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Su tía rica volverá por él en algún momento

Carmen Victoria Inojosa | 28 ago 2019 |
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Lorenzo tiene 7 años y, aunque está de vacaciones escolares, no ha dejado de asistir a su colegio. Participa en un plan vacacional organizado por Unicef en el que se reencuentra a diario con su maestra y con sus compañeros de clases, con quienes juega fútbol. Solo así puede recrearse en estos días libres.

Fotografías: Gabriela Carrera

— ¿Cómo te imaginas las vacaciones ideales, Lorenzo?

—Siendo rico —responde mientras le gira los brazos al muñeco que sostiene en sus manos. Es uno de sus seis superhéroes que tiene en casa. Entre Spiderman, Ben Diez, esta vez prefirió salir a pasear a la plaza con Max Steel, un alienígeno con superpoderes. 

—¿Y qué harías siendo rico en vacaciones?

—Comprar un Play Station 6. Pero no ha salido aquí. En Nueva York sí. 

Lorenzo dice que a veces se aburre en casa, por eso le gustaría ir a visitar a un amigo que se fue unos días de viaje a Cumaná. 

Él es un poquito rico; tiene un Play y todos los controles con los accesorios.

Transcurre el mes de agosto y, como muchos otros niños y adolescentes, Lorenzo está de vacaciones escolares. Pero no ha dejado de ir a la escuela: asiste porque participa en un plan vacacional, el primero que disfruta en sus 7 años de edad. Lo organizó Unicef. Le dan desayuno, almuerzo y merienda. Cuenta que allí ha jugado con sus amigos. Y que le gusta ver a su profesora en vacaciones. 

—Soy el preferido de mi maestra porque siempre me pone de primero en la fila. 

Se siente un campeón en esta temporada: ha ganado todos los partidos de fútbol que ha jugado. Que han sido muchos. Lorenzo pasa sus días desplazándose en el patio de la escuela de un lado a otro buscando la pelota, pateando balones, riendo. 

—Yo juego en todas las posiciones. Pero mi preferida es la de delantero, porque al mejor le quito la pelota. 

—¿Te gustan estas vacaciones o estuvieron mejor las pasadas?

—Ah no, no… Estas. Porque han sido más entretenidas. En el plan vacacional tomamos un jugo que no habíamos tomado nunca: jugo de mora. 

Recuerda que el viernes comió perro caliente. Y que antes, no hace mucho, lo llevaron a la playa. Fue un divertido día de sol y arena. Aunque no sabe nadar se lanzó lejos de la orilla, en lo hondo. Flotó. 

—Me rescataron —se ríe.

Quiere volver al mar. Pero se imagina un viaje con más comodidades. 

—Quisiera un hotel con asientos de primera clase. Es que una tía mía es rica. Ha ido como 30 veces a la playa. Ella me llevó hace unas semanas. 

Algunos de los momentos a los que se refiere Lorenzo son recientes. Pero muchos detalles se le han olvidado. A Leandro, su papá, de 39 años, también le cuesta volver al pasado. 

¿Qué hacía cuando tenía la edad de Lorenzo? ¿Cómo pasaba sus vacaciones? ¿Cómo se divertía? 

Leandro está sentado en un banco de concreto de esta plaza. Desde allí mira las caminarías, los árboles, las ramas, las raíces brotando de la tierra. Escarba en sus recuerdos y rescata del olvido unos cuantos retazos desordenados de su niñez. Lo primero que dice es que no necesitó ser rico para disfrutar de sus vacaciones. 

Pescaba renacuajos en la laguna del Parque del Oeste.

Vuelve la mirada a Lorenzo y entonces llegan más destellos de hace 32 años. Las imágenes difusas del niño que fue comienzan a volverse nítidas. Leandro no sabe cuántas veces estuvo en un plan vacacional, muy famoso en aquella época, que llamaban los “Juegos Ecológicos”. Como su padre trabajaba entonces en el Instituto Nacional de Parques, él invariablemente pasaba buena parte de sus días de agosto en el parque del Oeste: iba, sin falta, de lunes a jueves. Durante 15 días acumulaba 150 horas de juego. Unos guías les enseñaban de ecología. Y les daban meriendas. 

En 2007 al parque le cambiaron el nombre de Jóvito Villaba por el de Alí Primera. Leandro prefiere llamarlo Parque del Oeste, como en su infancia: como cuando el país era una tierra próspera. 

