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Producimos galletas y eso es lo que le puedo fabricar

Miguel Gamboa | 18 nov 2020 |
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Durante años, el artista plástico Jesús Pernalete se ha dedicado a combatir el hambre de sus estudiantes en Barquisimeto, estado Lara, a través de proyectos y fundaciones con los que les ofrecía un plato de comida caliente. Con la agudización de la crisis en Venezuela, imposibilitados de continuar con su misión, debieron buscar alternativas para ayudar a los niños a vencer la desnutrición.

Fotografías: Álbum Familiar


Jesús Pernalete y Andrea González están en el Café Torontella, ubicado en la carrera 3 de Nueva Segovia, en Barquisimeto, estado Lara.
Es un día de mediados de septiembre de 2018. 

En Torontella suelen servir postres y vinos; en ese lugar, Jesús —quien es artista plástico— dicta talleres de pintura. Pero esta tarde no hay vinos ni postres sobre la mesa. Tampoco se discute sobre arte. Es una reunión de trabajo: hay marroncitos, bolsitas de azúcar, cucharillas y libretas. 

Jesús y Andrea no están solos. Los acompañan nutriólogas, pediatras, ingenieras químicos, ingenieras de producción. Todas, en silencio, escuchan la conversación.

—Necesitamos crear —dice Jesús— un alimento que concentre suficientes nutrientes para que los niños puedan consumir, en una barra, el equivalente a una comida en cuanto a grasas, proteínas, vitaminas, minerales y carbohidratos.

Andrea lo escucha. Está poco familiarizada con la desnutrición en el país, que alcanza, según Cáritas Venezuela, a un 65 por ciento de los niños. A ello se le suman cinco años de recesión económica, una inflación que a finales de 2018 alcanzará 13600 por ciento y una pobreza extrema que llegará a un 79 por ciento en 2019. 

Andrea conoce las cifras, no la emergencia; Jesús, en cambio, lleva tres años luchando contra ella.  

Se la topó por primera vez en 2015. 

Jesús y el movimiento ciudadano Esperanza Activa organizaron una plenaria en el Colegio Juan XXIII, ubicado en el barrio La Pastora de Barquisimeto. La actividad consistía en realizar una espiral creativa que permitiera a los estudiantes identificar causas, responsables y propusieran soluciones al problema de la violencia escolar.

Eran 100 niños, así que los dividieron en grupos de 10. Los grupos pasaban al escenario, desenrollaban su espiral y presentaban sus conclusiones ante la directiva del colegio y los representantes. Jesús aplicaba esta metodología desde que en 2005 fundó Creatium, una institución artística dirigida a niños entre 8 y 14 años. El enfoque de Creatium no es la educación artística sino la educación por el arte. Es decir, en vez de priorizar la técnica artística, su interés se centra en los valores.

Jesús y su equipo esperaban escuchar las causas de la violencia escolar desde la perspectiva de los estudiantes y, de ser posible, canalizar soluciones a través de los valores que promueve el arte. Pero un grupo de niñas que subió al escenario y desenrolló su espiral los impactó al asegurar que la violencia ocurría porque las niñas feas golpeaban a las bonitas por el solo hecho de que eran bonitas. Jesús detuvo la actividad, se disculpó con el público e insistió en que se explicaran.

—¿Y cómo ustedes llegaron a la conclusión de quién es fea y quién es bonita? —les preguntó él.

Ellas respondieron que las muchachas que tenían más formado su cuerpo eran las bonitas y las feas eran las que no lo tenían.  

El artista, que trabajaba con Fe y Alegría desde 2008, jamás había oído que unos niños compararan la belleza con el desarrollo del cuerpo. Debido a esto creó, junto con la chef Andreina Suárez, el programa Harepaz, uno de los tres proyectos pilares de la Fundación Flor de la Esperanza. Harepaz funcionaba como programa de asistencia alimentaria, es decir, lo que les interesaba era que los niños comieran, aumentaran de peso y que esto contribuyera con su desarrollo físico. No se ocupaban de los aspectos nutricionales.

La prueba piloto la iniciaron en la Escuela Monseñor Romero. De lunes a sábado, 600 estudiantes de Fe y Alegría y 70 profesores iban al colegio, se beneficiaban de útiles, libros y desayunaban arepas rellenas con jamón, mortadela o carne mechada.

