Nació en Ecuador. Su azarosa vida incluye haber sido raptada a los 18 meses, haberse criado con una madrina que la trataba como su empleada, haberse mudado 30 veces y tener dos hijos sin compañía masculina para educarlos. Con 50 años, al fin conoce la calma. Es María del Rosario Condo Samaniego, Charito, y así la ve el periodista Jefferson Díaz, su hijo mayor.
Fotografías: Álbum familiar
¿Qué es lo primero que recuerdas?
Lo primero es un cuadro en blanco con breves destellos de luz. A partir de ahí, las imágenes se unen entre un verde muy intenso y el gris característico de las nubes con tormenta. Luego, aparece un olor a lluvia que aún lleva en la piel. Un olor que la entristece cada vez que Caracas se llena de gotas y truenos. “Mi primera impresión de la vida es la pérdida”, señala al recordar la anécdota de su secuestro con tan solo 18 meses de edad.
Nacer y perderse. Un lema que persigue a su apellido como una maldición burlona.
La historia comienza cuando queda al cuidado de una madrina mientras su madre jugaba a trotamundos viviendo entre México, El Salvador y Estados Unidos. La añoranza de los hijos y quedarse a cuidarlos, como una de las responsabilidades de la maternidad, no fueron tareas que tuvieron mucha relevancia para Dolores, quien a los 25 años tenía un varón, una niña y la tragedia de un bebé que murió cuando ella se quedó dormida mientras lo amantaba. Es así como los primeros años de aprendizaje de Charito vienen de la mano con cruces de frontera –la persona que la raptó, cuando era bebé, la tenía en Colombia–, y cambios de residencia –pasó de una madrina a otra menos conocida que la tuvo hasta los nueve años. “Vivía a una cuadra de la casa de nacimiento de Manuela Sáenz, en Quito. Mi madrina me consideraba su empleada: yo cocinaba, limpiaba y hacía las diligencias para su esposo y uno de sus hijos”.
Su nombre es María del Rosario Condo Samaniego, pero los que la conocemos bien, la llamamos por un apodo que es muy común en Ecuador para las Rosario: Charito, mote que parte del cura que la bautizó. En la mayoría de los países con fuerte devoción cristiana, los nombres marianos, como el de ella, reciben esta tradición. Así, los Francisco se convierten en Pancho o los José en Pepe. Su nombre siempre la ha perseguido con la sabiduría de una existencia marcada por el trabajo duro y las barreras con las que oculta sus debilidades.
Un buen día, Dolores apareció para dictaminar que el destino para ambas era Venezuela, más precisamente la sultana del Ávila, con todo y cliché.
“Hasta hace unos años conservé el bolso con el que llegué aquí. Era morado y tenía mis muñecas con algo de ropa. Se me fueron perdiendo entre las tantas mudanzas. Lo hicimos más de treinta veces”. Treinta hogares diferentes. Es difícil asimilar esa cifra, en especial porque ella siempre ha sido un símbolo de estabilidad. Una estabilidad que pasa por las remembranzas de la adolescencia de su hijo mayor, cuando lo impulsaba a estudiar para que no fuese un vago, a trabajar porque ella lo hacía desde los doce años, y a poner los pies sobre la tierra porque la vida es lo que hagas de ella. “Porque yo no te dejaré mucho, solo la educación”.
Frases de discursos empacados en la escuela de los padres.
Son pocos los abrazos y bendiciones que comparte con verdadero entusiasmo. Rosario es una mujer que llega a la casa y pasa lista de los quehaceres pendientes, mientras se queja a todo pulmón de lo mala que está la situación. Además, no deja de aleccionar y ver en su primogénito al muchacho que raspó cinco materias en noveno año de bachillerato y que una vez casi se mata en un accidente de tránsito con un carro prestado. “Solo pido a Dios que me dé vida suficiente para verte estable y feliz”, me dice cada tanto.
Es un mantra que la acompaña desde que vendía ropa en una tienda en Parque Central. Por aquel entonces, Caracas era la pujante, la ciudad del petróleo. Mediados de los setenta, cuando ella y su madre compartían un ranchito a la entrada del barrio Los 70, en El Valle. Luego vendría una pensión por Prados de María, después un cuarto por El Cementerio y más tarde un anexo sobre una bomba de gasolina en Quinta Crespo. “No lo sé, pero creo que ni tenía tiempo para amigas. Mi rutina empezaba a las cinco de la mañana, para ir al colegio, y continuaba en el trabajo hasta la noche. Mi mamá me exigía la mitad del pago del alquiler y hacer mercado”. Lo dice con tal vehemencia que genera vértigo para aquellos que no hemos tenido esa infancia. Para los que crecimos con un abanico de comodidades otorgadas por una madre que se preocupó porque sus hijos no sufrieran.
Su inmigración devino en un engorroso proceso legal. Para el Estado venezolano ella no existía mientras no se nacionalizara, lo que hizo que perdiera dos años de bachillerato arreglando sus papeles. “Nos trataban como extraterrestres. Muchas arrecheras pasamos más de una vez por ser ecuatorianas”.
