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Milagros de Jesús junto a su hija.

Que en su cédula no decía semilla sino Milagros de Jesús

Feb 18, 2023

Primero ocultó que tenía cáncer de mama. Después, cuando no pudo seguir escondiéndolo, se negó a someterse al tratamiento de quimioterapia. Tuvo metástasis en distintas partes del cuerpo. Milagros tenía la convicción de que estaría con vida para ver a Kimberly, su única hija, graduada de médico.


FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Estábamos sentadas en el porche de la casa materna. No recuerdo cómo llegamos al tema y ella, tranquila y convencida, me dijo:

—No, negrita. Yo no pienso casarme… ¡Esa vaina no es conmigo!

—Bueno, Milagros, esa es tu decisión —respondí—. No te voy a decir que te cases, pero tú estás cuidando a mis hijos porque están pequeños y yo los dejo aquí en la mañana y los busco en la tarde cuando salgo del trabajo, pero ellos van a crecer y no tendrás a quien consentir… ¡Así que ve a ver si tienes un muchacho para que tengas por quien vivir!

Milagros de Jesús es mi hermana, ocho años menor que yo. Estudió bachillerato industrial y se graduó como técnico medio en electricidad. Su primer empleo fue en una constructora y hasta manejó tractores. Ese era el temple de Milagros.

Pero, a pesar de eso, ocho años después de aquella conversación recibí una llamada en la que me dijo:

—Negrita, el año que viene, en abril, vas a ser tía.

—¿Y conozco al papá? —le pregunté. 

—No. Y tampoco lo vas a conocer.

Milagros tenía 31 años cuando nació Kimberly, su hija, a quien le dedicó su vida.

Ya Kimberly tenía 3 años cuando Milagros comenzó a trabajar en el Complejo Hospitalario Ruiz y Páez, en Ciudad Bolívar. La mayor parte del tiempo la llevaba con ella. Nuestra madre la apoyaba en el cuido de la niña. Sin embargo, todas las veces que podía, Milagros la llevaba consigo, de tal manera que sus amigos cercanos y compañeros de trabajo se convirtieron en los tíos de Kim.

Todos en el hospital conocían a mi hermana como “la flaca de reproducción”. No se callaba ante nadie, apoyaba a todos los que hacían vida en el hospital, y si tenía que insultar a alguien, lo hacía, sobre todo por el tema político, porque se declaraba “adeca, adequita”. Fue allí donde descubrió que tenía cáncer de mama. Pero no se lo dijo a nadie. Se lo ocultó a toda la familia. 

Presumimos que recibió el diagnóstico alrededor de 2009 o 2010. Se negó a iniciar tratamiento y años después, cuando ya todos lo sabíamos, en una de nuestras tantas conversaciones, le reclamé su conducta, y me respondió que había conversado con su seno y que le había dicho:

—Ni tú te metes conmigo ni yo contigo, porque tengo una misión por cumplir.

En 2009, Kimberly inició sus estudios de medicina en la Universidad de Oriente, Núcleo de Bolívar. Siempre había querido ser médico. Una vez, cuando tenía 4 años, vio a un señor indigente a las puertas del hospital, y le preguntó a su mamá qué tenía él. Milagros le respondió que estaba enfermo. 

—Cuando yo sea grande, voy a ser doctora para curarlo.

Su madre fue una estudiante más: eran una dupla inseparable. Siempre estaba pendiente de ella. Y la hija de su madre. Fue así que en una oportunidad, en ese mismo año 2009, se dio cuenta de que Milagros tenía los senos duros. Le preguntó a ella, y le respondió que se debía a la carencia de una vitamina, y que ya estaba en tratamiento. Kimberly le creyó. Pero después, mientras cursaba anatomía, estaba estudiando un contenido referido a las mamas y la explicación del texto le trajo a la mente la conversación con Milagros. 

Entonces fue al cuarto y encaró a su mamá:

—¿Tú tienes cáncer de mama?

Milagros se quedó callada un rato y luego le respondió que sí, que era cierto, que lo tenía desde hacía tiempo, que no se quería tratar y que respetara su decisión y su silencio. Que no traicionara su confianza. 

Kimberly obedeció. 

La negación de someterse al tratamiento y el tiempo hicieron su trabajo. En 2012, Milagros comenzó a tener dificultad para respirar, tuvo un derrame pleural, por lo que tuvieron que intervenirla y hospitalizarla. 

La familia comenzó a atar cabos y todo cobró sentido. Yo fui muy dura con ella: le grité, le dije irresponsable. Ella bajó la cabeza y yo lloré muchísimo. 

Casi todo el hospital se enteró de la enfermedad de la flaca, y médicos, enfermeras, empleados y hasta el director fueron a su habitación. Muchos ofreciendo apoyo, algunos con los ojos aguados y otros reclamándole su silencio. 

En 2012 tuvimos el diagnóstico: cáncer ductal infiltrante, estadio IV, con metástasis ósea a pleura.

