siguiente de la tragedia indignó a Joel. Dijeron que en el operativo un menor de edad enfrentó a los funcionarios y que, en el intercambio de disparos, murió. Dijeron que se trataba de un joven apodado El Piraña y que era buscado por la policía.

 

Después de ese día ya nada fue igual.

El tiempo en familia se convirtió en diligencias para encontrar justicia. Olga y Joel acudieron a la Fiscalía Novena, a los tribunales y a la Defensoría del Pueblo. Dejaron por escrito que los funcionarios tumbaron la puerta y rompieron las ventanas, sacaron a Olga y a toda la familia de la casa y dispararon a su hijo; denunciaron que, días más tarde, regresaron para una supuesta inspección y se llevaron la computadora que usaban los muchachos para hacer tareas, el único televisor que tenían y un teléfono.

Tres meses después de lo ocurrido y gracias a su insistencia, hicieron el levantamiento planimétrico de la escena del crimen, pero el informe nunca llegó a sus manos.

Juntos tocaron todas las puertas que pudieron. El alcalde de Porlamar, Alfredo Díaz, intercedió y los ayudó a contactar a la diputada opositora Delsa Solórzano. Olga estuvo en la Asamblea Nacional, junto con otras mujeres víctimas de violencia por parte del Estado, haciendo la denuncia. En el informe de gestión del año 2016, la parlamentaria destacó la violación de derechos humanos durante aquella OLP en el estado Nueva Esparta.

Pero de allí no pasó. No hubo más avances. No hubo investigaciones. No hubo juicio. En la misma Fiscalía les dijeron que era difícil que el caso tuviera resultados mientras el gobierno se mantuviera en el poder.

La última visita a la Asamblea Nacional la hizo Joel solo. Olga no quiso acompañarlo. Estaba empezando a cansarse de esa búsqueda sin respuestas. A la frustración se sumó el miedo. Los tenían vigilados, se sentían presionados y temerosos por lo que pudiera pasarles. Varias veces Joel salió a trabajar y no regresó a la hora habitual a su casa. Funcionarios del Cicpc lo detenían por varias horas. Le quitaban el teléfono, le pedían documentos. Sus hermanos siempre estaban pendientes y apenas pasaba la hora de su regreso a casa llamaban para saber si todo estaba bien.

Motos, uniformados, carros sospechosos, estuvieron por lo menos durante tres años rondando la casa 86 de Villa Zoíta, que con letras plateadas, cursivas, pegadas en la pared que da a la calle, seguía mostrando el nombre “Flia. Torrealba M.”.

Los esposos, casi sin darse cuenta, dejaron de compartir. Olga se volvió una mujer muy seria y Joel distante. Él no quería vivir en esa casa, ni dormir en el cuarto donde mataron a su hijo. Olga no quiso limpiar la sangre, ni las sábanas, ni las marcas de las balas. No quería que las evidencias se borraran.

Para Joel eso fue insoportable.

 

Se mudó a la casa de su madre en el sector Cotoperiz, la misma en donde vivían antes de que la Misión Vivienda le asignara a Olga la casa de Villa Zoíta. Allí vive hoy, con su madre y con su hermana. Se llevó con él a su hijo menor, Joel Antonio.

Ser padre, hijo y hermano, le hace sentir que sigue teniendo una familia, porque en 2019, Olga emigró a Ecuador con una nueva pareja. En ese país intenta rehacer su vida, aunque complicaciones de salud le han dificultado obtener buenos trabajos.

Su hija mayor, Ingrid, aún vive en la casa de Villa Zoíta con sus dos niños. Es algo que no deja de ser duro para ella. Cada rincón le recuerda a su hermano, especialmente porque duerme en el cuarto donde fue asesinado.

Y al igual que Olga, no ha querido cambiar nada. Los huecos de las balas siguen en las paredes y la puerta aún tiene las marcas de aquel día. Está haciendo gestiones para poner la casa a su nombre, seguir pagando y poder obtener algún día el documento de propiedad. Recuerda a su hermano, lo unidos que eran y también sus peleas, su constante “pedidera” de comida, porque eso era lo que hacía siempre: llegar a casa y pedir a su madre algo de comer.

Algunas noches, cuando Ingrid sale a la vereda a refrescarse, rememora con los vecinos aquella madrugada de 2015. Está convencida de que si no hubiera pasado lo que pasó, la familia aún estaría unida.

—¿Le prendiste la vela a tu hermano en su altar? No olvides hacerlo. Yo siempre le pongo flores, siempre pienso en él —le dice su madre cuando hablan por teléfono.

Olga está más tranquila, pero no olvida. Pregunta por su hijo menor, Joel Antonio, con quien se comunica regularmente por Facebook. Espera poder llevarse pronto a sus hijos con ella a Ecuador.

Ingrid quisiera emigrar y piensa que este año sí lo hará, pero se mezclan sus ganas de irse con las de quedarse. Fuera de Venezuela, podría tener ingresos que le brinden una mejor calidad de vida a ella y a sus hijos, pero no quiere dejar su país, ni su Isla, ni su casa. 

Joel Antonio, su hermano, es hoy un niño de 11 años. Esa noche terrible pasó varias horas bañado en la sangre de su hermano, pues antes de dispararle a Ángel Joel los guardias nacionales lo pusieron junto a él. Todo lo demás lo vivió en silencio, con sus dedos entrelazados: la salida de la casa a empujones, la espera montado en el camión de la guardia, la carrera junto a su madre por el monte pidiendo auxilio.

Estuvo en tratamiento psicológico por un tiempo, pero lo tuvo que dejar; su padre no pudo seguir pagándolo. Cuando ve a un uniformado se paraliza. Joel tiene que sostenerlo, abrazarlo. Todos en su nuevo núcleo familiar viven para él.

 

Joel aún siente temor, pues sabe que quienes actuaron en Villa Zoíta siguen siendo funcionarios policiales y lo reconocen en la calle. Sin embargo, no desiste en su búsqueda de justicia. En un maletín guarda todos los documentos que sustentan las denuncias y las pruebas de lo ocurrido aquella madrugada del 17 de agosto de 2015. La OLP buscaba esa noche a un hombre que había cometido un homicidio en 2004, fecha para cuando Ángel Joel solo tenía 4 años. De allí los gestos de sorpresa de los guardias cuando encendieron la luz de la habitación después de dispararle al muchacho. De allí las amenazas contra los hombres que sacaron a empujones de sus casas y los siguientes disparos que realizaron para simular un enfrentamiento. En ese maletín tiene incluso las facturas de la computadora y el televisor que se llevaron de su casa después del allanamiento.

Un retrato de Ángel Joel está en la sala de la casa de su madre, junto a unas flores y a una figura de la Virgen del Valle. En diciembre lo pusieron cerca del pesebre, quizá buscando fortalecer la fe de la familia durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo.

El 14 de febrero de 2021 habría cumplido 22 años.

 

 

Esta historia forma parte de Hay segundas partes, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Encuentro en la empatía uno de los valores más humanos que amo seguir, y suscribiéndome a Ryszard Kapuscinski, pienso: “Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. Me ratifico periodista por dentro y por fuera. En las historias ahora encuentro una razón más para darle letra a la vida.

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