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Todo lo que él era cabía en ese sobre

Jacobo Villalobos | 29 sept 2021 |
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El doctor José Villalobos Azuaje había dedicado su vida a la docencia, la investigación y al ejercicio de la medicina en hospitales públicos venezolanos. En 2017, cuando lo que ganaba no le permitía comer bien, lo invitaron a trabajar en un centro médico de Antofagasta, en el norte de Chile, pero el tortuoso proceso para apostillar sus documentos le hizo perder las esperanzas en un mejor porvenir. La historia la cuenta su hijo, el joven narrador Jacobo Villalobos.  

Ilustraciones: Robert Dugarte

 

Sentado a la mesa, mi papá, José Villalobos Azuaje, se quedó paralizado, con los cubiertos en las manos y la mirada perdida sobre el mantel. Al cabo de unos segundos, soltó un chasquido y, sin moverse, dijo: “Bueno, perdí todo”, con lo que quería decir que todo su trabajo, y la posibilidad de aspirar a mejorar su calidad de vida, se había desvanecido.

Como médico, mi papá se rehusaba a trabajar en clínicas y hospitales elegantes. Prefería tratar con personas de escasos recursos, a quienes les cobraba muy poco, cuando no los atendía gratis. Como profesor de la Universidad Central de Venezuela, destacaba por su compromiso. Les imprimía el mismo empeño a sus clases de fisiología que a su desarrollo académico: hacía cursos, especializaciones, maestrías, tenía un doctorado y estudios en bioética.

Su vida giraba en torno a esos ejes. Ninguno lo salvó de chocar con la realidad de 2017.

Instalada la hiperinflación, la devaluación acelerada y la escasez de comida, el afán altruista de mi papá se tradujo en falta de dinero para comer bien. Recuerdo que, aunque él trabajaba desde las 6:00 de la mañana hasta las 10:00 de la noche, sus ingresos apenas alcanzaban para comprar granos y unos pocos kilos de carne. Así, el alivio de sus pacientes y el respeto de sus alumnos era inversamente proporcional a su pérdida de peso.

Pero aquella fue la época en la que su estelar carrera académica le procuró una oferta laboral en Antofagasta, una ciudad en el norte de Chile. El cargo que le ofrecieron representaba la oportunidad certera de migrar, de sumarnos a la diáspora venezolana: primero se iría él, después el resto de la familia. 

Mi papá recibiría un sueldo que iba a permitir que viviéramos cómodamente y mantener con holgura a los familiares que dejaríamos en Caracas. La crisis que vivíamos en casa parecía tener una solución definitiva. Pero meses después, ese escenario optimista se deshizo y terminamos atrapados en una posición peor de la que estábamos, en la que mi papá parecía haberlo perdido todo.

 

En cuanto terminó de leer el correo en el que lo invitaban a formar parte del Hospital Regional del Norte, en Chile, lo primero que hizo mi papá fue revisar los documentos que necesitaba para migrar. “Debe presentar sus títulos y su antigüedad laboral, todo debidamente apostillado, doctor”, le explicaron, seguido de una coletilla que indicaba que esperaban su llegada para finales de año.

Estábamos en abril de 2017. Había tiempo.  

Comenzaron entonces las noches de desvelo en las que intentábamos dar con citas para apostillar los documentos en la página del Ministerio de Relaciones Exteriores. Mi hermano, mi papá y yo nos encerrábamos en una habitación y, usando la laptop, la computadora y nuestros celulares al mismo tiempo, nos esforzábamos por eludir la barrera de la plataforma del ministerio. A veces, me quedaba dormido sobre el teclado y era mi hermano quien me despertaba para seguir refrescando la página.

Refresh, refresh, refreshla página que ha solicitado no está disponible.

Y así por horas, para al final descubrir que no había citas disponibles por lo que quedaba de año.

Legalizar cualquier documento era demasiado complicado. La página del ministerio no soportaba la cantidad de solicitudes y no había citas disponibles. 

