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93’10”, un instante para toda la vida

Sep 27, 2017

Sucedió la tarde del 3 de mayo de 2015, en el estadio Olímpico de la UCV. El Deportivo Táchira le arrebató, con un gol de último minuto, el título del Torneo Clausura a su archirrival, el Caracas Fútbol Club. Fue una de esas hazañas que los fanáticos jamás olvidan. La periodista deportiva María José Salcedo narra cómo la vivió uno de esos hinchas, quien viajó desde San Cristóbal a Caracas para estar en aquel partido.

Fotografías: archivo personal

 

Cuando ingresó a las gradas del estadio Olímpico de la Universidad Central de Venezuela, Javier estaba nervioso. Se frotaba las manos. No podía controlar la ansiedad. Había llegado el día antes a Caracas, procedente de su natal San Cristóbal, para presenciar la jornada final del Torneo Clausura 2015, que disputarían el Caracas Fútbol Club y su archirrival, el Deportivo Táchira, equipo al que Javier ha aupado desde que tiene memoria.

No estaba solo. Con él habían viajado su novia y su cuñado con su pareja. Se hospedaron en la casa de un familiar de uno de ellos y, vistiendo camisetas amarillas y negras, salieron de allí tres horas antes del pitazo inicial.

Tomaron el metro. Cuando el vagón abrió sus puertas, se encontraron a cientos de seguidores del Caracas. Javier y sus compañeros sintieron el peso de sus miradas; escucharon sus arengas incómodas. “Ahora sabemos lo que es ser asediados por el hincha caraqueño”, pensaron.

Todo indicaba que lo que estaba por comenzar en el terreno sería un duelo áspero. Los equipos eran los primeros de la tabla de clasificación –el Táchira, 40 puntos; el Caracas, 38– y quien ganara sería el campeón, aunque por su ligera ventaja de dos puntos, a Táchira le bastaba con empatar. Era el 3 de mayo de 2015. A las 4:00 de la tarde, cuando comenzó el partido, Javier se persignó.

Que estuviera allí –que hubiera tomado un avión hasta la capital para no perderse un juego–, no era extraño. De padres colombianos, nació y creció en una familia donde el fútbol era como una religión. Es el tema de sobremesa, la excusa perfecta para los encuentros familiares. Y él, desde que se hizo adulto, se convirtió en uno de esos hinchas fervientes que viaja a donde sea siguiendo los pasos del equipo. En las derrotas y en las glorias, Javier está ahí. Lleva tres años comprando un abono que oferta el Táchira, al principio de cada temporada, el cual le reserva una silla en todos los partidos donde jueguen los aurinegros. Él se asegura de escoger un puesto que le permita observar con claridad todas las jugadas.

 

Pero es mucho lo que no ha presenciado. No había nacido cuando el equipo, que siempre ha sido de Primera División, vivía su época de oro a principios de los ochenta. El gol de arco a arco del portero Daniel Francóvig frente al club argentino Independiente de Avellaneda, en la Copa Libertadores de 1987; el triunfo frente a Sol de América de Paraguay en otra Copa Libertadores (1989); la conquista de dos títulos absolutos (1984 y 1986), récords de victorias, récords de goles, récords de puntos.

Javier sabe, porque se lo han contado, que después de esa temporada fructífera, muchos equipos de fútbol nacional atravesaron una crisis económica que llevó a algunos a desaparecer. Se siente orgulloso de que los dirigentes de entonces hipotecaran carros, casas y terrenos para mantener a flote al Táchira: para hacer posible que, en 1986, alcanzara el cuarto campeonato.

El entonces naciente equipo Caracas Fútbol Club ascendió a la Primera División durante aquellos años. No tenía problemas financieros gracias al respaldo del Laboratorio Vargas. Crecía como un niño sano y fuerte. Ganaba adeptos en la capital –a la sombra del béisbol– y se hizo con cuatro campeonatos. Mientras, el Táchira daba tumbos derivados de su situación económica. Y sus fanáticos miraban con recelo la efervescencia de los caraqueños. Así se fraguó una rivalidad de alto voltaje entre estos equipos que encarnan el clásico moderno del fútbol nacional, que Javier se toma muy en serio.

