Pensaba que las responsabilidades de la adultez llegarían después de los 30. Pero a los 23 años, cuando estaba terminando su carrera de letras y trabajaba en una editorial que le pagaba menos de 4 dólares mensuales, la joven escritora Keyla Brando entendió que debía asumir los gastos de su casa. Era 2017 y tenía un mes comiendo lentejas.
Fotografías: Álbum Familiar
Cuando las mamás de mis compañeros del colegio quedaban embarazadas, mi madre ya había pasado la menopausia. Cuando mi papá me buscaba en la casa los fines de semana, la gente pensaba que era mi abuelo. Mis padres me tuvieron en sus 40. Ahora es común que las mujeres de más de cuarenta queden embarazadas, pero hace 30 años no tanto.
Recuerdo que mentía en el colegio sobre la edad de mis padres, porque los de mis amigos eran mucho más jóvenes. Le preguntaba una y otra vez a mi mamá su edad para saber si es que había entendido mal. La respuesta siempre fue sincera: “Te tuve a los 39 años y medio. Fuiste una niña deseada y planificada”. Al final, también opté por ser sincera y repetir el discurso: “Mi mamá me tuvo a los 39 años y medio. Fui una niña deseada y planificada”.
Algunas de mis compañeras, típica maldad infantil, me decían que esa era la edad de sus abuelas. Sin embargo, mi mamá no parecía una abuela. Sus genes, por milagroso que parezca, la conservan muy bien, y eso que no se aplica nada, más allá de agua y jabón, y ni siquiera un jabón especial. Parece que la piel de los Reyes, mi familia del lado materno, almacena el colágeno, cuya producción disminuye luego de la juventud, y lo distribuye perfectamente de por vida.
El hecho de que mis padres fueran mayores no incidió demasiado en mi vida. Igual íbamos de viaje, se metían conmigo en la piscina o en la playa por horas, me llevaban a los parques, jugaban a las muñecas, me acompañaban al colegio y a las fiestas. Siempre estuvieron a la altura de mi energía, quizás porque “fui una niña deseada y planificada”.
Mis seres queridos, casi desde que nací, son de la tercera edad.
En las reuniones familiares se hablaba de cómo tramitar la pensión. Mis primos estaban casados y con hijos. Y yo era una niña. Crecer rodeada de adultos me hizo ver el mundo como ellos. Desde muy joven. Quería entender de política y la diferencia entre la izquierda y la derecha, entender qué era eso del “sistema” en los bancos y por qué siempre se caía, viajar a las playas de sus vacaciones, cantar los boleros de Daniel Santos…Quería ser de su edad.
Me esforcé para que ellos me vieran a su nivel. Por eso me incliné hacia la preparación académica. Lo que aprendía en clases lo podía compartir en las conversaciones e iba a quedar bien. Funcionó. Decían que era precoz y muy inteligente. Yo diría, más bien, que era una buena actriz.
¿Pero qué pasa cuando dejas de pretender que estás a su nivel y llegas a ese nivel?
Mis padres siguen acompañándome, pero son más niños: mi mamá se lleva un banquito por si le toca estar mucho tiempo de pie, y mi papá anda viendo el reloj porque es la hora de su siesta. Antes me recordaban llevar el pote de agua por si me daba sed. Ahora lo llevo por si a ellos les da sed.
Siempre pensé que la adultez —la adultez dura— llegaba después de los 30. Los 20 eran para estudiar, trabajar en lo que quisiéramos y seguir semimantenidos por los padres. La máscara de la adultez me pesaba y decidí guardarla bien al fondo.
Pero me tocó sacarla.
Creo que la locha me cayó cuando llevaba un mes comiendo lentejas. Era 2017, ese año terrible que transcurrió entre colas, hiperinflación y protestas. Tenía 23 años y estaba en el proceso de culminar el pregrado en letras. En paralelo, trabajaba en la editorial de Los Libros de El Nacional. Era mi trabajo soñado, pero la realidad exigía cambios.
Aunque mi mamá hace unas lentejas divinas, después de un mes comiendo solo eso le pregunté por qué no cocinaba algo más, y me respondió que lo demás no era asequible. Pensé que se burlaba de mí como aquella vez que no compró carne de vaca, sino pura carne de soya porque se metió a vegetariana. Salí al supermercado y comprobé que con mi sueldo no podía comprar nada. ¿Qué clase de magia hacía ella para que no faltara comida? Nuestra dieta no era la más variada, pero siempre había un plato sobre la mesa.
Algo debía hacer. En 2019, comencé a buscar otro trabajo y me fui a uno donde me ofrecieron 40 dólares mensuales. Pasar de sueldo mínimo —unos 800 mil bolívares, que entonces eran menos de 4 dólares al cambio— a 40 dólares fue un gran logro.
No soportaba el trabajo donde estaba mi mamá. No tenía sentido que siguiera allí. Ganaba muy poco. Una tarde, cuando llegó de caminar desde la Plaza Miranda hasta El Paraíso —unos 4 kilómetros que a paso constante se recorren en 40 minutos— con la cartera, la lunchera, la bolsa de pan y la cara brillante por el sudor, le dije:
—Mamá, renuncia. Yo me encargo de todo.