En Twitter, quienes habían podido hacerse con un cupo, describían cómo lo habían logrado. También comentaban cuando se abría una nueva fecha, entonces miles de usuarios se arrojaban a la plataforma, que colapsaba en cuestión de minutos. Que si era mejor usar un celular que estuviese junto al wifi de la casa; que mejor era entrar a la página después de las 3:00 de la madrugada (pero antes de las 5:00 de la mañana); que si iniciabas el trámite por la computadora, pero lo continuabas por el celular, correrías con mejor suerte.

Por todo eso, mi papá, desesperado, contactó a una gestora. Se llamaba Gladys y ofrecía el servicio de movilizar algunos contactos que trabajaban dentro del Ministerio para, de manera no oficial, al borde de la legalidad, acelerar las firmas y la emisión del certificado. 

Cuando alguien migra suele tener la extraña sensación de hacer calzar el tamaño de toda una vida en una sola maleta. Mi papá experimentó algo similar al ver que todo lo que él era, todo por lo que había trabajado, cabía en ese sobre que tenía que dejar en manos de una persona desconocida. Su título de médico, sus diplomas, sus títulos de maestrías y de doctorado, su antigüedad laboral, su historial en hospitales, el certificado de su internado rotatorio, y también su partida de nacimiento, su acta de matrimonio, sus antecedentes penales.

“Descuide, doctor, en tres semanas lo contacto para darle sus papeles listos. Me encargo de todo”, le aseguró Gladys, la gestora.

En efecto, tres semanas después, le envió un mensaje avisando que varios de los documentos ya estaban legalizados. Los dejaría con la secretaria de mi papá, en el centro médico donde pasaba consulta. En ese sobre estaban la partida de nacimiento y la antigüedad laboral. Faltaba lo demás, que, de cara al proceso de migrar, era mucho más relevante.

“No se preocupe, esos demorarán un poquito más, pero dentro de poco se los tengo”, le explicó Gladys.

Pero después de eso, la mujer desapareció y, con ella, el resto de la vida de mi papá, la posibilidad de migrar y de que él continuara su carrera académica, incluso en Venezuela.

 

Al principio, Gladys dejó de contestar el teléfono. Luego tomaba casi una semana para responder los correos. Cuando escribía, era para excusarse: “Dentro de poco”. “La semana que viene me dan lo que falta”. Así fue pasando el tiempo y, a medida que transcurría, entre nosotros empezó a sedimentarse el nerviosismo y la ansiedad.

Los correos de Chile seguían llegando: preguntaban que cuándo viajaría mi papá, que cómo iban sus papeles, que por qué se tardaba tanto. Reafirmaban que lo esperaban, pero dejaban entrever que se les agotaba la paciencia.

Teníamos el temor de que la oportunidad se escurriera ante nuestros ojos y que de pronto llegara un mensaje informando que ya no hacía falta que mi papá viajara porque lo habían reemplazado.

Mi papá dejó de dormir. Cargaba un semblante apesadumbrado, disminuido, taciturno, apenas respondía y prefería pasar las tardes solo, acostado en su cama, viendo pasar el tiempo. Una tarde llamó por casi media hora ininterrumpida al número de la gestora. Pero cuando Gladys atendió fue para decir: “No me vuelva a contactar. Me tienen el teléfono intervenido. No me llame”.

Aunque había poca información, los rumores en redes sociales decían que dentro del ministerio habían iniciado una cacería de “gestores”, a quienes detenían por tramitar documentos ilegalmente. Un primo, quien también había solicitado “servicios de gestoría”, nos dijo que su contacto le había informado que estaban persiguiendo a todo aquel que levantara sospecha.

Meses después, leímos en los medios que el antiguo ministro del Interior, Néstor Reverol, anunciaba la detención de varios funcionarios del Saime, y la destitución de su director, por corrupción y tramitaciones ilegales. ¿Qué nos aseguraba que no había ocurrido lo mismo en el Ministerio de Relaciones Exteriores?