—Ir era un mundo. Nos soltaban allí todo el día porque era un lugar muy sano. El parque tenía varias lagunas. Había un recorrido sobre puentes. A mí me encantaba brincar, meterme debajo de esos puentes porque era como estar en una cueva. Mis papás me decían: “Cuando veas que son las 5:00 de la tarde tienes que venirte”.  Y yo me perdía en el tiempo y también entre los matorrales del parque. 

Hubo otros paseos memorables en los que él y sus hermanos escapaban de la rutina, de la ciudad agitada. Gracias al empleo de su padre en Inparques, a veces podían llevar a Leandro y a sus dos hermanos al Parque Nacional Morrocoy, un paraíso de playas muy azules y arenas finas en el estado Falcón. Tenían a su disposición una lancha para ir a los cayos.

—Sí, hicimos bonitos paseos. Y eso que no éramos la familia más salidora.

A Leandro se le olvidó cuándo fue la última vez que planificó unas vacaciones. Se le vuelven a extraviar los recuerdos. Quizás fue aquella oportunidad en que visitó Margarita —uno de los destinos por excelencia de los venezolanos para vacacionar — con su esposa y sus dos hijos. Eso fue hace algún tiempo: Lorenzo tenía 2 años de edad. 

—Cuando los niños están libres, buscamos la manera de hacer algo con ellos, porque la situación del país no está para que yo deje de trabajar una semana: son siete días en los que dejaría de producir. 

Eso afectaría el presupuesto familiar, ya muy golpeado en medio de una crisis que cada vez los estremece más. Él es técnico superior en electrónica y no tiene un trabajo fijo. Presta servicio técnico a algunos locales y cobra por honorarios profesionales. Redondea sus ingresos vendiendo pan y algunos artículos por WhatsApp. 

Aunque no vive con sus hijos, sí vive por ellos. Eso dice. Regresó a Venezuela hace dos años. Se había ido a trabajar para traer algo de dinero. 

—Aquí ya las cosas…

No termina la frase. Se queda pensativo.

—Lo más probable es que me vuelva a ir. 

Como no cuenta con un auto propio —el que tenía lo vendió hace años cuando migró—, y el transporte público es deficiente, procura no salir lejos: los paseos de fines de semana con su hijo son en el centro de Caracas, cerca del sector donde viven.

—Me gustaría que Lorenzo tenga más planes de distracción, hacemos lo que se puede. Ahorita está en un plan vacacional de 20 días, que es en el mismo colegio. Y estoy tranquilo porque está seguro dentro del colegio. Ellos conocen mi situación: no tengo la posibilidad económica para sacarlo a pasear. No es la misma calidad de vida que tuve cuando tenía su edad. Pero estamos haciendo lo posible porque él tenga todo lo necesario para vivir.

El lugar donde Leandro fue tan feliz —donde hizo amigos, donde tuvo a su primera novia, su primer empleo siendo adolescente— no ha sido el lugar para su hijo Lorenzo: nunca lo ha llevado al Parque del Oeste. 

—No es el mismo parque de hace años. Caracas tampoco es la misma. A Morrocoy tampoco ha ido. Hay muchas cosas que hice de niño, que él, a sus 7 años, no ha hecho.

Y eso le inquieta. Quiere que Lorenzo conozca su país. Que, si se suman a esos cuatro millones de venezolanos que huyeron de la crisis, recuerde de dónde viene.

En los días que le quedan de vacaciones, Lorenzo irá a Maracay a conocer al perrito de su prima. Aunque ese plan no le entusiasma mucho porque dice que ella no es tan divertida. A él no le agrada que sus superhéroes jueguen con la Barbie. 

Mientras llega ese momento, quiere jugar con unos amigos que viven al lado de su casa. 

—Son ricos también. Comparten papas fritas conmigo. 

Seguramente —dice— su tía rica volverá por él en algún momento para llevarlo a comer lo que más le gusta: arroz chino, papitas fritas, pizza, helado.


Esta historia forma parte de la serie Lo que queda de las vacaciones, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap)

Carmen Victoria Inojosa

Guariqueña. Mi sueño era ser cantante de ópera, pero soy periodista. Desde entonces en mi escritorio hay música: transcribo voces y hago contrapunto con ellas. Trabajo como reportera de Crónica Uno.
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