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Sentí esas palabras como un abrazo

Poco después de migrar a Colombia, nuestra colaboradora Johanna Osorio Herrera supo que estaba embarazada. Junto a su esposo Juan, se entusiasmó con la noticia de su primer hijo. A las semanas, ella comenzó a sangrar inexplicablemente, hasta que le hicieron un eco que reveló que el embrión había muerto en la semana seis. En esta historia testimonial cuenta el dolor de aquellos días.

Fotografías: Álbum familiar

 

La mamá de Martín y yo somos las únicas mujeres en esta sala de espera. Hay un enfermero en la entrada que nos cuida. A mí me trae cobijas para el frío; y no me deja ir sola al baño, por el riesgo de que sufra una hemorragia. Tengo un centímetro de dilatación y a ella su doctor acaba de decirle que tiene 10, que está lista para parir. Desde mi cubículo escucho cuando se lo dice. Aunque en este cabemos las dos, nos tienen separadas, por eso estoy sola, con la luz apagada. Tengo dos días acostada en esta camilla. Me han puesto analgésicos. Estamos desde hace unos minutos junto a la sala de neonatos, que lloran fuerte y sin parar. La mamá de Martín y su doctor pasan contentos frente a mi cortina. Él casi canta: “Ya vamos a conocer a Martín-tín-tín”. Llaman a su papá, quien pasa casi corriendo. Yo me cubro la boca para silenciar el llanto. Mi llanto. La mamá de Martín está a punto de conocer a su bebé, mientras yo espero que me saquen del vientre los restos del mío.

Es 2 de agosto de 2019. Hoy perdí a mi bebé. Tenía 10 semanas de gestación.

 

Nos enteramos de que íbamos a ser papás el 16 de junio. Primero sentí desconcierto y miedo. Las circunstancias eran un poco adversas: mi esposo Juan y yo teníamos poco de haber migrado a Colombia, y apenas acabábamos de conseguir trabajo. Todavía vivíamos con nuestros tres perros en una habitación. Pero después, al ver la emoción de mi familia, a Juan feliz mostrándole la cartilla de recién nacidos a su mamá por videollamada, me sentí más tranquila. Y contenta. Mis primeros días embarazada fueron dulces. Hasta la 5ta semana, cuando mi 1ra ecografía resultó irregular y, horas después, tuve una amenaza de aborto.

Mis días a partir de entonces fueron casi siempre dolorosos. Desde la amenaza de aborto hasta mi aborto espontáneo estuve en urgencias 9, 10 o más veces, y acudía a frecuentes citas con mi ginecobstetra. Me hacían ecos y decenas de exámenes de sangre. Excesivos vómitos e inapetencia me hicieron bajar casi tres kilos en menos de un mes.

Incertidumbre, estrés, un trabajo que me daba náuseas.

Un día el hambre volvió, y se disiparon las ganas de vomitar. ¿Podía sentirme bien estando embarazada? ¿Seguía embarazada? Algo está mejorando, o todo está muy mal, pensé. Era mi primer embarazo, no sabía muy bien qué era normal y qué no.

Sangré dos veces después de la amenaza de aborto en la 5ta semana. En esas oportunidades, no habían encontrado nada malo con mi embarazo. No estaba abortando, pero había sangre, y nadie sabía de dónde venía. Con una sonda, directo desde mi vejiga, comprobaron que no venía de ahí. Tampoco parecía venir del útero. Por eso, la tercera vez que sangré no me alarmé demasiado.

Tenía más de 12 horas de sangrado a gotas cuando llamamos al servicio telefónico para embarazadas. Quien me atendió sí se alarmó, y me ordenó ir inmediatamente a una clínica materno-fetal.

Tener que ir a una clínica especializada me emocionaba. Aún no habíamos podido ver a nuestro bebé, siempre estaba muy chiquito y el siguiente eco sería hasta la semana 12 o 14, según la disponibilidad. En las urgencias regulares (a diferencia de esta clínica) no disponían de equipo ginecológico, así que esta sería una oportunidad para verlo antes de lo pautado. Entonces, con la esperanza de conocerlo, volví a ponerme el vestido de flores que Juan me regaló, y que ya había usado el día del primer eco, del primer sangrado, del primer miedo.

Es extraño el deseo de estar bonita para conocer a un bebé en blanco y negro.

Esta vez fui sola. Le pedí a Juan que se quedara en casa, y le prometí que si me hacían una ecografía, lo llamaría para mostrarle al bebé por videollamada, porque esta vez seguro sí lo vería.

