El sargento Efrén Linares es uno de los funcionarios que desertó de las filas de la Guardia Nacional Bolivariana y cruzó la frontera a Colombia el 23 de febrero de 2019, cuando estaba previsto que entraran al país camiones cargados con ayuda humanitaria. Luego de un tiempo en Cúcuta, ciudad en la que no podía trabajar, Efrén migró a Chile y espera volver a vestir el uniforme con dignidad.
Ilustraciones: Carmen Helena García
Caía la tarde en la frontera y el sargento Efrén Linares, del Destacamento 212 en San Antonio del Táchira, fijaba su mirada en el puente binacional de Tienditas. Llevaba tiempo pensando algo que no comentaba con nadie, porque tenía miedo de que “lo vendieran” con los superiores. Pero aquella tarde, de pronto, se atrevió:
—¿Cómo será abrir el paso con las tanquetas? Vamos a abrirlo, vamos a volar todos esos contenedores para que pase la ayuda humanitaria. ¡Ya está bueno, ya tenemos que hacer algo por Venezuela, por la familia! —exclamó.
Nervioso por lo que dijo, se quedó inmóvil.
—Mire Linares, usted me leyó la mente. Yo tenía pensado lo mismo —contestó su compañero, el sargento mayor de tercera Edgar Torres, que estaba a su lado.
Era el miércoles 20 de febrero de 2019. El sábado siguiente, cuando se cumplía un mes de que Juan Guaidó, líder del parlamento, asumiera como presidente encargado de la República, estaba previsto que a través de las fronteras con Colombia y Brasil entraran al país cargamentos de medicinas y alimentos que ayudarían a paliar la escasez que azotaba a la nación.
Los dos jóvenes funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) decidieron unirse en un pacto. Planificarían cruzar el mismo día del ingreso de la ayuda humanitaria a Venezuela. El plan consistía en tomar un par de tanquetas en dos de los cruces fronterizos entre Colombia y Venezuela, y romper con todos los caballetes y vallas que dividían ambas naciones. Linares, de 27 años de edad, sentía que podía hacérsele más sencillo. Ejercía en el componente de la GNB desde los 19 años como conductor de blindados.
A Linares y a Torres se les unieron otros dos funcionarios en su idea de desobedecer la principal orden de las filas castrenses venezolanas aquel día: impedir el paso de la ayuda humanitaria a como diera lugar. Ellos eran el sargento mayor de tercera Oscar Suárez y el teniente Richard Sánchez. No se les hizo fácil tomar esa decisión. Sabían que si los descubrían estaban en peligro. Y que sus familiares también podían correr riesgo.
Estaban decepcionados. Los días anteriores habían presenciado lo que para ellos era “la denigración total” del personal militar. Vieron compañeros en el piso, sin poder bañarse y con mala alimentación. Habían movilizado a unos 3 mil efectivos hacia la frontera para impedir el paso de los camiones con medicinas y alimentos. Eran más de 100 hombres de diversos pelotones del estado Táchira. Efrén no comprendía tal despliegue. “Como si estuviésemos esperando al enemigo. Tanto, contra lo que realmente es un bien para nuestro pueblo. No es justo”, pensaba.
El estar de comisión en Ureña los días previos al anuncio de Guaidó sobre el ingreso de la ayuda humanitaria, pudo confirmarle a Efrén el agujero oscuro en el que había caído su componente. Había intentado hacer caso omiso a las lecciones de socialismo que le habían venido intentando inculcar desde que ingresó al cuartel. También a las miradas en la calle contra su indumentaria o las acusaciones de “asesino” o “ladrón”.
No ocurrió lo mismo cuando empezaron a faltar las medicinas entre sus conocidos o cuando el sueldo que percibía no alcanzaba para alimentar a su familia.
Tampoco cuando apareció el refuerzo para sustituirles.
La noche del 22 de febrero, Efrén logró escuchar una conversación entre el representante del chavismo en Táchira, Freddy Bernal; el general de división y jefe de la Zodi, José Noroño Torres; el comandante del comando zona 21 de la Guardia, Juan Ernesto Sulbarán Quintero; así como el general de la brigada, los jefes de la Policía Nacional Bolivariana de la zona y otros dirigentes del régimen.
—¿Cuánto personal de apoyo viene? —preguntó Bernal a una de sus asistentes.
—Son 2 mil colectivos —le dijeron.
Efrén apretó sus labios y con su mano derecha se tocó la frente. Supo de inmediato que se trataba de civiles armados que el chavismo ha utilizado en los últimos años como grupos de choque contra las protestas ciudadanas en todo el país.
La mañana del sábado todo el personal de orden público hizo su respectiva formación. Efrén y el resto escucharon por radio a un coronel, de apellido Herrera. Exigía a los capitanes comandantes del pelotón de orden público ir contra quienes intentaran cruzar los puentes fronterizos.
