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El exilio forzado de Los Perdomo

Oct 31, 2018

Luego de que asesinaran a uno de los suyos, una banda que impone su ley en un sector de San Félix, en el estado Bolívar, decidió que Oscar, agente de la Policía Municipal de Caroní, no podía seguir viviendo ahí. Cuando tuvo el atrevimiento de poner un pie en sus calles, lo mataron. Y, desde entonces, la vida de toda una familia es otra. 

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Oscar terminó de hacer su patrullaje pasadas las 10:00 de la noche y fue en su moto a buscar a su pareja en el barrio donde, juntos, habían vivido hasta hacía unas semanas. Pensó que serían apenas unos minutos. Los suficientes para pasar buscándola y salir juntos rumbo a su nueva casa, donde estarían a salvo.

Agente de la Policía Municipal de Caroní, Oscar se tomó muy en serio la amenaza de muerte que había recibido. Por eso decidió mudarse de ese barrio de San Félix, en el estado Bolívar, donde llevaba un año viviendo con su pareja. Pero el 23 de marzo de 2018, ella fue a visitar a los Perdomo, su familia, que tenía cuatro décadas establecida en el sector.

La presencia de la mujer alertó a los delincuentes armados que se la tenían jurada a Oscar. Y apenas él entró a buscarla, cuatro hombres se abalanzaron sobre él: a punta de golpes lo redujeron y lo empujaron hacia el interior del garaje. Lo mismo hicieron con ella. La arrodillaron, la sujetaron por el cabello y la obligaron a ver una escena macabra.

—Esto es para que no olviden que en este barrio no queremos policías —dijeron, apuntando hacia la cabeza de Oscar.

Entonces descargaron 12 disparos.

Ella gritó, gritó y gritó. Las detonaciones y los gritos retumbaron en toda la comunidad.

Y los hombres huyeron llevándose consigo la moto y el arma del policía asesinado.

 

Menos de dos meses antes, el 30 de enero para ser más precisos, dos integrantes de la Brigada Ciclista de la Policía Municipal de Caroní se enfrentaron a siete miembros de la banda de “El Yordi”, en el Cementerio Municipal de Chirica, en el corazón de San Félix. Durante la refriega, unos y otros usaron tumbas y árboles como trincheras. Los policías salieron ilesos, pero los del otro grupo no: uno de sus miembros murió con un tiro en el pecho, mientras los otros seis lograban escapar hacia el río Caroní, el largo afluente que baña esas tierras del sur del país.

Oscar Colmenares —26 años, moreno, ojos oscuros— llevaba un año siendo parte de la Brigada Motorizada de ese cuerpo de seguridad. No participó en el operativo contra aquellos hombres, pero desde ese día el uniforme se convirtió en su condena. La banda, que impone su ley en todo ese territorio, dictaminó que ni él ni su familia podían vivir, nunca más, en ese barrio.

Si se quedaba, era hombre muerto. Y punto.

—Me van a matar si no me mudo cuanto antes —le informó a su jefe el 1 de febrero.

—Vete, rápido —le respondió él.

Oscar comenzó a sentir que su oficio, concebido para combatir el crimen, no le servía de nada: esos malandros tenían el control de su vida. Hasta que comprendió que así funcionan las cosas en esa ciudad cuya tasa de homicidios, en su mayoría impunes, es de 81,48 por cada 100 mil habitantes. Por eso se mudó. Y quizá siguiese vivo, pero menos de dos meses después volvió a pisar la zona. Muy pronto para una condena de muerte.

Fue un desliz que la banda de “El Yordi” no le perdonó. Ni a él ni a los Perdomo.

Ella prefiere que su nombre no aparezca en esta historia. Porque le duele este fatídico recuerdo, y porque, sobre todo, tiene miedo, mucho miedo. Han sido muchas tragedias juntas. No quiere una más. Pensó que la muerte de Oscar era lo peor que le podía pasar, pero apenas estaba comenzando el duelo por esa pérdida cuando tuvo que enfrentar otras.

Era el 26 de marzo. Habían pasado tres días del asesinato. Apenas iniciaba su luto cuando, a la medianoche, escuchó un escándalo fuera de la casa que la obligó a asomarse. No sabe cuántos eran, pero está segura de que vio a mucha gente, casi una multitud. Había hombres y mujeres. Jóvenes y también mayores. La muchedumbre estaba conformada por sus propios vecinos. Sí, sus propios vecinos querían prenderle fuego a la casa. Al verlos, tuvo la certeza de que actuaban movidos por los hilos de la banda de “El Yordi”. En la familia todos sabían que ellos tenían relación con los delincuentes.

