Hay calles de Caracas que parecen estampas de pequeñas ciudades italianas o españolas de los años 50. No se podría explicar Venezuela sin la plural y masiva inmigración que contribuyó con su mestizo sentido de identidad. Cientos de miles de ciudadanos llegados de Europa, América Latina, Medio Oriente y Asia, encontraron aquí el punto de inicio de una nueva etapa en sus vidas.
Para el censo de 1961, había en Venezuela una población de 7 millones de habitantes, de los cuales casi un millón eran inmigrantes europeos. Es así como nuestro país posee la mayor migración portuguesa del continente de habla hispana, la cual comenzó a asentarse en la década de los años 40 del siglo pasado. Tuvo también, junto a Francia, Argentina y México, una de las cuatro colonias de españoles más numerosas del mundo. Nada más la colonia italiana, que se asentó en esta tierra entre las décadas de los 40 y los 50 del siglo pasado, alcanzaba la cifra de unos 300.000 ciudadanos.
Fueron cuantiosas, de igual manera, las migraciones sirias, libanesas, chinas, colombianas, ecuatorianas y dominicanas, que hicieron de Venezuela el hogar de sus hijos, dejando atrás las penurias que los agobiaban en sus países de origen, se tratase de la pobreza y la destrucción, como en el caso de italianos y españoles después de la Segunda Guerra Mundial, o de la guerra en pleno desarrollo, en el caso de los colombianos durante las últimas décadas del siglo pasado, y de sirios y libaneses en ese mismo período de tiempo. O huyendo de la represión, como le sucedió a argentinos, uruguayos y chilenos durante las cruentas dictaduras que asolaron sus países. O, llanamente, de los malos tiempos, como en el caso de dominicanos, haitianos, ecuatorianos y peruanos. Y, aunque en menor medida, también llegó una migración venida de Hungría, Polonia y Rumanía, por nombrar algunos países de Europa del Este.
Atraídas por la riqueza petrolera y la estabilidad política y económica de la que gozó Venezuela durante la segunda mitad del siglo pasado, verdaderas oleadas humanas se asentaron en ciudades y pueblos de uno de los países de toda Latinoamérica que más inmigrantes albergó a lo largo de su historia. Y todas esas colonias se aclimataron y mezclaron sus costumbres y su sangre con ese pueblo próspero que proclamaba con ufana vanidad que: “Venezolano no emigra”, contribuyendo a darle forma a «lo venezolano».
Cómo podían saber esos venezolanos que, en 1998, con la llegada al poder de ese teniente coronel que intentara un golpe de Estado unos años antes, se iba a dar inicio a un proceso que produciría una impensable reversa de la situación que caracterizaría a su nación, pasando de ser una de las más prósperas de la región, a ser una de las más pobres, y que, así como fue el país del continente que más ciudadanos recibió a lo largo de su historia, se convirtió en el que más ciudadanos ha expulsado.
Por tierra, aire y mar.
Acechados por el hambre, la hiperinflación, la violencia criminal, la ausencia de justicia, el descalabro del sistema de salud y la represión, en los últimos diez años, el número de venezolanos que se han asentado en otros países ha alcanzado los tres millones, según lo señalan la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). Para dar una idea de la magnitud del asunto, un 58% de los venezolanos tiene algún miembro de su familia viviendo fuera del país, al menos un millón de ellos en la vecina Colombia. El mismo número de europeos que se asentó en el país para el año 1961.
Tres millones de personas corresponden, más o menos, al 10% de la población de Venezuela. Un número que amenaza con aumentar de forma drástica, si no se vislumbran cambios significativos en la situación política y económica durante los próximos meses.
Entre esos millones de venezolanos emigrados se encuentran, por supuesto, las segundas y terceras generaciones de aquellos extranjeros que se vinieron a hacer de Venezuela su hogar. Es el caso, por ejemplo, de Mirco Ferri, cuyos padres llegaron de Italia y ahora sus hijas se establecieron en Italia y Canadá. O el de Gisela Kozak, cuyo padre checo vino a Venezuela para hacer familia con una venezolana, y ahora ella se encuentra instalada en México, por las mismas razones que él: por negarse a vivir bajo un régimen sin libertades. O el de Maite Espinasa, cuyos padres catalanes vinieron a establecerse en Venezuela, pero su nieto nació en Cataluña, donde vive su hija desde hace 15 años.
Enea Ferri, Jiri Kozak y Antoni Espinasa no se conocieron entre sí, pero el destino los llevó a compartir tesoros en común: haberse instalado en una Caracas de la que no conocían nada antes de eso, es uno de ellos. Y enamorarse inmediatamente de esta tierra y hacer de ella, además de una patria para sus hijos, el suelo donde descansar para siempre, sería otro.
Pero como nada hay definitivo en la historia del Hombre, ahora su descendencia venezolana levanta el vuelo buscando, como ellos, un espacio dónde echar raíces. ¿Volverán a Venezuela? Es difícil saberlo. Muy probablemente, dos o tres generaciones después, lo “venezolano” en esas familias termine por ser una anécdota remota, un cuento de sobremesa, un curioso accidente en su genealogía.
Es por eso que en La vida de nos ideamos la serie Aves migratorias y le pedimos a los descendientes directos de aquellos, venezolanos de primera generación, que nos contaran la historia de cómo sus padres se asentaron en esta tierra con la intención de echar raíces. El resultado, en medio de la actual catástrofe venezolana, es un conjunto de testimonios sumamente valiosos que sirven para resguardar este episodio en la memoria histórica de esas familias.
Aquí podrán leer, entonces, cómo los apellidos Ferri, Kozak y Espinasa se hicieron venezolanos.