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Y sigues viviendo

Y sigues viviendo

Oct 05, 2022

A veces, la herencia de nuestros padres es un compendio de heridas. Eso escribe el narrador venezolano Lizandro Samuel en este relato personal en el que cuenta cómo, a lo largo de su vida, ha tenido que sobrellevar un padecimiento crónico de la piel, además de otros obstáculos. Esta historia es finalista de la 5ta edición del Premio Lo Mejor de Nos

Y sigues viviendo
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG

Mis ideaciones suicidas empezaron cuando tenía 6 o 7 años. Llorando, repetía que quería desaparecer. Me encerraba en el baño con una navaja suiza y trataba de hacerme mutilaciones en las muñecas. También me daba golpes en el pecho, la barriga y la cara. Me apretaba los testículos. Mi mayor fantasía era ser como algunos personajes de anime que estaban tan heridos que suprimían sus emociones. Mi objetivo era ser el hijo perfecto, uno digno de presumir.

Para ese entonces ya tenía mi primer queloide. A los 5 años me dio lechina. La roncha que menos me rasqué fue la única que cicatrizó mal. Al finalizar el año escolar, todos los alumnos del colegio —desde prescolar hasta 6to grado— nos fuimos a un viaje de tres días y dos noches con las maestras. Mis compañeros veían un poco más arriba de mi tetilla izquierda y me preguntaban qué me había pasado.

Nunca volvieron a indagar. Fuimos más o menos un mismo grupo desde el último nivel de preescolar hasta salir de primaria. Supongo que siempre alguno de los nuevos mostraba curiosidad, pero no lo recuerdo. No me preocupaba el queloide, el cual, no obstante, me picaba y seguía creciendo.

Al final de 6to grado todo cambió. Aparte del viaje de tres días y dos noches, los que al año siguiente entraríamos a bachillerato hicimos uno solo para nosotros (también con las maestras, claro) de cinco días y cuatro noches. Lucrecio, un alumno mayor que había repetido, se burlaba de mí. Yo leía, no me interesaba fastidiar a nadie y me gustaban las niñas, pero las veía con candidez. Él se subía a los árboles y ya miraba pornografía. Construyó un arsenal de chistes en torno a que mi queloide era una tercera oreja. Nunca había recibido un comentario tan agresivo en el ambiente escolar. Solo durante los planes vacacionales que organizaba la Gobernación del Estado Miranda, a los que asistía debido a que mi mamá trabaja allí. Eran viajes llenos de decenas de Lucrecios más agresivos y con menos contención. No recuerdo quién fue el primero en llamarme tritetilla.

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Cuando llegué a 1er año de bachillerato, me preocupaba el tipo de burlas que podían hacerme. Hubo un viaje escolar, ida y vuelta, a una piscina. Nunca le expliqué a mi mamá por qué no fui. Ella se cansó de preguntarme, hasta trató de ver qué le sacaba a mi mejor amigo. Nadie podría haberle contado algo: yo guardaba mi dolor en cajitas coloridas dentro de mi pecho. No quería volver a ser el niño que se encerraba a llorar en el baño con una navaja.

Durante el resto del liceo tuve las inseguridades típicas de la edad. A veces me hacían bullying. Me construí una máscara: ser un poco imbécil era el camino para que me aceptaran. Aprendí a ser más agresivo, a ofrecer golpes al que subiera el tono. Pero nunca nadie mencionó mi queloide: no había manera de que supieran de su existencia.

En cambio, sí se enteraron mis compañeros de equipo. Empecé a jugar fútbol a los 12 años. Hasta los 17, estuve en instituciones con limitados recursos económicos: no tenían chalecos. Cuando hacíamos un partidito de entrenamiento la cosa se dividía entre los que permanecían con camisa y los que se la quitaban.

Hubo algún comentario idiota, pero nada tan violento como la primera vez que jugué en las inferiores de un equipo profesional. Chamos de todos los estratos sociales y de todo el país habíamos ido al Atlético Venezuela a probar. Fuimos seleccionados desde jóvenes que vacacionaban en Europa hasta otros cuyos amigos pertenecían a bandas delictivas. Volví a escuchar el apodo de tritetilla, aunque la verdad la cicatriz ya era muy grande para ese símil.

