María Fernanda Rivera creció en Timotes, un pueblo del estado Mérida, en los Andes venezolanos. Siempre quiso terminar una carrera universitaria y su familia, aunque ha encontrado diversos obstáculos en el camino, no ha dejado de apoyarla para que lo logre. Ismar Linares, su compañera de clases en la Universidad de Los Andes, ha visto de cerca ese esfuerzo y cuenta su historia para el Semillero de Narradores.
Ilustraciones: Robert Dugarte
María Fernanda Rivera no es la típica estudiante de comunicación social, extrovertida y conversadora. Tampoco se ajusta al estereotipo que la costumbre les ha impuesto a las muchachas de su pueblo: eso de entregarse desde muy jóvenes a atender a un esposo, a llevar una casa y a criar hijos. Ella, la mayor de dos hermanas, desde siempre quiso estudiar hasta completar una carrera universitaria.
Tiene 22 años. Es de estatura mediana, tal vez 1,60 centímetros, y suele vestir con blusa y jeans, zapatillas o botas medio coloridas. Siempre recoge su cabello negro en una cola. No es distinta a cuando llegó al núcleo Trujillo de la Universidad de los Andes (ULA), en el occidente venezolano.
Apenas sus compañeros la vimos, supimos que venía de alguno de los pueblos cercanos. Lo decían sus mejillas semicoloradas. Venía de Timotes, una pequeña localidad del vecino estado Mérida: de estar rodeada de montañas y siembras de hortalizas, de aspirar a cualquier hora del día el olor a café tostado, de comer las arepas de trigo recién hechas.
Para ella, estar en la ULA era un sueño y la vez un reto. Significaba librarse del destino, de una vida sin perspectivas de crecimiento.
Cuando María Fernanda apenas era una niña que no entendía mucho el porqué de lo que pasaba, pero ya tenía suficiente consciencia como para recordarlo después, sus padres decidieron irse de Timotes a Pie de Sabana, una localidad del municipio Carvajal, en el estado Trujillo, a menos de 20 minutos por carretera de Valera, en busca de mejores condiciones de vida y educación para las hijas. Su padre tenía allí un empleo como chofer.
Al tiempo, la salud de su papá se vio afectada por una bacteria. Tan serio era su estado que no pudo conservar el empleo y se vieron forzados a regresar a Timotes, preocupados por no saber qué hacer, qué comer, cómo salir de aquella difícil situación.
Para María Fernanda, aquella mudanza fue una gran desilusión. En Pie de Sabana había estudiado en la escuela y ahora volvía a un pueblo donde ya no tenía relaciones, justo cuando estaba por comenzar una nueva etapa de su vida: el primer año de bachillerato. Era una experiencia que se imaginaba junto a sus amigos de siempre. Ahora, en un lugar conocido y al mismo tiempo desconocido, el futuro era para ella una travesía que no sabía cómo andar. Además, lo habían perdido todo y debían volver a empezar.
Nuevos amigos, nuevo colegio y una situación económica familiar donde los platos de la mesa no se llenaban completos. Sacrificar una comida por otra, un desayuno por una guía para la clase, fue parte del proceso de adaptación. Era la forma como la familia resistía mientras el padre trataba de recuperar unas tierras en la montaña y las ponía en condiciones para cultivarlas. Para ello, día tras día, en pie desde las 4:00 de la mañana, debía emprender un camino de hasta dos horas.
Mientras, María Fernanda hacía su parte: iba sin falta al liceo.
Y valió la pena, porque se graduó. En 2016, el proceso nacional de admisión universitaria la ubicó entre los seleccionados para iniciar ese año los estudios de comunicación social. María Fernanda, desde luego, se alegró mucho.
Los últimos tres años todo había ido bien: las cosechas del papá se estaban produciendo, y sus aspiraciones se iban cumpliendo. Pero 2016 no sería un buen año. Pronto todo eso pareció venirse abajo. El incremento del precio de las semillas, fertilizantes y otros productos para la siembra los volvieron incomprables. La inflación crecía cada vez más, la situación del transporte se había agravado y la universidad, que está entre las montañas andinas, entraría en un paro de seis meses.
Su papá vendió lo que quedaba. Lo hizo sobre todo con la esperanza de que su hija no dejara de estudiar. Su esposa le preguntaba cómo iban a hacer con la residencia que tenía que pagar la joven mientras cursaba su carrera en Trujillo, la comida, la ropa. María Fernanda trataba de tranquilizar a su madre, le hacía ver que no necesitaba de mucho para salir adelante.
—Todo estará bien, mamá, usted sabe que yo soy muy sencilla.
