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Soy mejor desde que él no está

Liamir Aristimuño | 15 feb 2020 |
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Liamir Aristimuño mantuvo una entrañable relación con su padre, a quien debió despedir a los 89 años. Fue la primera de una sucesión de pérdidas que trastocaron su vida. En este texto testimonial, finalista de la 2da edición del concurso Lo mejor de nos, evoca sus recuerdos junto a él y cómo logró transformar el duelo por su ausencia.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Los gitanitos tenemos todo
La cara alegre, el cuerpo loco
Y no comemos, y no dormimos
Pero bebemos y nos reímos
¡Vamos, gitanito, baila!

 

Mi papá tenía 50 años cuando nací, por eso crecí con la certeza de que no me vería envejecer, de que probablemente nos dejaría estando muy jóvenes. No es que me hubiera preparado para despedirlo, pero consciente de que eso ocurriría, me prometí que estaría a su lado hasta su último día de vida. Porque él lo merecía. Nos crió con tanto amor.

Gilbert, como le decíamos a mi papá, era divorciado. En su primer matrimonio tuvo dos hijos Gilbertico y Mary Lía que eran contemporáneos con Miriam, mi mamá, veinticinco años menor que él. A pesar de la diferencia de edades, él se encargó de que todos sus hijos fuéramos unidos.  

Mis padres estuvieron casados por más de cuatro décadas. Tuvieron 3 hijos: mi hermana Gilmir, luego nací yo y, quince años después, Juan Carlos. A él, al menor de la casa, mi papá le transmitió mejor que a todos su sabiduría, sus maneras. Vivieron una relación fantástica. Incluso, le dejó cartas con enseñanzas como mandamientos de vida que luego a mí también me servirían. 

Mi papá era un sibarita; un hombre de gustos refinados. A pesar de su baja estatura, tenía un porte elegante, de hombre de mundo. Pero a la vez era sencillo, de sonrisa fácil y verbo amable. Era conocido por su trato respetuoso y empático con los demás. Y también por ser un poco bohemio. Nos enseñó el amor por el arte: el cine, la música, la literatura y las diversas culturas. Era un lector apasionado y amaba escribir. A los 80 años publicó su única novela y dejó varios cuentos engavetados. 

En nuestros frecuentes encuentros familiares abundaban las anécdotas de su vasta experiencia de vida, en la que destacaba su lucha clandestina contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y sus interacciones con reconocidos protagonistas de los medios y de la política venezolana.

Desde niña lo admiré. 

Llegué a desear ser como él.

Tuve una infancia muy feliz. Crecí en Puerto La Cruz, con el olor del mar, del ponsigué, del coco, del almendrón. Y del coñac: cuando mi papá se servía una copa, me dejaba introducir en ella mis meñiques, y yo después me los llevaba a la boca para saborear aquel licor. Siempre me consentía. Gozaba con mis travesuras. 

Mi adolescencia, en cambio, estuvo marcada por la rebeldía. Buscaba equivocadamente mi espacio en el mundo. Mis mentiras e inventos eran constantes: me escapaba del liceo, andaba con novios mala conducta. Así me gané la desconfianza. Y los regaños y los castigos.

Mi mamá me preguntaba por qué no era más como mi hermana obediente y tranquila y salía corriendo detrás de mí con un zapato en la mano o el pellizco a punto. Mi papá le decía: 

Negra, habla con la hija. 

Él, que tanto había vivido, sabía de rebeldías y me aceptaba tal como era. Me entendía. Era el pana, “el alcahuete”. El que me llevaba a los conciertos de Menudo y, escondido, me daba un dinerito extra para las chucherías. Era el de los permisos nocturnos extendidos. El de las meriendas de pan francés caliente con chocolate antes de que mi mamá regresara del trabajo. 

Gilbert, tan consentidor y amoroso, nos arrulló hasta grandes: en las noches se sentaba al borde de nuestras camas a cantarnos el Himno de Venezuela, el de Maturín, La vaca mariposa, algún tango, un paso doble o alguna canción que improvisaba en ese instante. Y nos despertaba con refranes mientras nos pasaba la mano por la cabeza. Lo mismo hizo con los nietos. 