Un domingo, Jesús manejó su carro hasta la escuela para buscar un lienzo y vio en la entrada a varios estudiantes. El colegio estaba cerrado, pero los muchachos esperaban que lo abriesen. Jesús entró, abordó a la directora y ella le explicó que los domingos los niños no tenían nada para comer en sus casas y se acercaban a la escuela con la esperanza de que les diesen algo de comida. 

Jesús recordó entonces cuando pasaba sus vacaciones en Aregue, un pueblo árido próximo a Carora, en el estado Lara. Allí era costumbre que su familia materna hiciese sancochos los fines de semana. El sancocho era tan sustancioso que tumbaba en hamacas y colchones a sus hermanos, a los primos, a sus padres, a sus abuelos. Pensó que tenía que hacer algo porque no bastaba con proveerles a los jóvenes desayunos durante los días de semana: debían cubrir también los domingos.

Así surgió, en 2017, Flor de la Olla, financiada por Esperanza Activa. Su propósito era organizar sancochos los fines de semana para convertir la asistencia alimentaria, cubierta por los desayunos escolares, en una contingencia. Ya no se trataba solo de que los niños comieran, aumentaran de peso y así estimularan el desarrollo físico. Debían ocuparse de cubrir los requerimientos de grasas, proteínas, vitaminas, minerales y carbohidratos porque en sus casas los niños no estaban comiendo. 

Pronto se dieron cuenta de que había sido una buena idea. Las sopas que repartían con Flor de la Olla eran tan sustanciosas que también tumbaban a los niños, a los padres y a los abuelos de la Escuela Monseñor Romero. 

Como le pasaba a la familia de Jesús.

A medida que transcurría 2017, el gas escaseó en Barquisimeto a tal punto que a los habitantes de la ciudad no les vendían bombonas de gas si no tenían el carnet de la patria. Como el occidente del país es árido carece de bosques maderables, razón por lo cual no resulta fácil conseguir leña para hacer fogones. A las escuelas no llegaba gas o leña para cocinar los desayunos escolares durante la semana y tampoco podían hacer los sancochos los fines de semana. 

Ese año se agudizó la crisis eléctrica, faltaba el agua potable y había deficiencias en el transporte público. Llegó a pasar que tenían Cerelac, pero no había agua para preparar la mezcla; que la nevera estaba llena de pollos y la luz se iba; y que las cocineras, aunque hubiera comida, no podían movilizarse hasta las escuelas porque no había autobuses. 

Al ver que las condiciones se complicaban, Jesús planteó crear un producto que no tuviese que cocinarse dentro de la escuela. Insistía en que debía ser industrial y no artesanal. Pero su equipo, que no veía la gravedad de la situación, le replicaba:

―Pero, Jesús, ¿qué industria dedicará su tiempo y su maquinaria para hacer algo así?

Para responder a este dilema, Jesús incorporó como voluntarios a nutriólogas, pediatras, ingenieras químicos e ingenieras de producción. Quería conocer cuáles nutrientes necesitaría un alimento industrial que mejorara la salud de los niños. Y buscó pistas en los informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.

En julio de 2018, dos meses antes de la reunión en el Café Torontella, Jesús conversó con la embajadora de Cáritas Venezuela, Susana Raffali. Le dijo que su fundación quería crear una alternativa alimenticia que sustituyera los desayunos escolares y los sancochos que hacían en las escuelas Fe y Alegría de Barquisimeto; una alternativa que no fuera sopa porque no había leña ni gas, que no fuera una merengada porque no tenían agua potable, que no involucrara a personal de cocina porque no había transporte, y que no dependiera de electricidad y refrigeración pues en Lara el servicio se iba al menos seis horas diarias.

Raffali lo escuchó y le propuso como solución una barra que contuviera los ingredientes necesarios para sustituir una comida. Como en la reunión no solo estaba Flor de la Esperanza sino que había más organizaciones, la nutrióloga no especificó las características del alimento. Pero esa idea, la de la barra alimentaria, se quedó dándole vueltas en la cabeza a Jesús. 

Desde esa conversación, se reunió con personas que él creyó que lo ayudarían a desarrollar la barra. Habló con empresarios que desechaban la idea porque creían que lo nutricional se hallaba en un pabellón criollo. Habló con médicos que le sugerían hospitalizar a los niños y someterlos a un régimen alimenticio. No eran personas ligadas a la emergencia humanitaria, así que no manejaban criterios de crisis.

Un día, a Jesús lo invitaron como mentor para un programa de formación de emprendedores organizado por Fundación Empresas Polar en Turmero, estado Aragua. Dictó su taller y preguntó a la gerente de planta si no conocía una industria que pudiera fabricarle unas barras nutricionales. Ella le sugirió que hablara con la gente de Larense de Alimentos, una empresa que les maquilaba galletas, que tal vez ellos podían hacerle la barra.

