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Unas palabras que me han angustiado todos estos años

Abr 12, 2023

Óscar salió de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet y llegó a Caracas tratando de encontrar la estabilidad económica que allá era un imposible. Logró sentirse venezolano. Décadas después, cuando darle de comer a sus hijos era algo incierto, comenzó a pensar en devolverse a su país. Pedro Luis Flores, su amigo, cuenta su historia. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Mi amigo Óscar siempre me hablaba del frío de Chile. “Se te mete en los huesos”, “No lo puedes aguantar”… Cada vez que decía que su país era Venezuela, y que él era y se sentía venezolano, se refería al frío del país donde había nacido: “No volveré a vivir allá”, repetía de vez en cuando. Solía decirme que los venezolanos hacemos de todo una fiesta. Con los años, entendí que él no solo quería quedarse en esta fiesta, sino que se sentía parte de ella.

Algunas veces me contó lo triste que se sintió cuando llegó de Chile: una decisión tomada para tratar de encontrar aquí una estabilidad económica que en ese momento no conseguía por la dictadura de Augusto Pinochet. En el momento de venirse, no se detuvo a pensar lo que sentiría al dejar atrás a los amigos de la infancia con los que jugó fútbol desde antes de tener recuerdos. Varias veces me dijo que cuando llegó pasó meses sin cruzar palabras con nadie, excepto con una hermana mayor que había migrado antes que él. Extrañaba su ambiente. Veía lo nuevo que podía ofrecerle Venezuela. Sin conocer a nadie. Sin amigos. Fue un período en el que tuvo que estar mucho tiempo callado, pues no tenía mucha gente con quien hablar. Callado como terminó siendo su carácter. “No volveré a pasar por eso —me dijo varias veces—. No me volveré a mudar de país”, sentenciaba.

Óscar fue el amigo de mi juventud temprana: formó parte de ese grupo con el que vas por primera vez a la playa, a quedarte a dormir en carpa, en ese primer viaje que haces más o menos lejos de casa sin tus padres. Recuerdo que fue el primero de nosotros en tener carro, un Ford Zephir rojo usado, tan simétricamente cuadrado como los carros de los 80.

En ese carro solíamos ir en las Navidades a algo que los jóvenes en esa época llamábamos “patinatas”: nunca vi a nadie en patines; en realidad eran fiestas callejeras que consistían en llegar a la calle de una montaña —en la que años después, ya adultos, terminaríamos siendo vecinos— y, con una cava llena de algún licor en la maleta, poner gaitas en el equipo de sonido y pasar el rato conversando y sintiendo el suave y casi agradable frío decembrino de los altos mirandinos, en una diversión barata y sencilla que nos hacía sentir hombres grandes.

Recuerdo aquel día que Óscar llegó a la cuadra justo frente a mi casa. Pensé que venía como siempre de visita a pasar el rato. Mi padre regaba plantas en unas jardineras laterales que tenía el garaje de mi casa, y yo estaba sentado observándolo cuando vi aparecer el carro de mi amigo. Pero no venía a visitarme. Desde su carro, leyendo un papel que tenía en la mano, me preguntó una dirección de una casa que estaba en venta. Cuando terminó de hablar le contesté:

—Esa es la dirección de esta calle. 

Lo demás ya es historia: años consecutivos de una vecindad que llenó mi vida de sentidos de pertenencia. 

Ni siquiera cuando Óscar me dio en bautismo a su primer hijo, yo hubiera podido imaginar la felicidad que me esperaba en los años siguientes, en los que cada vez que yo llegaba a mi casa, Alejandro, ese enanito dulce que era mi ahijado (ahora un gigante de casi 2 metros), salía corriendo emocionado de su casa al escuchar mi carro para pedirme la bendición. 

Esa felicidad de tener allí a solo cinco casas más abajo a tu mejor amigo, al que cada Navidad y Año Nuevo inmediatamente después de las 12 y después de abrazar a los tuyos, ibas a desear la Feliz Navidad o el Feliz Año. Un hábito que ya habíamos cultivado desde los tiempos en que vivíamos en zonas distintas. No sé cuántas veces bajé de mi casa a la suya o ellos venían a la mía. Pero lo que sí recuerdo seguro, era lo fijo que era ese encuentro después de las 12. Como recuerdo juntar a los niños para que nos vieran a los adultos lanzar los fuegos artificiales.

Pienso en los muchos sábados que Óscar me decía: “Aquí tengo una botella de vino para esta noche”, sin que hubiera un motivo para celebrar, además de la comodidad de tenernos tan cerca y sentirnos tan seguros en esa montaña que nos vio jóvenes y nos abrazó de adultos. Tanta felicidad no nos permitió jamás sospechar lo que paralelamente se armaba (o se desarmaba) en el país, ni cómo eso nos deshilacharía. ¿Cuántos mundiales de fútbol vivimos juntos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿A cuántos Caracas-Magallanes fuimos al estadio? Lo que sí recuerdo es la indescriptible emoción cuando comenzamos a llevar a los niños vestiditos uno de magallanero y otro de caraquista. No he vuelto a sentir tan dulce y divertido placer, seguro porque más nunca volveré a hacer algo así: hoy esos niños son adultos. 