Teníamos una semana viviendo en un apartamento de dos habitaciones. Queríamos tener dónde recibir a nuestra familia para que vinieran a conocer al bebé. En mi cuarto había espacio para la cuna de colecho que queríamos al lado de la cama. La ventana daba hacia el balcón: el bebé siempre tendría solecito.

 

En la sala de espera todas estábamos embarazadas. Barrigas pequeñas, barrigas grandes, mujeres en trabajo de parto, y estaba yo, a quien no se le notaba nada. Una chica amable de pelo largo, negro y trenzado me hizo la estadía menos aburrida mientras nos atendían. Ella estaba nerviosa porque tenía contracciones y apenas estaba en el 6to mes. Frente a nosotras, una muchacha muy joven, con cara de niña, caminaba adolorida de un lado a otro; le dijeron que debía hacerlo para dilatar más.

Por primera vez me sentí parte del mundo de las embarazadas.

Ese mundo que se derrumbó en minutos.

Cuando llegó mi turno, dejé atrás a las futuras madres.

Ya conocía la rutina: quitarme la ropa, ponerme la bata y subirme a la camilla. Otra vez el útero estaba cerrado, pero la doctora no se conformó con eso, y me remitió a ecografía para salir de dudas. Estaba lista para conocer a mi bebé: vestido de flores, emoción, mensaje a Juan. “Cuando lo vea, te llamo para que lo conozcamos juntos”.

Era mi cuarta ecografía transvaginal. Después de tres fallidas, la certeza de verlo, al fin, me aceleraba el corazón y los sentimientos. Ahora, con 10 semanas, vería sus brazos, sus piernas, escucharía su corazón.

La doctora movió muchas veces el transductor, como buscando algo que no estaba.

Me asusté, pero luego lo vi en la pantalla: era un saquito con un embrión. No veía brazos, ni piernas, tampoco había señales de un corazón. Me olvidé de Juan, y volteé a ver a la doctora, que estaba muda. Quizá no encontraba palabras para decir lo que tenía que decir:

Muerte embrionaria temprana, en la semana 6.

Tenía un mes soñando con un hijo que estaba muerto.

 

Las doctoras fueron maternales y amorosas. Las madres que había conocido afuera, en la sala de espera, también. La mamá que yo quería cerca, la mía, estaba lejos (pero apenas supo de la pérdida, vino a cuidarme, a cuidarnos, como siempre). Juan, al teléfono, solo se culpaba por no haberme acompañado. Le pedí que me esperara en casa, porque ya me iba, con 12 pastillas en el bolso para provocarme un “aborto farmacológico”. Esa noche debía dormir tranquila, y al día siguiente debía empezar, en mi casa, sola con mi esposo, ese proceso: tres dosis intravaginales de cuatro pastillas cada una, durante tres días. Luego, debía volver en 10 días para un eco de revisión. Sangraría mucho, me dijeron, pero no demasiado.

¿Qué era mucho?

¿Qué era demasiado?

Iba a ser como una menstruación abundante, me explicaron, pero debía estar alerta, y ante cualquier irregularidad debía volver a la clínica inmediatamente.

Ese día comenzó como un funeral. Me despedí del embrioncito sin vida, e introduje las primeras cuatro pastillas, media hora después de tomar un analgésico muy fuerte.

Nadie me dijo que sentiría tanto dolor. Y no, no me refiero solo al dolor emocional.  Nadie me advirtió que sentiría que me desgarraban el vientre. Abortar da miedo, y duele mucho. Comienza como un espasmo, un dolor bajito. Luego se apodera de todo el cuerpo. Sentada en el sanitario, sangrando como nunca en 15 años de menstruaciones, temblaba de frío y de calor a la vez. Sentía que estaba muy sofocada, pero a la vez con un frío insoportable. El cuerpo tiembla sin control, y te mareas y sientes náuseas, y duele y lloras y gritas, y quieres que se acabe.

No alcancé a ponerme sola la segunda dosis.

Esa noche, Juan debió salir conmigo en pijama, ensangrentada, para urgencias: me bajaron del taxi cargada y me llevaron en silla de ruedas. Juan se encargó del ingreso, y luego entró conmigo al consultorio, aunque debía esperar afuera. Me ayudó a quitarme la ropa, a ponerme la bata, a subirme a la camilla. La doctora de turno me examinó. El saco gestacional estaba casi en el cuello uterino, pero no bajaba, y yo estaba sangrando mucho. Por eso me hospitalizaron.

Después vinieron más dosis de pastillas, más dolor, enfermeras que me atendían, que llegaban, se iban. En los cambios de turno, usando mi historial, las más experimentadas les enseñaban sobre abortos a otras. Hubo una muy especial que me cambió la bata manchada de sangre y me llevó a ducharme.

