Heddy Mansilla, médico internista, migró luego de dos décadas convulsas tanto para ella y su familia como para el país. Tuvo que separarse de su esposo y de sus mascotas, y buscar el modo de salir de “un foso de confusión e inseguridad”. Así lo describe ella en esta historia.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Migré de Venezuela en 2022, a mis 62 años, luego de dos décadas en las que pasaron muchas cosas que me afectaron intensamente.
Soy médico internista y trabajaba en un ambiente hostil. Lorenzo Figallo, mi esposo, quedó desempleado, lo cual hizo que nuestros ingresos familiares mermaran. Creo que todo fue dejando secuelas en mi corporalidad: en 2008, me diagnosticaron cáncer de mama. Tuvieron que amputarme un seno, hacerme quimioterapia y radioterapia.
A pesar de todo, me sentí aliviada porque, por mi condición de paciente oncológica, podía salir de ese ambiente laboral que no me hacía bien. Durante el reposo, disfrutaba de estar en nuestro hogar. Me detenía a contemplar los adornos producto del trabajo de nuestras manos (Lorenzo había modelado esculturas en barro, yo había hecho vitrales y figuras con papel). Vivíamos en Caracas. La habitación tenía un ventanal por donde se avizoraba una colina cubierta de árboles, arbustos, un exuberante verdor que me gustaba mirar.
Al terminar el tratamiento, con muy buenos resultados, me jubilé de la empresa donde trabajé 20 años como doctora. Poco tiempo después, realicé un diplomado en neuropsicología, e ingresé a trabajar en una clínica neurológica hasta que los dueños se fueron y la cerraron.
Eso coincidió con que mi único hijo, Lorenzo José, se graduó y se fue al Reino Unido, porque tiene nacionalidad británica por parte de su padre.
Tuvimos que vender nuestro carro.
Mi perrita Sacha se enfermó y murió.
Nos quedamos solos, desempleados, aislados, sin posibilidades de movilizarnos por la ciudad. Nuestro día a día era pasear al perrito, contemplar la fuente apagada del centro comercial cercano y comprar lo que podíamos en el mercado.
Mi esposo salió un par de veces al exterior a trabajar, por períodos cortos de tiempo, pero el dinero que traía no alcanzaba para cubrir nuestras necesidades. Fue así que un día, paseando por el parque, le pregunté a Lorenzo: “Y ahora, ¿qué vamos a hacer?”.
Migrar. Esa fue la respuesta a la que llegamos. Invertimos dinero y tiempo en un sin fin de trámites porque sin Maya (la gatica) y Tato (el perrito) no nos iríamos. La muerte de Sacha hacía inconcebible para nosotros separarnos de ellos.
Luego pusimos al día nuestros pasaportes. Y nos fuimos.
Cuando cerramos la puerta, nos embargó un sentimiento de desamparo y angustia.
Nuestra idea inicial era llegar juntos al Reino Unido, donde mi esposo nació. Pero como por artilugios legales que poco comprendo yo no podía entrar, optamos por otra alternativa: que yo estuviese cerca, en España, mientras buscábamos la manera de reunirnos. Una opción era tramitar una visa como su esposa; otra que él solicitara la reunificación familiar.
Viajamos desde Caracas hasta Madrid, y allí nos separamos. Como en el Reino Unido se prohíbe el ingreso de animales por vía aérea, Lorenzo siguió su camino de cuatro días por tierra, con las mascotas, hasta Inglaterra. Yo tomé un vuelo hasta Palma de Mallorca, donde tenía una hermana.
Al llegar, el 5 de mayo de 2022, ella me estaba esperando en el aeropuerto para llevarme a su casa. Era una vivienda hermosa de dos plantas, con piscina, al frente un bucólico paisaje en el que pastoreaban ovejas. Tuve una buena acogida: me llevó a la playa, a comer. Pero pocas semanas después, la casa me comenzó a resultar impersonal, demasiado grande; y el paisaje, árido, despoblado. Contrastaba mucho con el exuberante verdor al que estaba acostumbrada.
No era fácil salir, pues no tenía coche y pasaba un autobús interurbano cada 81 minutos.
Mi hermana me había prestado dinero para poder salir de Venezuela, y esa deuda me angustiaba. Afortunadamente, pude trabajar como cuidadora nocturna por dos meses, de lunes a domingo. Fue agotador, pero con lo que gané, pude pagarle. Cuando se acabó ese empleo, quedé dependiendo económicamente de ella.
El duelo por la separación temporal de mi esposo y por no estar en el lugar donde había transcurrido mi vida, aunado a la incertidumbre que sentía, me llevaron a caer en un foso de confusión e inseguridad. Me sentía inútil e incapaz de buscar mi propio camino. Bajé 10 kilos en 3 meses, estaba famélica, con ojos tristes surcados por grandes ojeras.
Perdí el interés en vivir.
Pensé en hacerme daño, pero no llegué a idear planes concretos.
Solo quería dejar de sufrir, estar en paz, descansar, centrarme en mí.
Durante esa época hablaba frecuentemente por teléfono con mi esposo. Hablábamos de lecturas, poesía y música. Hacíamos catarsis sobre todo lo que nos atormentaba. Esas conversaciones fueron mi soporte, lo que me mantuvo con vida.
Después, la literatura también vino a auxiliarme. Un cuñado me sugirió que me inscribiera en el sistema de bibliotecas de la isla, porque a él leer lo había ayudado mucho a enfrentar el exilio y el desempleo.
Entonces fui, me atendieron con amabilidad y me entregaron un carnet de usuaria. Pedía libros que leía ávidamente. Desde novelas históricas hasta ensayos. Así me trasladé a otros mundos, viajé, salí, a pesar de estar encerrada.