Sin embargo, la ausencia de unos cuantos documentos no detuvo su motivación y las metas que se planteaba a futuro. A los 17 años quedó embarazada de un joven que lo único que demostró fue su irresponsabilidad. Y con esa panza creciendo, miró al cielo y descargó su rabia por haberse transformado en parte de una estadística. En la anotación del embarazo adolescente. Quizás logremos comprenderla: como cualquier otra muchacha de este planeta, se enamoró y encaminó su pasión por una ruta con paradero desconocido. “Cuando me di cuenta de eso, cuando supe que quedarme con él significaba perder lo que yo quería ser, salí de su vida tan fácil como entré. Con un bebé en camino y sin dinero en el banco”.
Si pudiera hacerlo todo de nuevo, no saldría embarazada tan joven.
Desde entonces, salir adelante fue una graduación de gladiadora. Su madre estimó que si “uno es bueno para abrir las piernas, también es bueno para criar muchachos”. Por tanto, “no cuentes con mi ayuda, y si quieres estudiar, verás en qué tiempo lo haces”. Y, como si su vida de madre joven ya no fuese complicada, su niño se empecinó en enfermarse todos los días hasta los cinco años. Una carga agridulce que repartía sus días y noches entre el cuidado materno y las materias de la universidad, pasando por intentonas de golpe, Caracazos y “revoluciones”.
“No veas todo esto como un estacazo de autoayuda. A mí la vida me ha enseñado que nada es fácil, que la soledad es beneficiosa y que las cosas muchas veces pasan porque estamos pagando alguna deuda”.
Existieron aquellas penumbras en las que lloró por alguna discusión con su mamá, sobándose los golpes o levantando la cara para no verse derrotada. Con su hijo mayor en brazos, caminando de noche por alguna avenida, buscando dónde dormir para huir de la agresión. También sonriendo cuando tomaba jugo de manzana con su niño, viendo películas los domingos y comiendo sopa. Enseñándolo a cocinar y tratando de que bailara salsa con su misma soltura.
Ella, regañándolo por estar detrás de niñas tontas en bachillerato mientras sus notas se iban al abismo. Ella, llorando de nuevo por los novios que nunca se quedaron en su universo. Figuras paternas de papel que, en sus palabras, “lo único que han hecho es joder”.
Su confianza se amplió con la llegada de otro niño. Para ella una bendición que vino en el momento en que la independencia del mayor pudo más que su deseo de retenerlo en el nido. Una familia pequeña pero sólida.
Todavía regaña a Jefferson, ya de treinta años, y lo ve como aquel renacuajo que tuvo que cuidar en el hospital de niños, durmiendo en el suelo mientras doctores de pediatría le decían que su hijo debía quedarse hospitalizado por un cuadro asmático agudo. “Tengas la edad que tengas, siempre voy a estar pendiente de ti”.
Y el tiempo hace su jugada. Mamá ronda los 50 años y ya no muestra esa energía que destiló durante sus 20. Ese talante que la hacía tomar el primer carro que compró a 27 mil bolívares y llegarse hasta Río Chico para pasar un fin de semana familiar. Sus achaques ya preocupan, y su hijo menor es aleccionado por el mayor para que no se porte mal, para que la entienda y la cuide. Ya es abuela. A su imaginario se integran las lágrimas que derramó cuando cargó por primera vez a Rafael. Y las dulces voces que le regala cada vez que quiere que se duerma.
Es feliz. Por primera vez conoce la calma.
Sigue siendo la misma niña que llegó a Venezuela por los caprichos de su madre. Ella, que se graduó con honores del bachillerato y sacó una carrera universitaria con niño en brazos. Ella, que sobrevivió a un cáncer en el cerebro y se niega a hablar de ello como si fuese algo del otro mundo. Ella que hace su cola para comprar pan y pelea con policías y políticos por lo que es justo. Ella que nunca habló mal de los padres de sus hijos y dejó que cada uno se forjara su propia percepción. Ella que cuando cuenta su historia, lo hace con precaución.
Charito sigue algunos clichés. Que a pesar de ser lugares comunes, son poderosos en la enseñanza de las madres. Pero ella los adoba con su experiencia, secretos y pesares.
Nos lo dice una mujer que con menos de 30 años tenía casa y carro, pero sin una compañía constante de alguien que le dijera lo bonita que se veía todos los días, o que la tomara de la mano para llevarla a comer un helado o ver una película en el cine. Desde que tiene memoria ha estado sola. Y ese es el peor de los clichés: la madre soltera.
Pero ella hace caso omiso de esto. Como quien mata una mosca: “Para qué tener a un hombre a mi lado que me joda la paciencia”. Sin embargo, lo sabemos, aquellas noches en las que lloraba porque el amor de un hijo no es lo mismo que el amor de un hombre, son secretos a voces que ninguno de los dos comenta. Porque luchar contra la corriente es agotador cuando los resultados se minimizan tras una vida llena de problemas. Porque ser la mujer de hierro es una tarea ardua.
Ella, la que vivió a temprana edad los placeres de la selva cuando pasaba vacaciones en el Amazonas ecuatoriano cazando culebras y tarántulas, y se desarrolló entre los impases de una sociedad que nunca terminó de aceptarla: mi madre, una diosa –mi primera diosa– a la que no le cuesta bajarse del pedestal.