Lograron resolver el asunto de la residencia. Y su mamá invirtió sus ahorros en una promoción de blusas que servirían para que ella pudiera usar una diferente cada día de la semana para ir a la universidad. A María Fernanda eso realmente no le importaba, pero a su madre sí.
Así comenzó las clases. Y la rutina de cada lunes era levantarse a las 4:00 de la mañana, alistarse, esperar una cola en la vía —o a que por suerte pasara una buseta— para llegar, de Timotes, directo a la clase de las 8:00 de la mañana. Hasta que el viernes regresaba al hogar con su familia, para pasar allí el fin de semana.
El día en que salió a su primer encuentro con la nueva vida, solo llevaba un bolso con lo necesario, como algunas arepas “con sabor a amor de madre”, suficientes para el desayuno, el almuerzo y la cena de la semana. Era todo con lo que contaba.
Se encontraría con que, en el núcleo de la ULA, la delincuencia hacía de las suyas una y otra vez. La deserción estudiantil comenzaba a incrementarse. El comedor de la universidad apenas funcionaba. No había transporte. Y las protestas eran hasta dos veces por semana.
Vinieron días duros. Ponerse botas los martes y los jueves, ir dispuesta a entrar corriendo y salir corriendo; ver enfrentamientos entre la guardia nacional y los policías contra los estudiantes, y hasta saltar algún árbol que servía como barricada.
En 2017 comenzó el nuevo semestre y María Fernanda no apareció. Una semana después, temíamos que le hubiese pasado algo. No lo sabíamos, pero mientras tanto, en su casa, su papá volvía con las mismas palabras que le dijo cuando parecía que no iban a poder costear su permanencia en la universidad:
—Yo quiero que usted estudie, para que sea alguien en la vida y no la humillen como a mí me han humillado.
En ese entonces, en cualquier calle venezolana corría la sangre de los manifestantes, entre los cuales se contaron 150 asesinados en las protestas por la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente. Día a día, crecían tanto la diáspora de los venezolanos como la deserción estudiantil. Fue en ese contexto que María Fernanda decidió abandonar la carrera. Porque además las condiciones en casa habían empeorado.
—Lo mejor es que yo trabaje. Ya no podemos —dijo.
—Mija, no puede dejar de estudiar.
A las palabras de su papá se oponían las de algunos parientes, incluso unas tías. “¿Para qué va a estudiar hija, de qué le va a servir?”, “Aquí no le falta nada. Es mucho sacrificio, no va a poder”. En ese dilema estaba cuando a la voz de su papá se sumó la de un compañero que supo que María Fernanda no quería volver.
—Chama, no puedes dejar la carrera. Ayer lo estaban hablando, los profesores te pueden ayudar y los muchachos también.
Intentarlo una vez más podía funcionar, pensó cuando recordó que alguna vez una profesora le dijo: “Yo sé que usted tiene potencial”. Y vinieron a su mente las palabras que se dijo a sí misma en ese momento: “Yo vine fue a estudiar, y no tengo que estudiar por estudiar”.
Y volvió.
Lo hizo con la idea de darle a su esfuerzo un propósito más allá de cumplir con sus estudios. Y con su regreso a la vida que había escogido, inició una nueva aventura: incursionar en el mundo de la radio, en la 99.3 FM, que se escucha en la Mesa de Esnujaque y Timotes.
Lester, el mismo amigo que la llamó para decirle que no podía abandonar la carrera, la recomendó en la emisora y la recibieron como “acompañante” en un programa. Tenía que estar allí los viernes a las 7:00 de la noche. Para eso tenía que salir corriendo de la universidad a conseguir transporte hasta Timotes, que está a hora y media de Trujillo.
—Vaya, para yo decir que usted es mi hija.
Esas palabras de su papá terminaron de animarla a decir que sí. Poco después la ubicaron también en un programa los domingos a las 7:00 de la mañana. Así fue perdiendo la pena que le daba hablar al aire.
Ocurrió que en el pueblo, y en el transporte púbico, empezaron a reconocerla cuando hablaba. Y le pedían que contara la realidad que vivían: “Di por la radio lo que nos están haciendo, cómo nos tienen… horas y horas en la cola de la gasolina”.
La gente comenzó a llamarla “La voz dulce de la Mesa”.
Comenzó a entrevistar a la gente, a hacer reportes a través de notas de voz usando el teléfono que le prestaba Lester. Y aunque la economía de la casa sigue complicada, María Fernanda está convencida de que todo tendrá su recompensa.
—Ver cómo mis papás creen en mí y todo lo que han hecho me motiva a seguir. Yo sé que quiero y puedo —dice.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.