Jamás hubiéramos sospechado el motivo que terminaría rompiendo esa vecindad.

Con los años, vinieron los daños. 

No quiero contar lo atroz que fue el cáncer de mi madre. Cada vez que se abría la puerta de la habitación, esperando discretamente afuera en los pasillos de la clínica en la que por al menos dos años mi madre padeció esa enfermedad, ahí estaba mi compadre. Ni siquiera avisaba que había llegado. Se quedaba callado, como es él. Nunca me dijo frases como: “Aquí estoy para apoyarte”… o “cuentas conmigo”… o “lo siento”. Tampoco me dijo nada en el momento que me puso una empanada en la mano, para que yo comiera algo, el día del velorio de mi madre. 

Siempre pensé que éramos muy buenos amigos justamente porque él no habla casi y yo hablo hasta dormido. Cuando nos llegó el momento de enterrar a nuestros primeros muertos, ambos comprendimos cuán lejos estábamos ya de aquellos chamos que asistían a aquellas “patinatas” decembrinas…

Obviamente, tanta felicidad no podía ser lo único que nos ocurriera.

En 2015 nuestras conversaciones comenzaron a ser sobre en qué supermercado conseguir harina o en qué abasto escondido en una esquina aún se conseguía leche. La vida se nos volvió una escasez. La escasez de alimentos le dio paso a la de papel higiénico, y esa a la de medicamentos. Vimos aparecer los llamados bachaqueros. Ese año, definido por un economista como “el segundo año del desastre”, había sido el segundo consecutivo de caída del PIB (6,22 por ciento), la escasez de productos fue superior al 75 por ciento, la inflación de 181 por ciento, una devaluación del bolívar de 79 por ciento y el tipo de cambio había aumentado 381 por ciento. 

Con tres hijos, mi compadre comenzó a sentir la angustia diaria de no poder conseguir los alimentos que estaba obligado a proveer. Los sábados aquellos de saborear un buen vino se convirtieron en largas horas de cola en un supermercado. La “fiesta” aquella que éramos los venezolanos se había acabado. 

Fue un deslave que se llevó todo. Incluyendo a mi compadre.

A mediados de ese año Óscar me dijo varias veces: “Tenemos que hablar”. Yo no le prestaba atención. Y pasaron unas semanas.

Hasta que un día me llamó por teléfono:

—No me has dejado más opción que decírtelo por esta vía: tengo pasaje para Chile.

De inmediato supe que se iba. Recordé que unas semanas antes, tomando un café en la cocina de su casa, me había dicho: “No puedo vivir en un país donde no tengo garantía de poder alimentar a mis hijos”. 

El fin de semana siguiente a esa llamada hablamos en persona y fue la primera vez que tuve esta sensación que desde entonces me ha acompañado durante estos últimos años: esto de sentirme incompleto. Comprendí que una parte de mí me sería arrancada. Ese día lloré. Escribí. Recordé toda nuestra vida juntos.

Un tiempo después de esa conversación, lo acompañé al aeropuerto para despedirnos. Nos sentamos, comimos y tomamos algo. Esta vez el callado era yo. No tenía nada que decir. No sabía qué decir. Desde ese día, me convertí en esto que soy ahora: una especie de herida ambulante que camina y habla. Una herida con forma de hombre. Una cosa incompleta, las partes de algo que fue cercenado.

Por supuesto que los acompañé hasta el ingreso a inmigración, donde solo pueden entrar los que van a viajar. Y entonces mis ojos vieron la escena: allí estaba mi amigo, migrando otra vez como consecuencia de decisiones tomadas por un grupito obsesionado por una ideología en el poder, tal como ya una vez el otro extremo ideológico lo había sacado de su país de nacimiento. 

Óscar estaba viviendo la misma escena por segunda vez y yo estaba siendo testigo de eso. Los abracé a todos. Uno por uno a sus hijos. A mi comadre. Él, por supuesto, se quedó de último como alargando el momento. Finalmente vino el abrazo en el que me dejó al oído sus palabras de despedida, con un tono paternal y de advertencia. Unas palabras que me retumbaron en el alma y que me han angustiado todos estos años:

—Tú eres periodista. Tarde o temprano te van a perseguir… Vete de este país. 

el aula e-nosEsta historia fue producida en el curso La emoción es la clave, dictado por Héctor Torres, en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.

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Soy periodista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello en 1991. He hecho carrera en radio y TV, fui corresponsal en Caracas del servicio en español para radio de la BBC de Londres y también he trabajado en varias ONG de derechos humanos.

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