Pasados casi seis meses, angustiado y creyendo que más nunca volvería a saber de Gladys ni de sus documentos, mi papá contactó a un abogado. Le explicó su caso y le preguntó cómo podía, legalmente, recuperar aquel sobre. “No puede demandar”, le respondió el abogado. “No puede hacer nada. Si la denuncia, ella va a ir presa, pero usted también, porque ambos incurrieron en ilegalidades. Dé por perdidos todos esos papeles”.

Fue esa noche cuando mi papá nos dijo: “Bueno, lo perdí todo”, y con ello se refirió a que todos sus logros; cualquier evidencia de su esfuerzo y su trabajo académico se había esfumado.

 

Durante esos casi seis meses también pasaron otras cosas.

A mi papá lo asaltaron y le robaron el anillo de matrimonio.

La bomba de agua de la casa se dañó, por lo que solo nos llegaba agua sucia.

Mi papá seguía adelgazando a un ritmo acelerado.

Mi hermano empezó a sufrir de ataques de ansiedad.

A todos, en diferentes momentos, nos robaron el celular.

Yo tenía dos trabajos para intentar cubrir los gastos de la casa.

Y mi mamá salía a trabajar a las 5:00 de la mañana, y volvía 14 horas después, pero el dinero no le alcanzaba.

Una tarde, mientras acompañaba a mi papá a hacer diligencias, cuando ya íbamos de vuelta a casa, empezó a enumerar las familias de la cuadra que se habían extinguido o marchado. Los Gutiérrez, los Villaroel, los Troconis. De los Muñoz solo quedaba la abuela, que habitaba un caserón en el más completo mutismo. “Solo quedamos nosotros en toda esta calle”, dijo mi papá. “Somos la única residencia que sigue exactamente igual que hace 40 años: la casa sigue llena, y no parece que vayamos a irnos a ningún lado”. Se llevó una mano a la frente, y mantuvo la otra firme en el volante, mientras dejaba escapar un suspiro. “Aunque a mí me hubiese encantado irme. Ya no me gusta Venezuela. Pero creo que me tocará morir en un sitio donde ya no me siento cómodo”.

Poco después, el carro empezó a fallar.

Teníamos que caminar al menos una hora y media todos los días para bajar de Cumbres de Curumo, donde vivíamos, y los autobuses llegaban muy esporádicamente, a Santa Mónica, donde podíamos encontrar transporte público. Ese trajín, aunado a la poca ingesta de proteínas, hizo que a mi papá se le resintieran las rodillas y que tuviera que comenzar a hacer terapia para recuperar la fuerza en las piernas.

 

Una tarde de diciembre de 2017, al salir del trabajo, mi papá me llamó repetidas veces. “¡Hijo, ya me dieron mis papeles!”, me dijo cuando finalmente pude atender.

En su voz se escuchaba una tranquilidad que no había sentido en meses; una alegría contagiosa. Empecé a caminar en círculos, sonriendo con el celular pegado a la oreja. Me contó que de pronto la gestora lo había llamado para entregarle los papeles. “No están apostillados ni nada, pero ya están conmigo. Fue muy extraño todo. Fui a buscarlos y, cuando llegué, Gladys salió corriendo, mirando a los lados, y me los entregó con las manos temblando. Me dijo que lo sentía. Estaba casi llorando, parecía asustada”.

Nos quedamos con las dudas de lo que había ocurrido, porque ella le dio pocos detalles. Meses después, a pesar de lo que habíamos vivido, yo solicité sus servicios, pero esta vez para el trámite menos delicado de emitir y registrar mi partida de nacimiento. Gladys me citó en su apartamento para entregarme el documento, y ahí me contó que, poco después de que ella le entregara el sobre con los documentos de mi papá a su contacto en el ministerio, inició una “redada” para incautar cualquier documento que no hubiese sido ingresado de manera legal a través de la plataforma.

“Ahí se perdieron, mira, miles de papeles que estaban tramitando gestores de todo el país”, me relató Gladys. Pergaminos, títulos, constancias, partidas de nacimiento y de matrimonio, actas de grado… miles de hojas selladas, que representaban la vida de un centenar de personas, fueron arrojadas a un enorme contenedor de basura, de manera intempestiva y sin previo aviso.