También notó otra cosa: como testigos de toda esa vorágine frente a la casa, estaba una patrulla de la Guardia Nacional Bolivariana, pero sin funcionarios uniformados.

Ella estaba en la vivienda con sus padres, mayores de 60 años, su hermana y su sobrino de 6 años. Y, angustiada, llamó a la policía.

—¡Nos quieren quemar la casa! ¡Ya arrancaron un cable de la luz y se produjo un corto! ¡Vengan rápido, tienen gasolina y todo, son muchos y dicen que nos van a matar!

Un oficial de la Policía Municipal de Caroní, antiguo compañero de Oscar, recibió la llamada.

—¡Ya vamos para allá! ¡No intenten hacer nada! —le respondió.

El policía movilizó cuánto pudo para socorrer a la familia Perdomo.

Pocos minutos después, 12 oficiales llegaron en tres patrullas para dispersar a la turba enardecida.

Los policías dispararon al aire y golpearon a varios. Les quitaron la gasolina e impidieron el incendio. Detuvieron a seis personas. Entre ellos dos oficiales activos de la Guardia Nacional con sus parejas, a quienes les precalificaron intento de homicidio, aunque luego un tribunal de control de Puerto Ordaz los liberó bajo régimen de presentación.

Quizá “El Yordi” no ha desatado su furia contra los militares porque, hasta el momento, ninguno de ellos ha matado a ninguno de los suyos. Pero, ¿por qué había guardias participando activamente en el ataque? Son de esas preguntas que nunca tendrán respuestas, ya que de eso no quieren hablar ni las autoridades, ni los vecinos, ni los Perdomo. Nadie. El miedo los enmudece.

El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas dice que la banda se dedica al robo de vehículos, la extorsión y los secuestros. Pero otra tesis que nadie se atreve a vociferar circunda esta historia. Un funcionario de inteligencia de un cuerpo de seguridad la explica, bajo la condición de que su nombre tampoco aparezca, porque también tiene miedo; sabe de lo que son capaces “El Yordi” y los suyos. Esta versión dice que este grupo llegó a San Félix a finales de 2017, después de haber sido desplazado por el Ejército de una de las minas de oro de El Callao, más hacia el sur. Hace años que allá se vive bajo la ley de células parapoliciales que se lucran de la minería ilegal, e imponen su autoridad a punta de balas. Y eso, insiste, es lo que intentan hacer ahora en San Félix.

La noche del incendio frustrado, los cuatro adultos y el niño tuvieron que irse al Centro de Coordinación Policial Nueva Chirica, la principal comisaría de esa parroquia de San Félix. Durante tres días debieron dormir en las literas dispuestas para los policías, y compartir un solo baño con más de 10 funcionarios de guardia.

Desde entonces, Los Perdomo viven en otra ciudad. Ruegan que no se den pistas de dónde están. “El Yordi” les ha enviado amenazas: si los ven por el barrio, los van a picar en pedacitos, por haber llamado a la policía para que impidiera el incendio y por haber testificado en contra de ellos.

Cuatro meses después del asesinato de Oscar, la Guardia Nacional capturó a uno de los cuatro implicados. Las autoridades no revelaron su nombre. Los otros tres siguen libres. Pero los Perdomo han cambiado. Intentan construir una nueva vida lejos de su barrio. Lejos de la violencia. Todos los días se encomiendan a Dios para que la banda de “El Yordi” no los encuentre. No solo les arrebató a un ser querido, sino también su cotidianidad. Ya no despiertan en el que fue su hogar durante 40 años, no utilizan las cosas que compraron con el esfuerzo de una vida trabajada, no tienen las mismas rutinas, no comparten con las mismas personas. El suyo ha sido un exilio forzado dentro de su propio país. Un exilio en el que la única frontera que cruzaron fue la de la muerte segura.

 

El nombre del policía asesinado se cambió a petición de la familia.


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.

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28 años, periodista egresada de la UCAB Guayana (2013). Corresponsal de El Pitazo en el estado Bolívar. Curiosa de la fotografía, amante de la lectura y apasionada por el periodismo independiente. Desde que aprendí, nunca dejé de escribir y espero hacerlo hasta el último de mis días.

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