 

Ese 3 de mayo de 2015 las gradas, como es habitual en un enfrentamiento como este, estaban colmadas por una enardecida jauría de fanáticos. El partido era un torbellino de emociones que arreció hacia el final. A 10 minutos de concluir, el marcador estaba 1 a 1. Ese empate le daría el campeonato al Táchira. Javier, agitado, gritaba. Veía el reloj. “Resistan, resistan”, pensaba. Volvía a ver el reloj. “Falta poco, falta poco, resistan”.

Pero en el fútbol –como en la vida– las cosas pueden cambiar muy rápido. El atacante caraqueño Edder Farías hizo un gol y llevó la pizarra 2 a 1. La tribuna sur, territorio de los demonios rojos –la barra más representativa del equipo capitalino– era foco de una euforia desmesurada que se extendió por todo el estadio. La fanaticada rival se enfrió: parecía que era hora de prepararse para un amargo regreso a San Cristóbal.

“¡No puede ser! ¿Un gol a estas alturas?  –pensó Javier– todo está liquidado”. Se cubrió la cara con su camiseta amarilla y negra. Negaba con la cabeza mientras le venía a la mente un recuerdo fatídico: aquel campeonato de 2008-2009 que el Caracas le arrebató a Táchira en su propia casa, una noche tormentosa en la que los visitantes arrasaron con un 1 a 4. Él tuvo que aguantarse la humillación de ver la fiesta que los rojos armaron en Pueblo Nuevo, en su propio patio.

—¡No puede ser que estos perros nos ganen otra vez! —gritaba, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

En el terreno todavía quedaba partido. Tras el minuto 90, el árbitro, José Argote, decidió añadir cuatro más. Caracas ya se sentía campeón.

Pero de nuevo: en el fútbol las cosas pueden cambiar rápido. Demasiado, quizás.

Una jugada se truncó a metros del arco tachirense. Carlos Cermeño recuperó el balón y se lo pasó al portero, Alan Liebeskind. Desde la línea, el director técnico, Daniel Farías, le ordenó a Gerzon Chacón, el capitán, ir al frente. Este obedeció y sus compañeros corrieron al arco sur. Justo frente a la tribuna de los demonios rojos.

Gerzon avanzó unos metros más. Y antes de atravesar la mitad de la cancha, pateó el balón. Lo recibió su compañero Yuber Mosquera, quien a su vez lo envió hacia donde estaba Wilker Ángel, el central trujillano con memoria de delantero. Y, de cabeza, hizo un gol: el gol.

La jugada duró siete segundos.

El reloj del descuento marcaba 93 minutos con 10 segundos.

Wilker se echó a correr desahogando el grito de gol que tenía atrapado en el pecho.

Eduardo Saragó, director técnico del Caracas, se dio media vuelta y entró a los camerinos antes de escuchar el pitazo de cierre. No disimuló, ante las cámaras de televisión, su cara de pocos amigos. La fanaticada caraqueña estaba petrificada. Mientras, Javier brincaba descontroladamente. Conmovido por lo que acababa de ocurrir, se sentó con los ojos aguados.

Frente a Javier, aún en la cancha, Wilker se detuvo. Se desplomó y comenzó a llorar también. De rodillas, con los brazos extendidos, miró al cielo y, como siempre hace, elevó una plegaria agradeciendo a Dios.

El silbato ya había sonado: Táchira era el campeón del Torneo Clausura 2015. Los aurinegros ahora prendían la fiesta en casa ajena.

 

El regreso a San Cristóbal supo a gloria. Inspirado en aquel gol, un reconocido restaurant de hamburguesas de esa ciudad, creó una que llamó 93′10”. Era una croqueta de 200 gramos de carne, acompañada por pimientos rojos asados en salsa teriyaki, que representaba el sabor amargo del Caracas por haber perdido el título en el último minuto. También tenía un huevo frito, que representaba el coraje de los jugadores al no rendirse hasta el pitazo final. Una rodaja gruesa de queso amarillo uruguayo a la brasa emulaba el amarillo y negro de la camiseta campeona. Y como aderezo sugerido, aceite de oliva ahumado en especias.

Dos meses después del partido, Javier fue a probar la hamburguesa. La saboreaba rememorando ese partido recubierto de épica. Aquella hazaña que, años después, no deja de recordar.


Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.

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