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Creo que es mejor que te cambies de sitio

Héctor Antolínez | 14 sept 2019 |
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El 23 de febrero de 2019 El Transportista, líder vecinal de La Vega, parroquia del suroeste de Caracas, volvía a su casa luego de participar en una marcha en contra del régimen de Nicolás Maduro. En el camino le informaron que funcionarios de las Fuerzas Armadas Especiales pretendían entrar a su casa. Fue ese el momento exacto en el que su vida comenzó a ser otra. 

Ilustraciones: Walther Sorg

 

La manifestación opositora del 23 de febrero de 2019 en El Paraíso, al oeste de Caracas, había sido disuelta a la fuerza hacía unas horas. Habiéndose salvado por aquel día de los cuerpos de seguridad, El Transportista regresaba a su casa cuando una llamada lo hizo torcer el rumbo.

—Aló, ¿suegro? La policía está aquí, se quieren meter para la casa —le informó su nuera, la única persona que estaba en la vivienda en ese momento—. Están gritando tu nombre, te están buscando.

A las afueras de la casa de El Transportista, en La Vega, en el sur oeste de Caracas, estaban estacionadas dos camionetas pick-up negras. Rótulos en los vidrios indicaban que pertenecían a las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana, cuerpo de seguridad que venía azotando los hogares de líderes vecinales por toda la ciudad. Literalmente, los arrancaban de sus casas para llevárselos detenidos. En algunos casos, solo para infundir terror.  

El Transportista era un niño de ocho años cuando pisó por primera vez La Vega. Allí pasaría gran parte de su vida. Aunque se mudó en un par de ocasiones, siempre regresó a esa comunidad en la que se enamoró de la política gracias a un sacerdote jesuita. Al finalizar sus jornadas religiosas, el padre solía subir a la montaña y con un pico comenzaba a partir el suelo. Era parte de un trabajo para tratar de llevar agua a la parte más alta del barrio. 

El padre hacía aquel esfuerzo junto con la gente del sector: los hombres bregaban con el pico y la pala, las mujeres y los niños les llevaban comida y bebida en los descansos. A El Transportista esa dinámica lo emocionó. Y desde entonces se involucró más con los vecinos. Se hizo adulto. Y no solo prestaba apoyo para solucionar problemas, sino que asistía a celebraciones: para él compartir con su gente era importante. 

Esas ganas de ayudar llevaron a granjearse la confianza y el favor de la gente, incluso llegó a ganarse, por el voto de sus compañeros, un puesto en la directiva de la línea de autobuses en la que trabajaba. De ahí viene el sobrenombre con el que algunos los conocen: El Transportista. Con ese mote también incursionó, durante su juventud, en las filas de un partido político.

Los años pasaron. Se encorvó un poco y se hizo más bajo que en sus años mozos. Su cuerpo ganó volumen hasta que empezó a desbordarse por encima de sus correas y sus pantalones. Su cabello pasó a ser gris con tonalidades de blanco y sus ojos empezaron a necesitar lentes.  

Pero algo se mantuvo intacto: su vínculo con La Vega.

El Transportista nunca ha sido chavista. Jamás le agradó Hugo Chávez. Y nunca le ha simpatizado quien lo sustituyó cuando falleció.  Eso le trajo uno que otro encontronazo con algunos vecinos que sí apoyaban la llamada revolución bolivariana. La Vega llegó a ser un fortín para el chavismo. Uno que se fue desmoronando mientras avanzaba el mandato de Nicolás Maduro. 

Desde enero de 2019, El Transportista comenzó a sumarse a los cabildos abiertos, auspiciados por Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional. El objetivo de esas reuniones de calle entre ciudadanos y dirigentes políticos era manifestar el descontento hacia el gobierno y hacia una crisis económica que cada vez causaba más estragos. Pero algo le molestaba a El Transportista: esos encuentros se hacían en Montalbán o en El Paraíso, zonas aledañas a La Vega, donde vivía gente de clase media. Junto a otros vecinos, se propuso cambiar eso. Y lo logró: en febrero se habían llevado a cabo siete cabildos en La Vega. No solo en la parte baja: llegaron a la parte más alta del cerro, a los sectores Las Casitas y Los Mangos. El Transportista movía camionetas, armaba cornetas, organizaba todo lo que hiciera falta. 