Se quedó sorprendida, pero habrá sentido seguridad en mi voz. Seguridad inexistente, que fui construyendo con los meses.
Tocaba desempolvar la máscara y aguantar su peso.
Siempre escucho a los mayores de mi familia lamentándose sobre su situación actual, pero agradeciendo que vivieron en otra Venezuela. No sé qué es peor: pasar en esta crisis la juventud o la vejez. Y solo puedo dar mi respuesta: prefiero tener una vejez tranquila.
Me propuse ayudar a mis viejos para que ellos sintieran que no estaban tan mal. No tenía ni idea de lo que se me venía encima. Parecía tan sencillo.
¿Ustedes saben lo estresante que es vivir en hiperinflación, ganar 40 dólares, y tener que pagar los servicios, hacer el mercado, ir al médico, arreglar la llave de arresto del baño, colaborar con la cuota especial del condominio para el ascensor, volver a hacer mercado, buscar para la otra cuota del condominio, pero esta vez porque se dañó la bomba de agua del edificio?
Seguramente sí, ¿verdad? Y dirán que no sé nada, que ustedes han hecho eso desde los 15 años, que aparte tenían 10 hermanos y vivían en una casa donde no llegaba el agua ni el gas, que se iban caminando de Petare a Propiatra, que llegaban cocinando para todos, que dormían parados porque las camas eran para los más pequeños. Yo he escuchado esas historias, pero ¿es el sufrimiento una victoria para ufanarse?
Me dio por molestarme cada vez que mi mamá me pedía plata. No entendía para qué necesitaba tanto. Sentía que debía buscarse otro empleo, que yo sola no podía. Después de la ira, recordaba que en nuestra economía el dinero no alcanza, que yo le había dicho que renunciara, que ella estaba en la edad de vivir tranquilamente de la pensión que había trabajado desde los 18 años.
Y que lo menos que necesitaba era una hija malcriada que le recordara cómo era ser de la tercera edad en Venezuela. Estar en un mundo digitalizado que empuja a hacer todos los trámites desde una computadora, pero resulta que con la pensión no se puede comprar una. Pasar a depender de algún hijo o sobrino que ayude cuando pueda (mientras tratas de no presionar tanto porque entiendes que ellos también tienen su vida). Salir a comprar comida y regresar con los nuevos precios de los vegetales, las verduras, las proteínas…
La pelea interna siguió por meses, la amargura, la molestia…
Y luego la compresión, el arrepentimiento y el perdón.
Sentí por primera vez la diferencia entre el amor de una madre hacia sus hijos y el amor de pareja, familia, amistad, trabajo, país. El primero siempre vuelve a su estado original, como esas pelotas de goma que uno aprieta cuando tiene rabia, y en segundos se inflan y quedan como si nada. Los otros son más como este típico ejemplo del papel que se arruga y nunca vuelve a estar totalmente liso.
Hasta que un día, no sé cuál, entendí que no necesitaba más la máscara porque, en efecto, era una adulta.
Observé también que en toda relación de dependencia, por más mínima que sea, quien tiene el poder puede usarlo cuando lo desee y ejercer violencia, de nuevo, por más mínima que sea, sobre el otro. Lo había visto en mis padres, en mis jefes, en los padres de mis amigos, en la presidenta del condominio y ni hablar de toda la jerarquía gubernamental. Decidí dejar de ser así. El hecho de que alguien dependa de mí no significa que deba calarse mis frustraciones o mi mal genio.
En 2019 opté por un mejor empleo. Me daban un bono en dólares y un sueldo en bolívares. El cambio no fue abismal, pero el hecho de trabajar cerca de mi casa y aliviarme el paseo por el metro, que cada vez prestaba un servicio más precario, lo hacía mejor. Si entraba más plata en el mes, la usaba para darme algún gusto, que no eran más que unas cervezas, porque mis gustos se han vuelto bastante sencillos.
Agendé recordatorios para pagar a tiempo los servicios, me metí en el grupo de WhatsApp del condominio para estar al tanto de las cuotas extraordinarias, conozco al plomero que me hace todos los arreglos y resuelvo lo que sea. No puedo pensar solo en mí, sino también en mis padres. Ellos ahora están a mi cargo. Por supuesto siguen siendo independientes y manejan sus ingresos —por escasos que sean— pero sé que debo estar prevenida al bate para lo que salga. Ellos volcaron su confianza en mí, su hija adulta, porque saben que tengo las herramientas para enfrentar cualquier situación. O eso quiero creer.
A mis amigos en el exterior les pregunto cómo viven allá los jóvenes de nuestra edad. Por supuesto la respuesta varía; los que están en países desarrollados, o un poco más desarrollados, me dicen que son como nosotros cuando estábamos en la universidad. Siento un poco de nostalgia de aquellos años, pero nada abrumador. He aceptado con cariño mi nueva etapa. Y lo que falta…
Pienso que el próximo gran paso puede ser adoptar un perro. Mientras tanto, me divierto con los mismos placeres y ordeno las nuevas responsabilidades que van llegando para que encajen bien dentro de la rutina y no fracturen la fina capa de estabilidad que he hilado hasta hoy. Tratar que los años dorados, la vejez o la juventud, aunque sean de níquel, por momentos se sientan de oro.