Gerardo es médico y conoce bien lo que el alzhéimer hace en la vida de las personas. Por eso, cuando a su madre le diagnosticaron esta enfermedad, se mudó a su lado y se dedicó a cuidarla, temeroso de que ella lo olvidara. La desafiante experiencia familiar trascendió y dio paso a una fundación para promover la salud mental y el bienestar cognitivo en San Cristóbal, en el estado Táchira.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
En un tranquilo hogar del Táchira, donde los rayos del sol apenas comienzan a filtrarse por las cortinas, se encuentra Margarita, una mujer de 88 años cuya vida está marcada por una lucha silenciosa contra el alzhéimer. Desde hace ya cinco años su vida se ha convertido en un mosaico de momentos efímeros, de recuerdos que se desvanecen con la misma rapidez con la que llegan.
Se despierta puntualmente a las 6:00 de la mañana, como lo ha hecho durante toda su vida, y a su lado, Gerardo, médico de profesión y el tercero de sus cinco hijos, se prepara para iniciar otro día en la dedicada tarea de cuidarla.
La enfermedad los sorprendió a los 82 años de Margarita. Episodios de olvido se fueron apoderando de su mente, arrebatándole poco a poco los recuerdos de su vida pasada. Empezó con pequeñas señales: repetía cosas una y otra vez, y sus objetos cotidianos parecían desaparecer misteriosamente de su memoria. Gerardo vivía en Maracay, a más de 700 kilómetros de distancia, pero visitaba a su madre cada tres meses y comenzó a notarlo, a prestar más atención.
En diciembre de 2019, Gerardo se enteró de una jornada de pesquisa sobre el alzhéimer, organizada por el capítulo Táchira de la Fundación Alzheimer, y les pidió a sus hermanas que llevaran a su madre. Fue entonces cuando les dieron el diagnóstico. Para él fue como un terremoto que sacudió los cimientos de su existencia. Como médico conocía bien lo que hacía esta enfermedad en la vida de las personas, pero nunca imaginó que tendría que enfrentarla con su propia madre.
Los conocimientos adquiridos por Gerardo a lo largo de su carrera médica se convirtieron en sus principales herramientas para sobrellevar aquel nuevo desafío. En el año 2010, había fundado la empresa Gestión Ocupacional en Maracay. A eso se dedicaba cuando, al saber a qué se enfrentaban, en 2019 tomó la decisión de mudarse a San Cristóbal, sabiendo que podría continuar con su labor en algún momento, gracias a que el documento constitutivo de su emprendimiento permitía establecer sucursales en diferentes ciudades del país.
Ya establecido en Táchira, empezó a sostener charlas con miembros de su familia, con la intención de que comprendieran las dificultades que tendrían por delante y cómo afrontar el envejecimiento cognitivo que, con seguridad, le esperaba a su madre. Se convirtieron en reuniones necesarias, especialmente para una familia con muchos integrantes mayores de 50 años, el grupo etario más propenso a este tipo de envejecimiento.
Junto a un equipo de voluntarios organizó una charla tras otra, y lo que comenzó como simples conversaciones familiares se transformó en algo mucho más grande: una fundación en su ciudad natal, para promover la salud mental y el bienestar cognitivo en la comunidad. La bautizó con el nombre de su hermano, Carlos Enrique Lobo Mujica, quien había muerto dos décadas atrás en Colombia mientras buscaba el anillo de compromiso que le daría a su novia. Sufrió una crisis hipertensiva que lo hizo convulsionar y caer sobre una alfombra, hasta morir por asfixia mecánica. Siempre había mostrado interés en las obras sociales, así que Gerardo quiso honrar su memoria y la de una pérdida que, como tantas otras cosas, también se ausentó de la mente de Margarita.
—¿Dónde está Gerardo? —pregunta Margarita mirándolo a los ojos.
—Pues aquí, mamá, dime tú entonces quién soy yo.
—Pues, Gerardo, mi hijo —responde ella rápidamente, sin dudarlo de nuevo. Esto ha pasado al menos tres veces durante estos cinco años, produciéndole a Gerardo un nudo en la garganta. La mera idea de que su madre pueda olvidarlo en algún momento lo estremece. Es como si el tiempo se detuviera por un instante, dejándolo vulnerable ante la posibilidad de perder el vínculo más importante de su vida.