“A un amigo lo detuvieron en Táchira: lo encontraron movilizando varias apostillas y lo metieron preso. Ayer hablé con su familia, parece que le van a dar como cinco años de cárcel. ¿No te digo?, a mí me intervinieron el teléfono. Me revisaban los mensajes a ver si decía algo. Yo estaba cagada”.

Según me contó, después de un tiempo, cuando ya la efervescencia de la persecución empezaba a aminorar, se decidió a entrar en los sótanos del ministerio. “Hablé con muchas personas que conozco ahí para que vieran hacia otro lado mientras yo pasaba. Pero juraba que me iban a detener, así que dejé de pensar; apagué mi mente porque si no me iba a devolver”. Me dijo que, acompañada de una amiga, se lanzó dentro de los contenedores de basura para intentar rescatar lo que pudiese, escarbando en una pila de carpetas, sobres y pergaminos. “Poco a poco, encontré los papeles de algunos clientes y, dentro del mismo sobre en el que los había entregado, los documentos de tu papá. ¡Ay! Me volvió el alma al cuerpo. A mí me daba pena que él perdiese todo eso. Yo sabía lo mucho que le importaba y se me caía la cara de vergüenza”.

Me relató que después de eso, a escondidas, ella y su amiga salieron del enorme basurero cargando con todo lo que pudieron encontrar. “Pero esas fuimos nosotras. Ahí se perdió de todo”.

 

Me pareció extraño el cuento de Gladys, pero eso fue lo que me contó aquel día. Lo importante es que mi papá logró recuperar y legalizar sus documentos. Después de varios intentos conseguimos citas en una oficina en Valencia, a unos 180 kilómetros de Caracas. Durante casi un mes, mi papá fue semana a semana a buscar sus papeles. Algunas veces le decían que no estaban listos, otras que faltaba un par y así, hasta que logró tenerlos todos.

El tiempo había ido pasando, pero en el hospital de Chile, afortunadamente, eran pacientes con la situación de mi papá. Él, sin dar muchos detalles, les había explicado que algunos retrasos con la legalización de sus papeles le habían complicado las cosas. 

El plazo que le habían dado para que llegara había caducado, sin embargo lo esperaron.

Pidiendo dinero prestado y utilizando los ahorros de su vida, pudo comprar un pasaje a tiempo, a mediados de enero de 2018. La fecha del vuelo era el 11 de abril, casi un año después de haber recibido el primer correo desde Chile.

El 6 de abril, cinco días antes de su viaje, Nicolás Maduro anunció que cortaba relaciones diplomáticas y comerciales con Panamá, donde el vuelo haría escala. La aerolínea con la que mi papá volaría dejó de prestar servicios en el país. Por ello, él tuvo que recurrir a otro préstamo para comprar otro pasaje.

La madrugada del 11 de abril, el taxi estuvo puntual para trasladar a mi papá al aeropuerto. 

“Les escribo cuando despegue. Esto es para bien”, nos dijo.  

Se despidió sacando la mano por la ventana, mientras veíamos al auto desaparecer en una curva. Cuando ya habíamos empezado a caminar de vuelta hacia la casa, advertimos que el taxi se había regresado. Mi papá bajó, abrió la reja y, corriendo, se adentró en la casa a buscar algo que había dejado: el sobre con los documentos apostillados.

Esos documentos que le permitieron volver a alzar vuelo.

Han pasado más de tres años y mi papá se desempeña como médico general en Antofagasta. Recientemente empezó a dar clases de fisiopatología en una de las universidades de la región. Dicta los cursos a distancia, en la comodidad de la habitación que comparte con mi mamá y cuyo ventanal ofrece una amplia vista del océano.

Jacobo Villalobos

Soy licenciado en comunicación social (Universidad Central de Venezuela) y autor de los libros de cuentos 26 humillados (2016) e Intrusos (2017). Actualmente curso el diplomado en escritura creativa, Universidad Diego Portales, y me desempeño como docente de escritura.
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