Tuve mucho acné en la adolescencia. Sobre todo en el pecho y la espalda. Mi papá, al igual que yo, tenía queloides, pero muy pequeños. Mi mamá tenía una suerte de pecas oscuras en toda la espalda: eran marcas del acné que había padecido. Cuentan que Marilyn Monroe le dijo una vez a Albert Einstein que juntos podrían gestar a los hijos perfectos: saldrían con la belleza de ella y la inteligencia de él. Einstein respondió: “Desafortunadamente, me temo que el experimento salga a la inversa y terminemos con un hijo con mi belleza y con su inteligencia”.

A veces, la herencia de nuestros padres es un compendio de heridas.

Mi torso se llenó de queloides: muchas espinillas cicatrizaron de esa forma. Para ese entonces, ya jugaba en equipos en los que había chalecos. No me preocupaba que me vieran desnudo, sino tener que bajar el balón con el pecho. El dolor podía dejarme privado.

¿Se acuerdan de aquel primer queloide que en un principio alguien comparó con una tercera tetilla y después otro con una oreja? Bueno, ahora era muy grande para esas analogías. Y los demás estaban igual: crecían, picaban, dolían. A los 19 años, comenzó algo que aún se mantiene: puedo pasar el día —en cualquier momento, a cualquier hora— rascándome.

¿Qué decían los médicos?

Entre mis 14 y mis 17, mi mamá me llevó a tres dermatólogos. Uno dijo que las cicatrices estaban muy duras, que debía masajeármelas para ablandarlas. Durante la consulta, me apretó algunos queloides. Yo lo imité, en casa, durante unos días. Hasta que el dolor desnudó la ignorancia del doctor. Otro comentó que la única solución era operar. Cuando me vio un cirujano dijo que si se quitaban cicatrices como esas lo más probable es que volvieran a salir pero de mayor tamaño. El último dermatólogo habló de radioterapia. Y ahí mi mamá se asustó. Como también lo hizo, un año después de que hubiese terminado el liceo, cuando leyó uno de mis textos. 

Desde los 14 años, publicaba en uno de los periódicos internos de la Universidad Central de Venezuela. La editora era una amiga de mi madre. La última vez que le envié algo fue una suerte de desahogo en el que me cuestionaba por qué seguía adelante, por qué siempre me levantaba si no parecía haber estímulos y más bien abundaban los golpes.

No me inscribí en la universidad porque no veía ninguna carrera que me interesara, salí del liceo decepcionado del sistema educativo, jugaba fútbol a alto nivel pero las cosas no estaban saliendo como yo había soñado: todos los días comía lo mismo porque la falta de dinero en casa limitaba la variedad y ya pagar pasaje era un gasto oneroso. Escribía, como había hecho desde mis 6 años, pero no sabía qué hacer con eso. Sentía que vivía en una fosa de la que trataba de salir escalando pero siempre me resbalaba.

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Mi mamá tuvo miedo de que me quitara la vida. Me mandó al psicólogo.

Lo amé. Aprendí cosas sobre mí, adquirí herramientas para organizar mi tiempo, para vender, para motivarme, para evaluarme, para planificar. Creé un blog que me empezó a abrir puertas, descubrí que el talento que me faltaba como futbolista me sobraba como entrenador. También, al fin, encontré una dermatóloga con mejor criterio.

Había dos opciones: láser e infiltraciones de un esteroide llamado Kenacort. Ella me dijo que con cinco infiltraciones, a razón de una mensual, las cicatrices se aplanarían. Aguanté un año y dos meses. Una inyección no dolía, 25 ya era otra cosa. Dos de las cuales correspondían a un queloide que está sobre un nervio. Yo era el consentido de la enfermera: un chamo de más de 1,80 metros al que trataba con mimos para que no gritara tan fuerte. Salía retorciéndome de cada sesión. La gente se me quedaba viendo en la calle. Algunos queloides sí redujeron su tamaño, pero la mayoría siguió creciendo.