Mi mamá procuró el hogar perfecto, pero no le salió bien: no conmigo. Nos impulsaba a estudiar, quería que fuéramos “alguien en la vida”; pero yo, tras un par de intentos fallidos, alcancé los 30 sin haberlo hecho. Ella soñaba ver a sus hijas “bien casadas” y siendo mujeres atentas con sus maridos. Todavía hoy, vive preocupada por el qué dirán. 

Yo deseaba salir pronto de casa. Sentirme grande. Tenía que crecer. Así que a los 18 años, con un embarazo secreto de 12 semanas, me casé. Tres meses después, el bebé en camino ya no se podía ocultar, y decidimos revelarlo. Mi papá me abrazó extrañado porque no fui capaz de contarle desde el principio. Y comenzó a visitarme a diario para llevarme chocolates y cantarle a la barriga. Mi mamá se quería morir. 

A los 21 años me divorcié y, con una hija de tres años y un hijo especial de dos, me tocó regresar a casa. Mi vida se convirtió en un desastre: estudios inconclusos, novios inconstantes, trabajos eventuales buscando sobrevivir. Y aunque la vida me iba presentando oportunidades, yo elegía el errado camino más fácil. 

Quizá es que lo tenía a él, a un papá que me sostenía en cada caída.

Pero mi papá tenía 50 años cuando nací: envejecía.

Gilbert decía que quería vivir más de 100 años, que nos quería acompañar por largo tiempo y se cuidaba mucho para lograrlo. Llegamos a pensar que lo lograría. 

En 1990, tres úlceras sangrantes lo acercaron a la muerte. Pero tras una larga hospitalización en la que le hicieron transfusiones y una cirugía, salió de peligro. Cuando regresó a casa para continuar su reposo, decidí improvisar una mentirita para ir a conocer una discoteca de moda. Yo tenía 14 o 15 años.

Pero mi hermana, la obediente y tranquila, descubrió mi engaño en aquella maraña de incoherencias y me delató. 

Mi mamá estaba furiosa. Gritaba, me acorralaba. Furiosa, me dio una potente cachetada y me sentenció responsable de la salud de mi papá. Fue una sentencia que recordaría nítidamente 25 años después. 

¡Vas a ser la culpable si a tu papá le pasa algo! ¡Mentirosa! 

Gilbert se sentó en mi cama y, como siempre, conversamos. En medio de reflexiones y consejos, me consolaba y justificaba a mi mamá.

Entiéndela, hija, está molesta. Ya sabes cómo es.

 

Después de aquel episodio, la salud de mi papá volvió a ser estable. Tuvo uno que otro achaque, ninguno grave. 

Pero en 2014, años después, comenzó a sentirse mal. Tenía 89 años. Una culebrilla, como se le dice al herpes zóster, había acabado con su tranquilidad. Su salud se vino a menos: refriados constantes, malestares estomacales, agotamiento, debilidad. Asumimos que eran achaques de la edad. Gilbert, que también leía libros de medicina, y nos recetaba a todos en la familia, decía tener el control. Eso decía él.

Pero seguía sintiéndose mal. “Algo como una angustia en el estómago”, como él decía, apagaba su sonrisa. Y el lunes seis de abril de 2015, mi mamá y mi hermano, con mi papá infartado, pasaron el día recorriendo sin éxito las emergencias de varios centros de salud. Ya entrada la noche, lograron hospitalizarlo en la terapia intensiva de una clínica en Puerto La Cruz. 

Por aquellos días, yo, después de (¡por fin!) graduarme de periodista, estaba trabajando como profesora de varias cátedras en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Santa María, donde estudié. Antes de su convalecencia, mi papá seguía dándome escondido un dinerito extra. 

