Delta Amacuro es uno de esos lugares que parecen estar más allá de los límites del país, como si la geografía nacional terminara justo donde comienza este estado ubicado en el extremo este venezolano. Es un aspecto que no solo se refiere a su posición en el mapa, sino a una idea que habita en el pensamiento general de la población: una especie de olvido colectivo de esta tierra, que casi niega su existencia. Es una afirmación muy dura, pero ello no se compara con la gravedad de la situación que viven sus habitantes, que no han tenido garantía de sus derechos sociales y de protección en materia de salud, educación, alimentación, trabajo, vivienda y seguridad social. Se trata de una situación agravada por el olvido del Estado.
Atlas del silencio , un estudio del Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela, califica a tres de los cuatro municipios de Delta Amacuro como desiertos informativos y el cuarto como desierto moderado, es decir, son territorios cuya realidad local está escasamente cubierta por medios de comunicación. De acuerdo con el mencionado estudio, los habitantes de las comunidades no tienen acceso a información de interés inmediato, “eso que les permite tomar decisiones sobre su cotidianidad y entender el mundo que les rodea”. Y agrega más: “La escasez de información local es considerada (…) como una de las amenazas estructurales a la libertad de expresión, la libertad de prensa y la participación ciudadana, pues esto dificulta la construcción de una sociedad mejor informada, plural y democrática”.
Las cuatro historias de la serie Una tierra olvidada se adentran en la complejidad de esa crisis desde la experiencia de sus protagonistas, para contar cómo es la vida allí. Cada una muestra una arista diferente de esa realidad que es prácticamente desconocida para el resto del país. En este contexto, narrar ayuda a combatir la desinformación y el olvido.
En 2005, Jesús Ramón Campero tomó sus pertenencias y, con sus hijos y su esposa, se fue a Tucupita, capital del estado, y con láminas de zinc se construyeron una casita en una orilla de la Troncal 15. Iban de Araguaimujo, en lo profundo de Delta Amacuro, buscando mejores condiciones de vida y el deseo de que sus hijos estudiaran. En la selva no tenían acceso a servicios básicos, a salud o a educación, ni la posibilidad de un empleo que les garantizara ingresos con los que sostener a la familia. Es lo que hacen muchos miembros de las comunidades indígenas: abandonan la selva con la idea de que en la ciudad les irá mucho mejor. Pero salvo el cambio de paisaje, las cosas no son muy diferentes. Tucupita no ofrece acceso a servicios públicos y a trabajos formales, todo producto de los embates de la crisis que afecta a todo el país. En este estado, para el año 2017, según cifras de Reto País , 24,1 por ciento de la población habitaba en ranchos, 69,1 por ciento no tenían saneamiento y el 45,3 por ciento estaban privados del acceso al agua potable por acueducto. Por eso, 18 años después de haberse mudado, en la misma vivienda condiciones precarias, Jesús Ramón sigue esperando que las autoridades den respuesta a los muchos problemas de la comunidad en la que aún vive.
La crisis venezolana también acabó con las posibilidades de ascenso social que brindaba la formación académica. Obtener un título profesional no es garantía siquiera de lograr un puesto de trabajo, lo es menos en Delta Amacuro, donde el índice de desocupación es muy alto, pues no existen fuentes de empleos que satisfagan la demanda. Luego de haber terminado su carrera como economista, Luisa Gallardo no encontraba dónde ejercer su profesión. Solo conseguía vacantes como vendedora en comercios de asiáticos en Tucupita. La situación se complicaba cada vez más y el dinero no le alcanzaba para mantener a su pequeño hijo. Por eso, en 2018, acudió a la Zona Educativa del estado con sus documentos. La ubicaron en un colegio como maestra de preescolar. Allí no solo descubrió una vocación, sino que conoció de cerca las amenazas y presiones hacia los docentes para que recibieran una formación con evidentes sesgos partidistas; vio cómo los maestros abandonaban sus cargos por las exigencias que les presentaban y porque no tenían siquiera para cubrir el transporte; y también fue testigo de cómo mermaba el número de los estudiantes porque en sus casas no los podían seguir mandando a clases.
Otros profesionales solo ven una salida al desempleo y la desocupación fuera de Venezuela, por eso han optado por migrar. Fue lo que decidió Kerlis cuando, después de dedicarse al comercio informal, vio que lo que ganaba no le alcanzaba ni para alimentarse y en Tucupita ya no tenía opciones. Se marchó a Trinidad y Tobago, como habían hecho cientos a través de embarcaciones clandestinas e inseguras. En 2020 era algo muy frecuente, incluso en su comunidad se rumoraba que la ciudad iba quedando desierta porque todos se estaban yendo a ese país. La mayor cantidad de migrantes hacia Trinidad y Tobago provienen de los estados Sucre, Monagas y Delta Amacuro. Según el Centro de Derechos Humanos de la UCAB , en Trinidad y Tobago hay 36 mil 218 migrantes y refugiados venezolanos, y solo 14 mil de ellos tienen un estatus legal regular. Al principio, Kerlis consiguió un trabajo y le iba bien, pero su situación era irregular y no se sentía segura. Primero sufrió acoso de un trinitario, y más tarde fue apresada y recluida temporalmente hasta que la deportaron y devolvieron al mismo estado Delta Amacuro. Más tarde se marchó nuevamente, esta vez a Brasil, donde siente que encontró el lugar que había estado buscando.
Para paliar la situación de los más vulnerables en Tucupita, Wilfredo Rodríguez organiza “sopas solidarias” en la plaza Bolívar de esa ciudad. También ha entregado ropa, medicinas, equipos deportivos y otros alimentos. Lo hace con los recursos que tiene a su alcance y con lo que otros donan a la causa. El año en que se produjo el punto de quiebre fue 2017, uno de los más duros de la crisis, cuando de acuerdo con datos publicados por Reto País la pobreza extrema se ubicaba en 66,6 por ciento de los hogares de esa entidad. Él estaba muy enterado de lo que padecían los habitantes de las comunidades de Tucupita, que visitaba con frecuencia y donde conocía sus problemas y necesidades. Terminó sensibilizándose con todas las historias que escuchaba. Como hacía las denuncias a través de la emisora de radio donde trabajaba, fue detenido por cuerpos policiales y también acosado por afectos al partido de gobierno. Pero nada ha detenido esta labor que continúa desarrollando porque siente que es importante y puede ayudar a los que lo necesitan.
Son muchas las historias que podríamos seguir contando para mostrar cómo la crisis económica, política y social ha afectado las condiciones de vida en un estado cuyos indicadores en salud, educación, alimentación, trabajo, vivienda y seguridad social son alarmantes. Al poner el foco en estas cuatro vidas hemos querido ofrecer una mirada de esa compleja y dura realidad de sus habitantes, para darlas a conocer y visibilizarlas.
Pero, sobre todo, para que Delta Amacuro comience a dejar de ser una tierra olvidada.