En una de las tantas reuniones que solía hacer mi hermana en su casa, conocí a otra migrante venezolana, quien me planteó la alternativa de solicitar asilo y me indicó los pasos a seguir. Primero, pedí una cita para introducir la solicitud en la sede local de la Policía Nacional. Asistí y allí se inició el proceso, que resultó largo e infructuoso. Busqué asesoría legal en la Cruz Roja Española, y no solo me brindaron ese acompañamiento, sino que también me remitieron a terapia psicológica.
Inicié mis sesiones con una profesional que me hizo ver que estar aislada en la casa de mi hermana era muy lesivo y que debía, por ejemplo, salir, participar en actividades, y tratar de independizarme lo antes posible.
Me incluyó en un grupo de apoyo de refugiados, donde conocí gente cálida con quienes tenía en común el duelo migratorio. Fuimos a pasear en diferentes lugares de la isla, y viví experiencias que fueron muy placenteras. Mientras, hacía las gestiones para que desde Venezuela me llegaran los documentos para homologar el título de médico en España.
Ese diciembre, vino a visitarme mi hijo desde el Reino Unido. Tenía tres años sin verlo. Disfruté mucho con él en la semana que estuvo conmigo. Juntos descubrimos lugares de Palma, y me acompañó a un paseo con el grupo de refugiados.
En una foto que me tomó, aparezco sonriente, despreocupada, feliz.
Poco después, decidí participar como voluntaria en dos proyectos de la Cruz Roja: uno de apoyo psicosocial a través de llamadas telefónicas y otro dirigido a adultos mayores. Hacerlo me hacía sentir que la vida tenía sentido, y me permitía construir un mundo fuera de la casa.
También me ayudó que, en el interín, mi hermana decidió mudarse a un apartamento en el casco histórico de Palma. Me fui con ella porque aún no estaba trabajando, y no podía alquilar una habitación. Allí no estábamos tan aisladas: el edificio quedaba al lado de la plaza. La ciudad tenía callejones empedrados, casas antiguas, museos, librerías, palacios, iglesias de estilo gótico. Podía salir, encontraba donde leer, comer algún dulce, contemplar la arquitectura.
Finalmente, el 10 de julio de 2023, llegaron los documentos de Venezuela, y pude introducirlos para la homologación. Pero es un proceso que toma tiempo y aún estoy esperando el resultado.
Para no quedarme de brazos cruzados, hice un curso de formación profesional como auxiliar de farmacia y parafarmacia, con el que estuve muy ocupada por un buen tiempo. Me entusiasmó volver a las aulas. Eso, y la visita que me hizo Lorenzo después, me avivaron. Me cuesta escribir el cúmulo de emociones que sentí. Mi esposo ha sido para mí “el amor más grande”, como el título de una canción compuesta por Julio César Mármol. Con él conocí el sabor del bolero, la balada romántica, la salsa clásica, el rock sinfónico. Melómano, me contagió su pasión por la música y la poesía. Fue además, el mejor cuidador cuando tuve problemas de salud.
Nos conocimos hace 32 años en la empresa donde trabajábamos. Desde que cruzamos la mirada, en un recodo habilitado para tomar café, nos gustamos. El café y el bolero han sido dos constantes en nuestra relación. Siento mucha nostalgia al recordar el ritual matutino de levantarnos a tomar una taza de café y compartir largo rato reflexiones, oír y cantar juntos una canción.
Cuando vino a Palma paseamos por la ciudad, me acompañó a mis actividades, y me esperaba haciendo paralelas en algún parque. Recibí sus caricias, sus cuidados. Conversamos mucho, como siempre. Estuve muy feliz de poder tocarlo, tenerlo cerca y, cuando nos despedimos luego de una semana, me quedé con una sensación de vacío.
Nunca creímos que podríamos soportar tanta separación, pero, aunque físicamente no estemos juntos, conversamos dos o tres veces al día, por llamadas o videollamadas, nos enviamos mensajes de texto, audios, lecturas, canciones o simplemente conversamos. Queremos reunirnos lo más pronto posible, pero la burocracia ordena. Nos preocupamos de no enfermarnos para que podamos vivir juntos nuevamente.
Ya obtuve permiso para trabajar. En la Cruz Roja me dieron sugerencias para elaborar mi currículo, me insertaron en un proceso de acreditación y me certifiqué como gerocultora (cuidadora de ancianos). Gracias a la intermediación de esa institución comencé a trabajar como auxiliar en una residencia geriátrica. La directora me contrató con la promesa de que, al obtener la homologación de mi título, sería la médica de la residencia.
El contrato era por tiempo indefinido. A pesar de lo agotador y lo cambiante de mis funciones, estaba esperanzada porque pude alquilar una habitación cercana al lugar de trabajo e independizarme. No rendir cuentas a nadie me resultaba placentero.
Al ver que fueron contratando más personal, pregunté con franqueza sobre los planes que tenían para mí y si existía alguna objeción con mi desempeño. Me contestaron que dejara de imaginar cosas.
Pero semanas después me llamaron a una reunión para comunicarme que, en vista de no estar aún homologada, habían decidido trasladarme a otra sede de la empresa para no dejarme desempleada.
Al día siguiente, en esa otra sede, me dieron una capacitación y en el siguiente turno tuve que hacerme cargo sola de levantar, trasladar ancianos, darles comida en boca, limpiar sus excrementos, evitar que se cayeran.
Estuve triste, molesta, cansada, con dolor de espalda. Pero poco a poco me he ido adaptando. He ido adquiriendo técnicas y destrezas gracias a que otras compañeras me han ayudado.
Me siento con fuerzas para sortear las trabas burocráticas y lograr mi objetivo fundamental: reunirme con mi esposo, con mis mascotas. Sé que lo lograremos y pasaremos juntos el resto de nuestros días.