Milagros seguía rechazando iniciar tratamiento, pero el caso llegó a manos del oncólogo Alberto Cabello, su amigo desde hacía muchos años. Alberto la convenció de que aceptara el tratamiento. 

Eso sí, según ella, con condiciones. 

Con los resultados de los exámenes (biopsia, inmunohistoquímica, gammagrama, tomografías, psicometría…), el doctor Cabello fue muy franco y Milagros supo que su caso era irreversible: no aplicaba para cirugía oncológica y tampoco para radioterapia. El tratamiento solo sería medicina paliativa. Después de enterarse, Milagros me comentó: 

—Hablé con el chivúo de allá arriba —señalando el cielo— y acordamos que me permitirá ver a mi hija graduada de médico.

Accedió a someterse al tratamiento. 


Primero fue quimioterapia para el cáncer de mama. Sin embargo, la enfermedad hizo metástasis en la médula ósea y en muchas oportunidades hubo que transfundirle sangre. Después inició otra esquema de quimioterapia, esta vez para tratar la metástasis ósea. Sus venas estaban tan quemadas que le pusieron un catéter. 

Milagros cumplió 80 ciclos de quimioterapia en varios esquemas. Siempre entró y salió caminando y armando escándalo, contando chistes, refranes. Decían que era el alma de la sala de quimio. 

Uno de nuestros hermanos, Ivo, que estaba demasiado asustado y conmovido con el diagnóstico de Milagros, me contó algo que ilustraba la fuerza espiritual que ella mantenía en ese momento:

—Cónchale, negra, tú sabes que reuní fuerzas y fui a la casa para conversar con Milagros sobre su salud y darle mi apoyo moral. ¿Y sabes qué me respondió? Que me quedara tranquilo, que en su cédula de identidad no decía “semilla” sino Milagros de Jesús, y que ella sabía que se iba a morir después de ver a su hija graduada de médico.

Día tras día llegó 2018. Milagros seguía en tratamiento. Y seguía asistiendo a su hija y a su trabajo. Kimberly había llegado al final de su carrera. Desarrolló su tesis de grado, que hizo hiperventilar al tutor cuando le dijo cuál sería el tema: “Actitud del paciente oncológico ante la muerte”. Obtuvo mención publicación, un gran orgullo para Milagros, que pudo asistir a la defensa.

Solo faltaba el acto de grado. 

El lunes 9 de abril obtuvimos los resultados de las resonancias: había metástasis hepática y otras secuelas. Esa semana, por primera vez, no se levantó de la cama. El oncólogo conversó con Kimberly y le dijo que había decidido detener todo tratamiento, ya que era inútil. Solo indicó morfina para atenuar los dolores. 

El miércoles 11 de abril, Kimberly se enteró formalmente de que había salido en el listado de graduandos. Su acto de grado sería el 28 de ese mismo mes. Me lo dijo y yo hablé con Milagros.

—Bueno, hermana, ya Kim salió en la lista. ¿Vamos para la graduación en Puerto La Cruz?

—Yo no voy —me respondió. 

—¡Pero tú dijiste siempre que ibas a ver a tu hija graduada de médico!

—Ya mi hija es médico, desde que recibió su acta de culminación. El grado es solo una formalidad.

Me cuenta Kim que esa noche su mamá conversó con ella.

—Mi trabajo ya está listo, tú no me debes nada, yo no te debo nada… No le debo nada a la vida, la vida no me debe nada.

—Vete tranquila —le respondió Kim—. Yo voy a estar bien… hay mucha gente que me va a cuidar. Descansa… si te tienes que ir, vete. Yo voy a estar tranquila.

A las 5:00 de la mañana del 13 de abril, lentamente y en suma paz, Milagros fue dejando de respirar. Tenía 55 años.

Había cumplido su misión.

Semanas después ocurrió el acto de Kimberly. Al principio, no quería ir. Estaba muy triste, desanimada. Pero en la familia todos le insistieron en que fuera. Que tanto ella como su madre habían hecho mucho para que ese día fuera posible. Que su mamá estaría ahí con ella. Al final, la convencieron, y ella asistió a la ceremonia. Cuando debió tomarse la foto con su medalla y su título, sacó de una bolsa un retrato enmarcado de Milagros, se lo llevó al pecho, vio hacia la cámara y posó. Lo dice Viktor Frankl: si alguien encuentra motivación, podrá generar los cambios necesarios para crear una realidad más noble. 

el aula e-nosEsta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.

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De niña quería ser doctora sin tener claro el concepto. De adulta soy doctora en educación. A mis casi 70 años, luego de transitar por la academia llegué al mundo de la radio, mi pasión. Conduzco el programa Confieso que he vivido. Le tenía miedo a escribir, al hundirme en mis vivencias y las del otro, hoy día, al fin, lo logré.

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2 Comentario sobre “Que en su cédula no decía semilla sino Milagros de Jesús

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