Pasaban los días y él nada que mejoraba. Lo veía frágil. Sus órganos estaban muy deteriorados. Su piel se tornaba amarillenta. Le costaba respirar. Tenía tubos en la nariz. Sus venas eran huidizas; las enfermeras se frustraban en la cacería de vías para tomarle muestras de sangre. Sus brazos y sus manos se tiñeron de morado. Sufría. Fueron días largos. Angustiosos. 

Luego del infarto, los médicos que lo atendieron no confirmaban ningún diagnóstico. El que más se asomaba era un posible cáncer de estómago. Sin embargo, nos decían que someterlo a estudios especializados, a su edad, sería una tortura. 

¿Por qué no se lo llevan a su casa? Que descanse en su cama. Aquí ya no podemos hacer más me dijo la doctora que lo atendía. 

Eso hicimos. 

Yo iniciaba un nuevo semestre en la universidad, así que tuve que ir una mañana para explicarle a mis alumnos mi situación. 

Muchachos, disculpen, pero debo estar atenta a mi teléfono. En cualquier momento, mi papá puede morir. 

 

Mis ojos se llenaron de lágrimas. 

Volví con él. Y tal como lo prometí alguna vez, estaría a su lado hasta su último día de vida. No quería separarme de Gilbert. Sentía la necesidad de hablarle, de consolarlo mientras se acercaba su adiós. Mis hermanos buscaban oxígeno, pañales, medicamentos inexistentes en las farmacias; uvas, él quería comer uvas… Quizá añoraba la copa de vino que lo acompañó siempre en sus almuerzos.

En esos días, cansado de su sufrimiento, me pidió que le diera a tomar todos los medicamentos que tenía recetados. Todos, todos, todos, al mismo tiempo: no soportaba la agonía. 

Ayúdame, hija, por favor, no seas mala. No puedo más.

Y aunque guiada por la compasión llegué a desear poder ayudarlo a morir, me frenó el recuerdo de aquella sentencia que me hacía responsable de su muerte. Volví a escuchar aquellas palabras como un eco.  No quería esa culpa. Él acudía a mí esperando que fuera el cómplice que lo había sido para mí. Se lo debía. 

Pero no tuve el valor.

Ahora me tocaba a mí arrullarlo, como él había hecho conmigo hasta hacía muy poco tiempo. Me sentaba en su silla de escritorio, junto a su cama, y le cantaba el Himno de Venezuela, el de Maturín, La vaca mariposa, algún tango, un paso doble o alguna melodía improvisada. Ahí estuve cada día. Cada noche. 

Cuando se quedaba dormido, lo observaba por largo rato. Me recostaba a su lado. Le acariciaba sus manos y sus brazos adoloridos por tantas inyecciones. Me dolía tanto verlo sufrir. Y aunque no quería perderlo, rogaba que en medio del sueño se fuera para siempre. Mientras tanto, evocaba los momentos bonitos a su lado. 

Quería recordarlo sonriente, feliz. 

Quería recordarlo “vergatario”, como él decía. Como lo encontraba cada domingo en esa misma cama pero con la pierna cruzada, devorando algún libro o la prensa; y al vernos se levantaba y exclamaba:  

¡Ay, qué bueno, llegaron los hijos!

A pesar de mis intentos por no separarme ni un instante de su lado, fue a mi mamá a quien le tocó presenciar ese último aliento. Menos mal que fue así. Ya no podía sentirme responsable. 

A las 3:00 de la madrugada del 26 de abril de 2015, Miriam me prometió que ella estaría atenta hasta el amanecer.

Ve a descansar con tu hermano, hija, tienes noches sin dormir. Yo me quedo con él.

 

Pasadas las 5:00 de la mañana, el llanto desbordado de mi mamá nos hizo correr al cuarto. Había muerto en sus brazos. Mi hermano y mi hija se arrojaron sobre él a llorar. Yo me quedé observando; no me atrevía a despedirlo aunque había pasado días rogando que se fuera. 

Pero al cabo de un rato, al saber que el servicio fúnebre estaba en camino, reaccioné: me abalancé sobre él. 

Lloré.

No quería dejar de tocar sus manos. El cuerpo comenzaba a ponerse rígido. La sensación me estremeció. Se me hizo extraño, ajeno. Y lo solté. 