Acababa de cumplir 20 años. Tenía mi primera novia formal y me iba a la cama todas las noches pensando en un futuro que no llegaba. Creía que dormir era perder tiempo. Me desmayaba del sueño tras pasar horas leyendo o viendo películas. Cuando las cosas con mi novia se complicaron, lo manejé con la intensidad de lo que era: un amor adolescente. Aumentó la comezón de mis queloides, se aceleró el crecimiento. Nunca más volví a dormir ocho horas seguidas durante más de dos días.

Mi mamá no tenía plata y yo tampoco. Hice un nuevo tratamiento en el Hospital Vargas, también con infiltraciones pero esta vez me ponían una plancha de hielo en cada queloide antes de inyectarmelo. Parecía funcionar y sentía menos dolor; sin embargo, al ser un servicio gratuito y muy demandado, me daban las citas para cada cinco meses. Una doctora dijo que estaba perdiendo mi tiempo, debido a que por la magnitud de mi problema necesitaba sesiones cada tres semanas.

A los 22 años tuve mi primer y quizá único trabajo convencional, de ir a una oficina y cumplir un horario rígido. Traté de usar el seguro médico de la empresa, pero resultó que todos los seguros consideran los problemas como el mío un asunto estético: no lo cubren. Una dermatóloga quiso tratarme con láser, pero el costo por sesión era el doble de mi salario mensual. 

Me volví adicto al Atamel. Tomaba tres o cuatro pastillas por noche. Con suerte, lograba dormir un par de horas antes de despertarme por la comezón. Me rompía la piel con las uñas y en varios casos esto significó el nacimiento de nuevos queloides. Si me ponía ansioso, la picazón me inutilizaba para cualquier cosa que no fuera rascarme por entre 10 y 30 minutos.

Ninguna chica se alejó ni se arrepintió ni dejó de hacer algo al ver mis cicatrices. “Si te voy a chalequear no va a ser por eso”, me dijo un amigo durante una piscinada. Acaso me incomodan algunas miradas en la playa. El problema real es que en menos de un año el Atamel dejó de funcionar, aprendí a tomar diclofenac y antialérgicos casi como caramelos. 

La terapia y la meditación me han ayudado, aunque mis días y noches nunca han dejado de estar atravesados por el malestar. 

En 2016, las reglas del país cambiaron. 

Por primera vez, comprar comida se convirtió en un problema en mi vida. Llegué a pensar que nunca podría mudarme de la casa de mi madre hasta que me fuera del país. Todos los días, entre mis 20 y mis 24 años, me desperté escuchando una voz en mi cabeza que decía: “Eres un fracasado”. Una noche, en medio de una discusión familiar, me botaron de casa. No sabía a dónde iba a dormir ni qué iba a comer. Por fortuna, tenía una vida laboral activa y ciertos contactos. Hubo dificultades (las únicas proteínas animales que comía eran sardinas y huevos) y en algún momento hasta me vi en medio de una disputa familiar ajena: el amigo que me alquiló una habitación tuvo problemas con su papá al punto de que la policía intervino. Nunca antes había escuchado a un padre decir que iba a matar a su hijo.

Desde 2017 le pongo nombre a mis años. Ese lo bauticé como Conflicto. Por fortuna, el 2018 se llamó Prosperidad. Al fin, mi vida comenzó a parecerse a las cosas que quería. Asistía a terapia no para solucionar problemas inmediatos, sino para acrecentar mi bienestar. Pero incluso en mis momentos de mayor felicidad y plenitud, estaba un fondo sin resolver: el malestar de queloides. Cada vez aprendía más cosas para convivir con ellos: mantenerlos hidratados, cambiar los analgésicos por actividades que me tranquilizaran (como ver una serie), cremas dermorestauradoras para las lesiones que me producía con las uñas e incluso un ungüento alemán que frena el nacimiento de queloides.

Entonces, en marzo de 2020, inició la cuarentena por la pandemia de covid-19. 

