La enfermedad que hace añicos la memoria supone un desgaste para los cuidadores de los pacientes. Al principio, los hijos de Hilda Rojas —Yiya, como la llamaban sus allegados— pensaban que los olvidos de su madre eran achaques menores a consecuencia de su vejez. Luego entendieron que debían dedicarse a cuidarla, aunque ella ya no los recordara.
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
—Tengo que comprar pasaje para darle una vuelta a la Negra. ¿No te han dicho cómo sigue?
—Ay, Yiya, por favor…
—¿Tú crees que con esto me alcance? Dios quiera que sí.
—Ya, Yiya. Esas no parecen cosas tuyas.
—Tengo que visitar a la Negra.
—¡Pero si la Negra está muerta, mamá…!
Esa tarde de 2015, la sala quedó en silencio y Yiya, ya en sus 82 años, no se atrevió a preguntar cuándo había muerto la Negra, su hija. Permaneció pensativa con el entrecejo fruncido. Parecía que intentaba armar un rompecabezas del cual se habían perdido ya muchas piezas, pero nadie sabía con seguridad qué pasaba por su mente. ¿Habrá encontrado en sus recuerdos una respuesta? ¿La Negra había muerto tres o cuatro meses atrás?
Petra sabía que Yiya a veces olvidaba el nombre o el rostro de algún conocido, pero a simple vista esos pequeños olvidos no parecían nada grave y hasta gracia les causaban. Pero ahora caía en cuenta: su mamá estaba sufriendo algún tipo de demencia. Rebuscó en sus palabras toscas algunas de consuelo para decírselas a su madre, pero nunca lo hizo porque Yiya enterró el tema esa misma tarde sin hacer más preguntas.
Hilda Rojas —Yiya, como la llamaban muchos, incluso seis de sus hijos—, nació el 11 de enero de 1933 en Caripito, un pueblo del estado Monagas del que salió siendo ya adulta. No contó con una educación más allá de la básica, pero fue lo suficientemente inteligente y trabajadora para sacar adelante su propia vida y la de sus siete hijos.
Trabajó en Caracas como personal de limpieza en casas de familias hasta que montó un kiosco en Petare en el que vendía desayunos y almuerzos. Sus días empezaban a las 3:00 de la madrugada, cuando se despertaba para ir al mercado de Quinta Crespo a comprar pescado, y terminaban a las 7:00 de la noche, cuando era hora de dormir. De vez en cuando, también viajaba a la isla de Margarita, para comprar mercancía y venderla en su local. Nunca paraba de hacer algo y de estar en movimiento.
Antes de esa tarde de 2015 en la que se encendieron las alarmas por la salud mental de Yiya, ella viajaba de aquí para allá. Todavía a sus 70 años, si algo le molestaba, preparaba maletas y se iba para otro lugar sin dar muchas explicaciones. En Caracas se quedaba un tiempo largo con Laura y otro poco con Petra o José. En Valencia se despertaba y le decía a Madda que se iba a Monagas, a la casa de Nicolás o de la Negra. Por el frío no viajaba mucho a Mérida, donde vivía Gladys. A ella la veía en Caracas, en las vacaciones de agosto y diciembre, cuando se reunía toda la familia.
Fue libre hasta un viaje que hizo de Valencia a Maturín. Esa vez se reencontró con unos viejos conocidos que la saludaron con cariño. El autobús en el que iban se accidentó, llegaron de madrugada al terminal de Maturín y Yiya decidió irse con ellos, ya demasiado entusiasmada como para informar a su familia de los pormenores del viaje o que había llegado sana y salva.
Los familiares de Maturín pensaron que no había viajado porque no los llamó para que fueran por ella hasta el terminal, como solía hacer; y los de Valencia dieron por sentado de que había llegado sin contratiempos. ¿Cómo iban a imaginarse que se iría con esas personas de las que sabían muy poco, sin considerar la opción de avisar?
Fue al día siguiente cuando apareció diciendo que estaba bien, contando la anécdota con gracia. A partir de entonces comenzaron a controlar su rutina. Eso la llenaba de rabia. Se hizo frecuente entonces que se molestara porque no le gustaba la comida que le preparaban —había que hacerle otra para complacer sus exigencias—, o que hiciera pataletas después de comer, porque pensaba que no la habían alimentado en todo el día.
—¡Aquí no me dan comida! —decía.
Los hijos, acostumbrados al carácter de su madre, no encontraban tan inusuales estas conductas suyas. Pero con la piel más arrugada y después de varias consultas médicas, ya no trataron los signos del alzhéimer como molestias y manías de la vejez.
Yiya necesitaba atención permanente, pues había que bañarla, vestirla, darle de comer, llevarla al baño varias veces al día y dormir con ella, o por lo menos intentar que se quedara en la cama hasta bien entrada la madrugada.