Cada tanto, ¿cuatro, cinco horas?, un doctor distinto entraba a mi cubículo, me pedía doblar las rodillas y abrir las piernas, y metía su mano muy adentro de mí, sin hablar mucho o nada.

Una doctora trató de sacar el saco gestacional con su mano, pero no pudo: recuerdo el dolor, los espasmos, los escalofríos.

Al segundo día estaba tan inerte que solo abría las piernas y esperaba, sin moverme, sin quejarme, sin mirarlos.

Y el saco seguía allí.

Por ello, el legrado, un procedimiento en el que raspan el útero por dentro con una especie de cuchara llamada legra, se hizo necesario. Firmé unos documentos, no recuerdo qué eran, y me subieron a quirófano.

Ya no me dejaron ver más a Juan.

Eran las 8:00 de la noche. Quedarse sola durante un aborto también da mucho miedo.

 

Escuché los balbuceos de Martín recién nacido.

Y escuché el llanto de otros bebés, los de aquellas madres con las que también había compartido en la sala de espera durante dos días.

Mientras en el resto de los cubículos entraban y salían mujeres, listas para ser madres, yo fui por dos días la única paciente en el cubículo 13. Cuando entré al quirófano, no sabía si temblaba de frío o de miedo. Pero temblaba. Mucho. Me cambiaron de camilla, me limpiaron con jabón helado, con los pies apoyados en el armatoste, me inyectaron propofol.

“Está lista”, dijo el anestesiólogo.

No, no estaba lista, quería decirles, pero no alcancé.

Creo que me despertó el dulce doctor que trajo al mundo a Martín-tín-tín. Me preguntó si era mi primer aborto y le dije que sí, pero que yo no quería abortar.

“Lo sé, mi niña”, me dijo con pesar.

Sentí esas palabras como un abrazo.

Allí comencé a pensar en algo en lo que antes, quizá por mi inexperiencia, no había reparado: físicamente los abortos son iguales para todas. Sean voluntarios o no. Me refiero a que siempre hay dolor y contracciones, y espasmos, y miedo. Muchas mueren. Yo tenía garantías de vivir, porque mi legrado fue en un quirófano, y duró menos de 15 minutos.

Desde entonces no podía —no puedo— dejar de pensar en las mujeres que deben pasar por un aborto solas, en la clandestinidad, sin supervisión médica, sin apoyo ni amor. Que no pueden correr a urgencias si la sangre les baja por las piernas sin control. O que ni siquiera saben qué les está pasando, porque nunca han recibido educación sexual. Niñas que no supieron cómo protegerse (o peor aún, que fueron violadas). Mujeres con otros hijos que son su prioridad, o que aman lo que hacen y no quieren dejar de hacerlo. O que, sencillamente, no quieren ser madres. No dejo de pensar en las mujeres que emplean procedimientos peligrosos: en las que les introducen un gancho por la vagina y les destrozan el útero; en las que les quedan restos dentro y se infectan, o tienen hemorragias y mueren sin que nadie las ayude.

Mujeres como mis amigas, mis hermanas, mi mamá, como yo.

 

Por mucho meses, tampoco pude dejar de pensar en mi bebé. Lo veía en cada niño. Lo imaginaba, lo amaba, lo extrañaba, lo lloraba. Mentalmente sacaba la cuenta de los meses de gestación que tendría. Sentía que me faltaba un brazo, algo que siempre había estado conmigo, aunque no fuese así.

Luego, comencé a sentirme profundamente sola. Pero no lo estaba, nunca lo he estado.

En noviembre, después de tres meses de no estar viva, la terapia me dejó claro que yo no había muerto con él o ella.

Y reviví.

Seguí pensándolo, y calculando su edad si hubiese nacido en aquel febrero o marzo, pero con ternura. Mi anhelo desesperado de llenar su vacío con otro bebé también desapareció. Ahora mi esposo y yo queremos buscarlo cuando estemos preparados. Comencé, también, a alegrarme más por los embarazos de mis amigas, por el crecimiento de sus bebés sanos y felices. Entendí que no hay nada malo en mí, que no tengo la culpa, que no tengo ningún defecto, que las pérdidas como las gestaciones son naturales. Dejé de llorar, de llorarlo, hasta el día que escribí este texto. Ahora el llanto es distinto. Es el llanto de alguien que sufrió mucho, pero que transformó toda la tristeza en empatía, en fuerza, en amor por otras.

Una vez, un buen amigo me dijo que en la vida todos éramos aprendices y maestros a la vez. No sé qué pueda enseñar a otras personas con mi experiencia, pero sí sé que ese bebé, aunque no nació, ha sido de los maestros más importantes de mi vida.

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Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.

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