A las 8:00 en punto de la noche, como un ritual sagrado, Margarita y Gerardo se preparan para descansar. Él, con la experiencia de cuidador, decidió dormir junto a su madre todas las noches, ya que sabe que esta enfermedad no solo afecta la memoria, sino también la conexión emocional y afectiva de las personas que la padecen.
Duermen en una trilitera, ella en la cama y Gerardo en la gaveta. Con una mano entrelazada con la de su hijo, Margarita empieza a encontrar el sueño y cuando el suave sonido del ronquido llena la habitación, él sabe que es hora de dormir tranquilo.
Con un último apretón de manos, sellan su vínculo con un gesto silencioso pero lleno de significado.
En 2019, se calcularon en Venezuela entre 134 mil 849 y 173 mil 312 casos de demencia —de la cual el alzhéimer es el tipo más común—, y se proyecta que esta cifra aumente a entre 429 mil 118 y 673 mil 874 para el año 2050. Son datos del Global Burden of Disease Study —el completo estudio epidemiológico mundial dirigido por el Institute for Health Metrics and Evaluation, con sede en la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, Estados Unidos—, que pueden ofrecer una dimensión de la enfermedad sobre la que no existe información oficial en el país.
El día para Gerardo y Margarita comienza en la cocina, cuando el aroma del café recién hecho invade la casa. Margarita toma asiento en una silla, lista para comenzar la rutina de ejercicios que la estimulan en medio de las sombras del alzhéimer. Como cualquier entrenador de gimnasio, su hijo la guía durante 30 o 45 minutos para que fortalezca sus glúteos y los músculos de sus piernas y brazos, con movimientos pausados.
—Es hora de desayunar —le dice Gerardo cuando ella ha terminado su taza de café.
Margarita cumple al pie de la letra los mandatos de su guardián. Luego, durante 20 minutos, se sumerge en la lectura de libros que la transportan a lugares lejanos y tiempos pasados, pero su verdadero refugio se encuentra en la paleta de colores que está sobre la mesa. Toma un pincel y comienza a pintar, dejando que sus emociones fluyan libremente a través de cada trazo.
Gerardo no se ha casado. Ha pasado años dedicándose al estudio y, más tarde, al cuidado de su madre. Para él, el matrimonio nunca fue una prioridad. En su mente, el temor a enfrentar dificultades adicionales, si se casaba, se entrelaza con la certeza de que su felicidad no depende de una relación de ese tipo. Eso sin contar su temor mayor: que su madre deje de reconocerlo.
Gerardo cuida a Margarita, día tras día y, además, despliega sus habilidades en dos ámbitos. Se desempeña como médico especialista en salud ocupacional en el Hospital Oncológico del Táchira y, por otro lado, su pasión por la gastronomía lo lleva a compartir sus conocimientos como docente en el Instituto de Estudios Gastronómicos de Venezuela.
Pero su labor no se detiene ahí. En su constante búsqueda por ayudar a los demás, dedica parte de su tiempo a ofrecer consultas médicas en su fundación.
No son encuentros médicos ordinarios. Los ha transformado en lo que él mismo ha denominado “conversatorios familiares”. Es así cómo el cuidado y la atención a los pacientes van más allá de la medicina convencional. En estos espacios se tejen vínculos, se comparten experiencias y se construye un apoyo mutuo.
Entre esas experiencias que Margarita comparte de sí misma está una que supone que todos los hilos con su pasado no se han roto. Su ex esposo, Oswaldo, sigue siendo una presencia constante en su vida, a pesar de que se separaron hace más de tres décadas. En ocasiones, conversa con él por teléfono, igual que lo hace con Blanquita, su actual pareja. De ese matrimonio nacieron sus cinco hijos y la razón de su separación, según recuerda, fue porque el amor se había acabado. Sin embargo, en el extraño baile de su memoria, el recuerdo de su esposo continúa su danza desafiando el olvido. Es un amor que se desvaneció en el horizonte del pasado, pero cuyos destellos aún iluminan los rincones de su mente.
Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.