Así comenzó a viajar de Valencia a Caracas y viceversa, descubriendo el mundo cada dos minutos bajo la supervisión constante de Madda, Laura y Petra.
Los médicos dicen que un paciente con alzhéimer debe permanecer en un único sitio para no desorientarse, pero cuidar a Yiya era demasiado extenuante para una sola hija. Madda comprendía que no podía tomar sola esa responsabilidad, aun siendo enfermera. Poco importaba si había que explicarle una y mil veces dónde quedaba el baño o dónde iba a dormir, porque una Yiya sin supervisión hacía cosas peores que ponían mal a sus cuidadoras: escupía en la mesa, en el vaso donde bebía agua; se soplaba la nariz y se limpiaba las manos del mantel; si sus manos no quedaban limpias, iba al baño y se las lavaba en la poceta.
En el día iba cada dos horas al baño y en la noche, cada cuatro. En sus idas al baño había que ir tras ella limpiando el rastro de orina que dejaba al pasar.
—Hay que ponerle pañal —le dijo Madda a sus hermanos para que supieran que venían más gastos.
A veces, no se podían cubrir los gastos completamente, así que a la familia le tocó ingeniárselas y cambiar la estrategia: por las noches, se le ponía pañal; y por el día, la sentaban en la poceta, dijera o no que tenía ganas de orinar.
La cocina era el lugar de la casa en el que menos se podía descuidarla. Dejaba las hornillas prendidas. Una vez, echó agua sobre un sartén con aceite hirviendo, pues quería agua tibia.
—Necesito descansar —dijo Madda, en septiembre de 2021, después de que su yerno enfermara de covid-19 y de haber pasado parte de la pandemia cuidando a Yiya.
Esto hizo que se la llevaran nuevamente a Caracas, donde Petra y Laura alternaban los días de cuidado.
La cuidadora de turno no tenía tiempo para ella misma, para los amigos ni para la familia. Los demás no intervenían. Ellos entendían que quien cuidase de Yiya tendría que hacer su propia vida a un lado, así que no se oponían si Madda, Laura o Petra decían que era mejor hacer esto o lo otro.
Por su parte, Petra contaba con ese tipo de personalidad, a veces parecida a la de su madre, que se agobia fácilmente cuando las cosas no están en su sitio. Y Yiya, justamente, siempre andaba de acá para allá, lo que ocasionaba que Petra se alterara. Después, cuando ya estaba sola, más calmada, reflexionaba si ella misma no terminaría como su madre.
Con el paso del tiempo se hizo evidente que el alzhéimer había hecho añicos gran parte de los recuerdos de Yiya. A los 88 años, a partir de las 5:00 de la tarde, se ponía más inquieta: se levantaba a hurgar en los cajones de la cocina o a cambiar las cosas de lugar y a olvidar dónde las había puesto. Los médicos decían que cuando hurgaba estaba buscando su casa.
Tal vez eso era lo que tenía pensado hacer antes de la aparatosa caída del 13 de octubre.
Por las tardes, Edgar solía encargarse de la vigilancia de su suegra al llegar de trabajar para que Petra pudiera hacer otras cosas. Se sentó en la sala a ver una película con una Yiya de mirada perdida junto a él.
En cuestión de segundos, su suegra decidió que era hora de levantarse para ir quién sabe a dónde en busca de quién sabe qué, y en un intento rápido de echar a andar acabó cayendo al piso y golpeándose la cabeza.
Petra y Edgar la levantaron y se encontraron con una herida que los asustó.
Después, el recuerdo más vivo de esa tarde está lleno de un caminillo delgado de sangre, cuyo nacimiento era la herida abierta en la cabeza de Yiya, y de los tres en el carro camino a Salud Chacao: Edgar conducía y Petra, desde el asiento trasero, intentaba parar el sangrado de su madre presionando con un trapo en su cabeza.
Yiya solo miraba el camino desde la ventana y repetía maravillada: “Eso sí está bonito, eso sí está bonito”.
Esa noche durmió tranquila.
Yiya ya no está: murió el 5 de diciembre de 2021, a sus 88 años. Pero el alzhéimer sigue presente entre sus hijos. Aunque no son de llorar frente a todo el mundo, se les escapa una lágrima cuando recuerdan las travesuras de su madre antes y después de la enfermedad. Pero para Petra no son solo travesuras. En su oído resuena eso de que “el alzhéimer puede ser hereditario”, y a menudo se sorprende olvidando detalles. No sin cierto temor, se pregunta si, igual que su carácter, no habrá heredado la enfermedad de su madre o si solo está sucumbiendo ante el estrés.
Y cada vez que olvida algo importante les dice a sus hijos, mitad en broma, mitad en serio, que el alzhéimer está dando pasos largos en su cabeza.
Esta historia fue producida en el curso Tras los rastros de una historia, dictado por Albor Rodríguez, en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.