Durante el paro petrolero de 2002, José Gregorio Araujo inauguró un pequeño restaurant familiar de comida italiana en Sabanetas, un pueblo montañoso a las afueras de la ciudad de Trujillo, en Los Andes venezolanos. Luego de 18 años, el negocio tuvo que reinventarse para poder seguir a flote.
Fotografías: José Cordero
José Gregorio Araujo está cocinando una salsa para pastas. Prueba la preparación, corrige el punto de sal y le sube el fuego a la hornilla. La casa huele a tomates cocidos, a ajo sofrito y a especias. Consuelo Balza, la esposa de José Gregorio, está sentada en la mesa del comedor, tomando el café que quedó del desayuno. Es todavía muy temprano. Falta poco para las 7:00 de la mañana de un día de octubre de 2020. Aquí, en Sabanetas, un pueblo montañoso a las afueras de la ciudad de Trujillo, hace mucho frío. La brisa helada entra por la puerta trasera de la casa y por eso Consuelo está abrigada.
Sus hijos, Cristian, de 25 años, y Gregory, de 20, van de salida: bajarán a la ciudad, a unos 18 kilómetros de distancia, a vender las salsas que su padre hizo el día anterior y congeló en frascos.
Le dicen adiós a la madre, atraviesan el patio de tierra húmeda y suben por unas escaleras que están a un costado del terreno en el que Consuelo tiene sus matas floridas. Esas escaleras conducen a un pequeño chalet con techo a dos aguas, en cuya fachada hay un aviso que dice: “La Cantinela de la Pasta y algo más”. Es el restaurant que, hace 18 años, abrió José Gregorio Araujo, a la orilla de la carretera nacional.
Antes era muy fácil llegar hasta aquí. El transporte público funcionaba y las carreteras estaban en buenas condiciones. Mucha gente venía a la “La Cantinela de la Pasta” a comer pizzas, pastichos, raviolis y pastas. Pero ahora las vías están deterioradas y no hay muchos buses que cubran el recorrido de Trujillo a Sabanetas. Solo trabajan los autobuses chinos asignados por el gobierno regional para esta ruta y siempre pasan abarrotados. Quienes tienen carros particulares evitan andar por estas carreteras tan empinadas. Les cuesta mucho llenar el tanque de gasolina.
Por eso ahora casi no vienen comensales. De vez en cuando algún cliente llama para que lo atiendan personalmente, pero esto no pasa con tanta frecuencia. Además, muchos de quienes frecuentaban el local, migraron. Y otros siguen en el país, pero para ellos degustar un plato de comida italiana se convirtió en un lujo: no tienen cómo pagarlo.
En italiano, la cantinela es el almacén donde se guardan los alimentos, la alacena.
La alacena ahora está vacía.
Cristian y Gregory esperan frente al restaurant a que algún amigo motorizado, o quizás un vendedor de verduras que pase por aquí, les haga el favor de llevarlos hasta la ciudad. Al cabo de un rato, la madre mira por una ventana de la casa cuando finalmente logran montarse a un camión: como pueden, se hacen un espacio entre otras personas a las que también les dan la cola.
Al llegar, como habían acordado, Cristian va a la ferretería La Casa del Pueblo, y Gregory al Centro Comercial Trujillo. Allí tienen que entregar varios pedidos. Después van al centro y entregan otros frascos con salsas que les han encargado; y luego caminan una hora hasta la casa de José, otro de los clientes.
Pero no están cansados. Venden unos nueve frascos de salsas congeladas: es un buen día.
Ahora les toca volver, subiendo las empinadas calles de Trujillo, bajo el sol del mediodía. A veces, en estos recorridos que ya son habituales, compran un pan relleno de panela y queso, para amortiguar el hambre. Si no consiguen un carro, tienen que hacer todo el camino a pie, lo que les tomaría unas cinco horas. Porque se trata de un trayecto cuesta arriba, empinado. Muy empinado. Cristian, quien sabe muy bien lo agotador que es recorrerlo con zapatos desgastados, prefiere esperar a que pase una cola.
Algunos días les ha tocado estar allí hasta tres horas esperando.
Las colas de la gasolina en las estaciones de servicio en la ciudad de Trujillo que han visto hoy son enormes. En 2002, hace 18 años, ellos estaban muy pequeños y por eso no lo recuerdan bien, pero sus padres les han contado que estas colas son mucho más extensas que las que se vieron en Trujillo cuando, en diciembre de ese año, los trabajadores de la empresa estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa) paralizaron sus actividades.