Jesús regresó a Barquisimeto y le pidió a sus voluntarios que ubicaran esa empresa. Todos se movilizaron, hasta que una amiga le dijo que conocía gente allí y creía que trabajaban con Empresas Polar. Ese fue el enlace para que pudiesen reunirse.

Jesús y Andrea están en el Café Torontella. Él acaba de explicarle lo que necesita.

―Cuente con nosotros. Somos gente a la que le gusta colaborar; somos una empresa que viene de abajo. Mi papá comenzó de una manera muy modesta la producción de galletas. Eso sí, no le puedo ofrecer barras: producimos galletas y eso es lo que le puedo fabricar —responde Andrea.  

―Bueno, si son galletas, ¡vamos a darle con galletas!

El equipo de Jesús, que escucha con atención la propuesta, insiste en que el alimento debe tener la carga alimenticia necesaria para no dividirlo en raciones, y así el niño no tenga que ir muchas veces a la escuela. 

Acordaron visitar la empresa para conocerla.

A los dos días, las puertas de Larense de Alimentos, ubicada en la Zona Industrial II de Barquisimeto, se abrieron para Jesús y su equipo. Desde cualquier lado del galpón se veía el proceso de producción: la tolva con la harina, la mezcladora de 500 kilos, la banda de transportación, el horno, el enfriamiento, el empaquetado y las galletas.

Después, Andrea mostró los laboratorios a los médicos y a los ingenieros para hacer pruebas y mezclas. Solo faltaba dar con la fórmula y el sabor correcto. La empresa incluso les ofreció la harina para que, cuando estuviese lista la mezcla, la galleta tuviera sabor a chispas de chocolate o vainilla.

En los próximos meses, una vez a la semana, el equipo de Flor de Luz iría a la fábrica.

Candiluz, nombre que recibió el proyecto que atendería la emergencia humanitaria en las escuelas Fe y Alegría de Barquisimeto, concursó en una iniciativa de responsabilidad social organizada por venezolanos que viven en Kuwait.

Las tres fundaciones de Jesús (Esperanza Activa, Flor de la Esperanza y Flor de Luz) comenzaron a recaudar fondos para financiar las pruebas. Hubo empresas que se entusiasmaron y donaron harina, lecitina y otros materiales.

Los voluntarios tardaron siete meses en dar con una galleta que no se partiera, que pudiera envasarse sin dañarse, que fuera sabrosa y que tuviera las grasas, proteínas, vitaminas, minerales y carbohidratos necesarios para la alimentación de los niños.

El proyecto de la galleta ganó el concurso y recibió 2 mil dólares de premio. Con ese dinero financiaron los primeros tres meses de la prueba piloto en el Botadero de Pavia, en una escuela de Fe y Alegría que queda en esa zona de Barquisimeto. Pesaron a 300 niños, hicieron el tamizaje y vieron que 110 estaban desnutridos: a ellos les empezaron a dar Candiluz. 

Fe y Alegría supervisó el proceso y, al ver que los niños ganaban peso, que mejoraban su rendimiento académico y que su estado anímico cambiaba, se hizo vocera del proyecto.

El éxito del producto llegó a oídos de Susana Raffali, quien le había dado la idea a Jesús. Y la Embajada de Suiza, con el aval de Cáritas Venezuela, comenzó a financiar la producción de la galleta y la repartieron entre las escuelas de Fe y Alegría.

Entre junio y julio de 2020 la Embajada de Francia abrió un concurso en el que participaron 317 proyectos de Venezuela. De esos escogieron 25, entre los que estaba Flor de Luz.

La Embajada paga desde septiembre, por tres meses, la comida de 250 niños de la Escuela Juan XXIII, lugar en el que Jesús y su equipo iniciaron esta travesía.

Durante la pandemia, los voluntarios visitan las casas de los niños cada 15 días y reparten 15 paquetes a cada uno.

“Los padres dicen que los niños están despiertos, que están más pilas, que ya no los tienen que regañar tanto”, dice Jesús con una sonrisa plena en la que se adivinan su orgullo y satisfacción por el éxito de la galleta.

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Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo  La Vida de Nos Itinerante.

Miguel Gamboa

Veo películas, escribo, doy clases en la Universidad Católica Andrés Bello de Guayana y escucho ˂i˃hardstyle˂/i˃. Solo soy consistentemente feliz en lo último.
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