El primer mes lo pasé encerrado junto con mi novia. Estábamos empezando y ella se había quedado sola en el apartamento que compartía con su prima. Fueron cuatro semanas con todo lo que corresponde al inicio de una relación. En un momento dado, tuvo que viajar a su pueblo. Su mamá había tomado muchos somníferos y pasó un día adormecida. Pocos días después, me llamó a media mañana para decirme que estaba en el hospital: su mamá había fallecido.

Recuerdo el grito que solté tras colgar. Recuerdo el mareo. Recuerdo estar encerrado en el baño viendo un pote de cloro, luchando contra la tentación de bebérmelo. Recuerdo preguntarme qué más tenía que superar. Recuerdo que en ese momento era freelance: hacía un par de meses la empresa que me permitió dar un salto socioeconómico importante había cerrado.

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Durante una semana, mi psicólogo me sugirió que habláramos cada día por espacio de 15 minutos. Así me di cuenta de que había entrado en supervisión suicida.

Perdí el control de mi mente. Llegué a estar despierto hasta por 40 horas seguidas. Volví a la habitación que alquilaba. Mi casero y sus hijos hacían fiestas, yo vivía encerrado en mi cuarto enterándome cada día de una nueva muerte por covid-19 y fingiendo que era un monje budista lleno de paz cada vez que mi novia me llamaba en crisis. Nunca en mi vida he estado borracho. Una madrugada salí desesperado a la sala, mientras todos dormían, a buscar un cacho de marihuana: no aguantaba mi mente.

Cuando mi psicólogo me dijo que medicarme era una opción, caí en cuenta de lo hondo que estaba. Me empujaba, entre otras cosas, la convicción de no querer herir a mi novia, de no querer que mi mamá y mi hermana atravesaran un camino de llamas hasta mi ataúd.

Mi psicólogo me hizo un test. Había una lista de experiencias, cada una con un puntaje. Debía marcar cuáles había vivido en los últimos dos años. Si la suma total daba, por ejemplo, 100 puntos, significaba que probablemente mi salud mental estaba en riesgo. Sumé 200.

Nunca me habían dolido tanto las cicatrices. Me aparecieron abscesos con una frecuencia inédita. En una de las infecciones, se me abrió un hueco en medio de un queloide, como si me lo hubiesen taladrado. En otra, se me hinchó una parte del pectoral derecho como si tuviera una vena mutante.

Pasé dos meses sin tocar a otro ser humano hasta que mi novia volvió a Caracas. Nos abrazamos en silencio mientras llorábamos. 

Ya había superado la depresión, pero todavía lidiaba con las secuelas. En algún momento, le conté lo que había vivido. Ella era una mata seca por el duelo, yo era un desecho de persona que estaba aprendiendo a volver a andar. 

Mi 2020 se llamó Hades y mi 2021 Sufrimiento. 

Mi sueño siguió siendo irregular. Vivo en horario invertido. Me empecé a tratar con una nueva dermatóloga y estoy ahorrando para empezar un tratamiento a largo plazo. Tengo un año luchando contra una infección que desaparece y vuelve a surgir. La meditación, terapia, ejercicio y la literatura son los ingredientes con los que trato de construir una rutina que coseche paz. 

Mi novia y yo nos mudamos juntos de forma definitiva.

Lo mejor de testimonios como este es saber que la persona que narra venció sus demonios. Podría decir cosas que son ciertas: si alguna vez fui un niño de 8 años que entró en crisis porque no había publicado su primer libro, encontré el alivio de no competir ni siquiera contra mí. Volví a reír. Recuperé la esperanza. Pero toda moneda tiene dos caras. Sigo cansado de bregar en el país. Mi novia recibió, luego de la muerte de su madre, la noticia de que falleció un tío e incluso vivimos una tragedia que salió en periódicos. 

¿Dónde acaban los obstáculos y dónde empieza el mensaje de superación?

Algunas madrugas de insomnio, pienso en el diálogo con el que finaliza la serie BoJack Horseman:

—La vida es una mierda y luego te mueres.

—A veces. A veces la vida es una mierda y sigues viviendo.

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Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.

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