Fue por aquellos días cuando, aunque todo parecía adverso, José Gregorio y su esposa inauguraron “La Cantinela de la Pasta”. La inauguración fue todo un evento en el pueblo. El local, acondicionado para atender a 30 comensales, estuvo abarrotado con los 50 invitados que asistieron ese día. José Gregorio y Consuelo tuvieron que esforzarse para distribuir a la gente en las dos áreas del restaurant y todos tuviesen un puesto en las mesas. Las bandejas con los pasapalos iban y venían; los trozos de queso tentación y queso azul dieron deliciosos toques a las conversaciones. También circulaban los tragos de whisky.
Benito Conte, el dueño de la finca “La Rumorosa”, pronunció unas palabras en las que manifestó sentirse contento, complacido y orgulloso. Benito era un comerciante italiano que emigró a Venezuela. En “La Rumorosa”, José Gregorio se había encargado de las caballerizas, limpiaba el chalet de la finca y podaba los jardines. También atendía los cultivos que se hacían por temporadas. Pero el salario no le alcanzaba y las ganancias de la producción agrícola no eran permanentes. José Gregorio y Consuelo hacían otras cosas como administrar la cantina del liceo del pueblo para tener otra fuente de ingresos, mientras sus tres hijos crecían. Hasta que un día José Gregorio se sintió determinado a renunciar.
Benito, sin embargo, le propuso que no lo hiciera. Y que, como una forma de honrar todo el tiempo que había trabajado para él, le cedería una parte de su terreno y haría levantar allí un restaurant donde se sirvieran pastas italianas. Porque Benito, a lo largo de esos años previos de relación laboral y de amistad, le había enseñado las recetas de su tierra natal. José Gregorio aceptó y juntos idearon lo que llamaron “La Cantinela de la Pasta”.
Durante los primeros meses, no hubo muchos clientes, pues por la escasez de la gasolina todo parecía paralizado.
El periodista Yover Vásquez, de la emisora trujillana 102.5 FM, empezó a difundir por la radio la existencia del negocio, hasta ahora desconocido. A partir de entonces, poco a poco, los comensales empezaron a llegar y, poco tiempo después, el restaurant adquirió buena fama.
La gente iba a degustar pastas acompañadas de salsas boloñesa, marinera, napolitana y carbonara. Y la especialidad de la casa: la salsa ragú “Cantinela”, con ovejo, cerdo, res y una corona de pesto.
Cristian y Gregory, más adelante, siendo ya adolescentes, ayudaban a servir los platos. Aprendieron a poner los cubiertos, a servir las cervezas y a fregar los vasos para que quedaran impecables.
Por 10 años, José Gregorio siguió trabajando en la finca “La Rumorosa” y en el restaurant al mismo tiempo. En 2012, su esposa y él decidieron dedicarse de lleno al negocio y Benito supo comprender su decisión.
Les iba bien. Pero a partir de 2017, la crisis económica que atravesaba Venezuela comenzó a complicar las cosas. Dos de los tres restaurantes que había en Sabanetas cerraron. “La Cantinela de la Pasta” había encontrado la manera de sobrevivir, hasta que llegó la pandemia de covid-19.
Uno de esos días, con el país en cuarentena, con la escasez de gasolina, sin haber vendido un plato de pasta en semanas, José Gregorio creyó que era el final; que nunca más su cocina volvería a seducir con sus olores.
—Nos vamos a morir de hambre —le dijo José Gregorio a su esposa.
Ella hizo silencio.
Fue entonces cuando Cristian planteó una alternativa.
—Papá, ¿sabes qué? Prepara las salsas que yo me las llevo a Trujillo para venderlas.
José Gregorio no le pareció mala idea, así que pronto volvió a cocinar otra vez. El primer vapor de las cebollas al hacer contacto con el aceite caliente despachó aquel aire pesado que se había apoderado de todo en la casa. Consuelo sonrió al sentir que la vida volvía a la cocina.
Cristian hizo el esbozo de una lista de posibles clientes. Se planteó el recorrido a pie porque sabía de la situación del transporte. El día que le tocó bajar a la ciudad por primera vez con las salsas, vendió cinco frascos. Luego se llevó a Gregory para que lo acompañara. Y así hicieron una rutina que trajo de vuelta el entusiasmo a casa.
Los dos hermanos han regresado del recorrido este día de octubre de 2020. Están hambrientos, pero contentos. Saben que lo que hacen es una solución temporal para que el negocio familiar se mantenga a flote.
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Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.