Guaidó convocó a marchar el día 23 de febrero de 2019. Ese día estaba previsto que ingresara al país, por las fronteras con Colombia y Brasil, la ayuda humanitaria para paliar la grave crisis alimentaria y de salud que azota al país. Como solía hacerlo, El Transportista recorrió varias calles de La Vega, de casa en casa, convidando a todos a la manifestación en Caracas. Él fue de los primeros en llegar al punto de encuentro. Poco a poco se integraron más personas: desde La Vega unas mil personas se enrumbaron hacia el este de la ciudad, donde tendría lugar una concentración que se esperaba fuera multitudinaria. 

Al llegar a El Paraíso, un piquete de la Guardia Nacional dispersó la movilización con bombas lacrimógenas y perdigones. El Transportista huyó junto con otros manifestantes hacia el Puente 9 de diciembre, apenas a dos calles de donde estaban los uniformados. Allí se toparon con otro contingente: les lanzaron más bombas lacrimógenas y más perdigones. Sobrevino el caos. Sintió que estaba a punto de desmayarse. En medio de la confusión, logró ver a un motorizado de La Vega, quien lo sacó de ahí y lo llevó a San Martín, a dos kilómetros de distancia. Llegaron en unos 5 minutos. Llamó a un familiar para que lo buscara y lo trasladara a su casa. Estaba cansado y ese era el único lugar en el que quería estar en ese momento. 

Y fue mientras iba hacia allá cuando la voz de su nuera lo alcanzó para avisarle que las FAES pretendían entrar a su residencia. 

Unos diez funcionarios se apostaron a la entrada de la casa de El Transportista. Algunos llevaban el rostro tapado por capuchas negras y portaban armas largas. Gritaban su nombre una y otra vez. 

—Vamos a reventar a tiros la reja si no abren —insistían. 

 −No la rompan, ya les abro —respondió la nuera, asomada por una de las ventanas.

Apenas les abrió, la única mujer del grupo la empujó hacia el interior de la casa. Se dividieron en grupos: unos fueron a los cuartos, otros a la cocina, otros a los baños. 

La mujer se quedó en la sala con la nuera de El Transportista. Tenía el arma en su mano y el dedo en el gatillo.

—¿Y El Transportista? ¿Dónde está? ¿Está aquí? ¿Sabes dónde está? 

—No, no lo sé. 

La nuera escuchaba el sonido de vidrios estallando: vasos, platos, frascos. Todo lo lanzaban contra el suelo. Voltearon el sofá, lanzaron los cojines. Cada golpe parecía amplificado. Pasó un rato antes de que los hombres salieron de las habitaciones de la casa. 

—No está aquí− dijo uno de ellos mientras abandonaba la casa, acompañado por otro que llevaba un celular que había sustraído de uno de los cuartos.

La mujer de las FAES miró a su alrededor y salió de la casa. Antes de cruzar el umbral de la puerta, se detuvo para decir una última cosa:

−Dile que lo estamos buscando, necesitamos conversar con él. 

Se fueron y dejaron la casa arrasada. No quedó nada en su lugar. 

Lo mismo hicieron en los hogares de otros dirigentes vecinales de La Vega. En algunos casos, al no dar con quien buscaban, se llevaban a un familiar para obligar a entregarse a la persona perseguida. 

 

Apenas terminó la llamada de su nuera, El Transportista interrumpió el camino de vuelta a su casa. Se fue adonde un familiar. Pasó la noche en vela. No pudo conciliar el sueño, por la ansiedad, y por lo incómodo que le resultaba la cama prestada en la que le tocó pasar esa noche. La primera de muchas. Durante aquellas horas de insomnio, le llegaban a la mente imágenes de lo que había hecho a lo largo de su vida. Pensaba en su rutina: en todo lo que no iba a poder hacer a la mañana siguiente.  