Ya no era él.

Al menos eso me repetía mientras lo veía salir de casa dentro de un saco negro con el que apenas podían los hombres de la funeraria. Le pedí a Juan Carlos que ayudara. Temía que lo golpearan al doblar el pasillo del cuarto. Lo llevaban tan cerca del piso. No quiero imaginar cómo lo iban a meter en el ascensor. 

Me sentí perdida. ¿Quién iba a estar para mí ahora?

Después de su partida, las pérdidas se hicieron constantes. Despedí a varias de mis mascotas. Al hermano menor de mi mamá. A mi hermana Mary Lía, que sucumbió desangrada en mis brazos por un cáncer hematológico que padeció durante cuatro años. Al último hermano de Gilbert. A mi hermano Gilbertico, esquizofrénico, que murió en el psiquiátrico en el que estuvo recluido buena parte de su vida. Todo eso en un poco más de dos años. Fue vertiginoso, extenuante. 

La tragedia fragmentó mi familia. Mi hermana Gilmir se fue de Venezuela rumbo al norte, con su esposo y mis sobrinos. Mi mamá comenzó a viajar cada tanto. Mi hermano Juan Carlos y su novia decidieron irse también, pero hacia al sur. Mi hija eligió Europa. Quedábamos mi hijo y yo. Mi papá ya no estaba. Me sentía tan perdida. Tan sola.

Y pasé dos años más cometiendo los mismos errores. Pero ahora sin el dinerito extra. Sin chocolates. Sin consejos ni abrazos. Añorando a mi papá. Cuánto lo extrañaba. Cuánto. 

Fue entonces cuando una nueva oportunidad se asomó en el horizonte: coordinar la Escuela de Comunicación Social en la que era profesora. Yo, que fui una incansable rebelde, que tenía la vida hecha un desastre… ¿Iba a ocuparme de poner orden en una facultad universitaria con una población de más de ochocientos estudiantes, de formar jóvenes, de lidiar con normas?  

 

Acepté. Muy asustada. Lo hice como otro de mis actos de rebeldía. Eligiendo, esta vez, un camino nada fácil. 

Ese reto me ayudó a encontrarle sentido a mi vida. A mi pasado. Al amor que mi papá, con sus acciones, me enseñó a dar. Guardaba en mi memoria sus enseñanzas, aquellas que dejó a mi hermano como mandamientos de vida. Aquellas con las que crecí inadvertidamente. Era el momento para ponerlas en práctica. Para mí y para otros. 

Solo alguien que ha atravesado por lo que yo viví, puede sentir respeto y empatía por quienes, lidiando con su propia historia, pasan de la adolescencia a la adultez. Tal como mi papá hizo conmigo. Cuando logro cambiar la vida de algunos estudiantes para bien, me siento triunfadora.

He convertido el buen trato en la premisa de la escuela. Con maneras sencillas, sonrisa fácil y verbo amable, los ayudo a crecer colmados de comprensión. Y también les enseño el amor por el arte: el cine, la música, la literatura y las diversas culturas. Ahora soy yo quien sostiene. Quien abraza.

La ausencia de Gilbert ya no pesa tanto. Entrego un poco de él en cada una de mis acciones. La ausencia de familia ya no pesa tanto. Estoy acompañada de mis alumnos durante más de 10 horas al día. Para tomar decisiones acertadas evoco los consejos de mi papá. Crezco junto a mis alumnos. Aún me falta mucho, pero el recuerdo me ayuda. Y, sin duda, soy mejor desde que él no está. Gracias a él, a mi papá.

 

Liamir Aristimuño

Conocí el periodismo en las salas de redacción a las que me llevaba mi papá. Él también me enseñó el amor por las letras mientras me cantaba, me leía o me contaba sus vivencias. Mi práctica es desde la docencia en las aulas de la Universidad Santa María, donde también me formé. Mamá heterodoxa de humanos y peludos. Con una pasión creciente por aprender a narrar historias.
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