—A esa gente hay que darle con todo, sin piedad —pudieron oír claramente.
Se hicieron las 6:50 de la mañana. El sargento Linares decidió subirse a la tanqueta frente al puente Francisco de Paula Santander en Ureña. Estaba listo. Sus compañeros en el puente internacional Simón Bolívar también. Se comunicaron vía telefónica para avalar una vez más la operación.
Apenas Efrén encendió el vehículo, lo desconcentró un golpe en la puerta. Era un superior.
—¿A dónde se dirige, sargento? —le gritó.
—Nos dieron la orden de mover las tanquetas. Ya hay civiles acercándose a las vallas en los puentes —respondió el sargento.
—Negativo. Usted no se mueve a ningún lado.
Efrén se vio acorralado. Intentó comunicarse con el resto de su grupo, pero no lo logró. Entendió que ya habían cruzado.
Se bajó del blindado, miró de un lado a otro. Su superior ya no estaba. “No es el momento de parar”, pensó. Se acercó hasta el piquete de la Policía Nacional Bolivariana que resguardaba el cruce en Ureña. Les dijo que tomaría una foto a la mitad del puente y lo dejaron pasar.
Mientras caminaba y sacaba el celular del bolsillo, se percató de que no había ningún reporte por radio sobre la huida de sus compañeros. Y al llegar a la mitad del puente, sin mirar atrás, corrió. En esos breves segundos, el radio se encendió con la información de que tres guardias habían tumbado las vallas en el puente Simón Bolívar y, al pisar territorio colombiano, solicitaron ayuda a las autoridades migratorias de ese país.
—Para que Venezuela sea libre, ¿oyeron? —dijo Efrén, ya del lado colombiano, a los PNB que se acercaron.
Harto de las órdenes de reprimir a los venezolanos, emprendía un nuevo camino, como se lo hizo saber a los medios de comunicación que lo entrevistaron al momento.
—Estoy bien, mamá —aseguró a través de un canal colombiano que puso a disposición sus cámaras para que enviara aquel mensaje.
El sargento pudo reencontrarse con sus compañeros en la sede de Migración Colombia. Ya estaban siendo atendidos por quienes allí laboran y por figuras de la oposición venezolana en el exilio, con quienes hasta entonces no habían tenido ningún tipo de comunicación. El padre Sergio San Miguel, en la ciudad de Cúcuta, les tendió la mano: les dio ropa, comida y un hogar. La representación de la Agencia de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) colaboró con colchonetas.
Las promesas de dirigentes opositores venezolanos también llegaron para Efrén Linares, sus compañeros y el resto de los más de 1.000 hombres de los cuerpos de seguridad del Estado venezolano que huyeron hacia Colombia aquellos días. Un salvoconducto fue el único estatus migratorio que pudieron ofrecer mientras la mayoría de ellos se mantuvo residiendo en hoteles.
Esos primeros días se les acercaban diputados. Les preguntaban qué necesitaban, les decían que había proyectos para ellos.
—Al final, como todas las palabras políticas, quedaron en promesas —dice ahora Efrén.
Tanto él como el resto de los militares no podían trabajar durante su estadía en Colombia y, por tanto, no podían ayudar a sus familiares en Venezuela. Efrén dejó de mantener comunicación constante con sus compañeros en los hoteles. Piensa que muchos de ellos sí llegaron a sentirse solos y abandonados. No es su caso.
—Nadie fue obligado. No me siento desilusionado ni abandonado, no. Fue mi decisión, nadie me obligó a hacerlo. Todo fue por propia convicción.
Efrén se fue a Chile recientemente. Lo recibió un compadre. Junto a él trabaja libremente mientras espera el reencuentro con su novia, todavía en Venezuela. Allá se dedica a cargar mercancía en depósitos de tiendas de ropa. Tiene mejores ingresos que los que tenía en Venezuela. Y se siente más seguro, más tranquilo, en calma.
—Nunca he sido político. Nunca fui chavista. Cuando decidí entrar a la Guardia Nacional Bolivariana fue porque siempre me gustó; mi papá es sargento retirado. Lo que hice fue por poner mi granito de arena para ayudar en la libertad de Venezuela, porque en realidad estamos en una Cuba, en un régimen que está acabando con Venezuela.
Efrén dejó en el país toda su vida. Es el mayor de sus hermanos y, a pesar de que vivía solo, siempre estuvo muy atento a las necesidades de su mamá, un hermano menor y su sobrina, hija de otro hermano que emigró. No pudo despedirse de ninguno por temor a represalias. Luego de cruzar, pudo hablar con ellos. Su decisión fue recibida entre lágrimas de alegría, tristeza y preocupación.
Las amistades y los buenos recuerdos en el día a día de su profesión también los lleva con él. Tiene la certeza de que volverá a portar su uniforme dignamente.