Él solía levantarse todos los días, leer la prensa por Internet y salir a la panadería a comprar pan y queso. Quizá también plátanos, para el sancocho del almuerzo. Comía acompañado de su familia y luego volvía a la calle. Si no había alguna actividad que coordinar con el partido al que pertenecía, entonces visitaba a los vecinos, les preguntaba por sus problemas comunes. Por la falta de agua o falta de luz. Y los animaba. 

Otras veces, se reunía con sus amigos en la calle, se sentaban a conversar de muchas cosas. La política era uno de los temas recurrentes. Pero lo que le gustaba no era debatir sobre el país, sino estar con la gente que conocía y quería. 

Y eso ya no lo iba a poder hacer.

Habló con algunos de sus amigos para pedirles que le dieran posada. Pasó los primeros días —que le parecieron los más difíciles— mudándose de casa en casa. Y veía a miembros de las FAES en todos lados. En una ocasión las luces de una patrulla se proyectaron en la pared de una casa en la que él estaba. Brincó y corrió hacia un cuarto a esconderse. No lo buscaban, solo pasaban por ahí.

El miedo y la ansiedad se les contagiaron a quienes lo hospedaban. “Creo que es mejor que te cambies de sitio”, le llegó a decir uno de ellos. 

Por al menos tres meses, no pasó más de una semana bajo el mismo techo. No podía cargar con muchas cosas. Apenas un cepillo de dientes, zapatos y algunas mudas de ropa. Tenía una regla: que sus pertenencias entraran dentro de una sola bolsa. En las casas a las que llegaba, colaboraba en lo que podía: cocinaba, limpiaba. El Transportista costeaba sus gastos con los aportes que le hacían familiares y amigos, pero el dinero no era suficiente. Y aunque no pasó hambre, bajó de 110 kilos a menos de 70. Su barriga prominente había desaparecido, y lo único que todavía era suyo, su ropa, le quedaba tan grande que parecía prestada. Sus camisas manga corta le quedaban como si fueran batas, y sus pantalones no se ajustaban a su cintura ni siquiera cuando trataba de sujetarlos con la correa. 

Siempre revisaba las noticias por internet, en especial la de la política nacional. Con el paso del tiempo, se atrevió a hacer diligencias que no lo expusieran mucho. Una vez abordó un autobús como pasajero para hacer un trámite y asaltaron el vehículo. No le hicieron nada, pero desde ese entonces comenzó a extrañar el poder andar en su carro, recorriendo las calles de La Vega.

Aquel día volvió a llorar. Algo que había hecho muchas veces en esa suerte de destierro sin  salir de su país.

Un día les escribió a unos líderes de La Vega. Empezó a comunicarse con ellos regularmente. De esas conversaciones pasó a articular encuentros en otras zonas de la ciudad, a motivar a la gente a salir a la calle. Y a convocar a actos políticos. Y a escribirles a sus vecinos. 

Así, solo con el teléfono, desde la distancia, empezó a rehacer su rutina como líder comunitario. Un día lo invitaron a una reunión de dirigentes de Caracas. Aunque tuvo miedo, asistió. Por primera vez en meses se sintió cómodo. Compartió durante la hora que duró aquel encuentro y se enrumbó de nuevo a la casa de turno. 

Era la de un familiar quien, apenas vio llegar a El Transportista, le preguntó dónde había estado. Él le contó. 

—¿Vas a seguir en eso de la política? Mira todo lo que te ha pasado por estar metido en eso− le reclamó su pariente, como si fuera un regaño. 

 —Sí, voy a seguir en esto hasta que me muera− respondió él. 

El Transportista, aunque no ha vuelto a La Vega, de pronto se sintió parte de ella otra vez.


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2109.

Héctor Antolínez

Periodista caraqueño formado en la Universidad Central de Venezuela. Comencé en el periodismo en el diario Líder en Deportes y luego en Últimas Noticias (en sus buenos años), de ahí migré al periodismo digital y actualmente hago política para Crónica Uno, donde trato de cubrir la fuente también desde la comunidad.
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