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El viaje que comenzó cinco años atrás había culminado

Cada tanto, durante sus vacaciones universitarias, Alejandra regresaba a Güiria, el pueblo costero del estado Sucre, en el oriente venezolano, donde nació y creció. Siempre pensó que, luego graduarse en Caracas, regresaría definitivamente a sus calles, con su gente y el mar. Allí quería hacer su vida. En uno de esos viajes, sin embargo, se dio cuenta de que ese plan tenía que cambiar. 

Fotografías: Ronald Peña

 

Dicen que todo gran viaje comienza con el primer paso. Y el primer paso ese sábado de febrero era conseguir los pasajes. Por eso, Alejandra convenció a sus papás de irse bien temprano al terminal. A las 5:00 de la mañana los dos ya estaban en San Martín, en el terminal Camargüi, en medio del caos, comprando unos boletos para un viaje que saldría esa tarde.

En realidad, el viaje de Alejandra había iniciado más de cinco años antes, en junio de 2014, cuando una jugada del destino —y de su hermana— cambió por completo sus planes y la llevó hasta la agitada ciudad de Caracas, para estudiar comunicación social en la Universidad Central de Venezuela.

Lo de aquel 22 de febrero era, en verdad, un retorno. Después de 3 mudanzas, 9 semestres, 200 créditos, varios paros, innumerables noches sin dormir y una tesis sobresaliente, Alejandra iba de vuelta a Güiria, un pequeño pueblo costero en el este del estado Sucre, al oriente de Venezuela, donde creció y pasó los mejores años de su adolescencia. Claro, el pasaje que compraron era hasta Carúpano, otro pueblo sucrense (a unos 520 kilómetros de Caracas) desde donde tendrían que tomar un carro y rodar dos horas y media más para llegar a Güiria, porque desde hace mucho ningún bus recorría la ruta completa.

Ese día volvieron a casa y regresaron al terminal con las maletas a eso de las 2:00 de la tarde. En 5 años, Alejandra había realizado ese mismo viaje al menos 12 veces, y estaba convencida de que pasaría algo.

Porque siempre pasaba algo.

 

A las 4:00 de la tarde, cuando debía arrancar el viaje, el transporte no llegó. No les quedó más opción que esperar. Cerca de una hora más tarde, por fin, un autobús se detuvo en el lugar destinado para el viaje a Carúpano.

El vehículo que llegó era un Yutong rojo con aire acondicionado, asientos reclinables, cortinas y ventanas tintadas. Para entonces, esa área del terminal había comenzado a llenarse también con los pasajeros de un nuevo viaje, uno que debía partir justamente a las 5:00 de la tarde hacia el mismo destino. Los viajeros comenzaron a agitarse. La mayoría miraba el autobús con expectación. 

Pocos minutos después llegó una segunda unidad y se detuvo justo al lado. El contraste era evidente. Este era lo que Alejandra conocía como una guagua: un carro largo, viejo y llamativo. Tenía una trompa sobresaliente, faros redondos, ventanas pequeñas y el aspecto de no estar en buenas condiciones. Los pasajeros tomaron su equipaje y esperaron ansiosos a que los comenzaran a llamar.

Alejandra y sus padres estaban convencidos de que se irían en el Yutong y de que el feíto sería para los rezagados. Pero no estaban en lo cierto.

El autobús que les tocó olía a una mezcla de sudor y guardado, y por el sonido que hacía daba la impresión de que iba a desarmarse en cualquier momento.

“Esta vaina no va aguantar todo el camino”, pensó Alejandra mientras se subía.

No había espacio para los bolsos, así que ella y su mamá se acomodaron como pudieron en sus asientos contiguos, con los bolsos y cobijas sobre sus piernas. Su papá del otro lado del pasillo, un puesto por detrás de ellas. Todos abrieron las ventanas y —quizás porque muchos eran de Güiria o porque el chofer era amable o porque por fin el viaje estaba por comenzar— el ambiente cambió.

—¡Arranca, guagua! —gritó alguien desde el fondo, cuando el carro arrancó.

Las risas resonaron.

Eran poco más de las 6:00 de la tarde. Alejandra iba a volver a Güiria.

 

Desde que llegó a la adolescencia, Alejandra tuvo su plan de vida muy claro: primero, estudiaría medicina en la Universidad de Carabobo, en el núcleo de Maracay. Cuando el momento llegara, haría su año rural en Macuro, en Sucre; y finalmente, haría una especialización en endocrinología, para luego regresar a Güiria y montar ahí el primer consultorio del pueblo con ese servicio.

Para Alejandra, la idea de superación y de una vida mejor no estaba en absoluto asociada con alejarse de sus raíces. Por eso, pensaba salir y volver a su tierra, con su familia, su gente, sus costumbres y el mar.

Pero la vida tenía otros planes.

Alejandra recibió un mensaje de su hermana Gabriela y de inmediato supo de qué se trataba. El día anterior, en el liceo, se había enterado de que la OPSU permitía inscribir hasta seis opciones de carrera en el sistema de ingreso. Ella solo había pensado en tres: medicina y bioanálisis, en la Universidad de Carabobo; y medicina en la Universidad Central de Venezuela. Su hermana, que vivía en Margarita, era la encargada de hacer el proceso por ella, porque —a diferencia de Alejandra— tenía una conexión a internet estable.

En cuanto se enteró de la oportunidad de sumar tres opciones, no quiso correr el riesgo de dejarlas vacías y le dijo a su hermana que pusiera bioanálisis, odontología o cualquier otra carrera del área de la salud en las mismas universidades.

Alejandra acababa de salir de la clase de instrucción premilitar, que se dictaba en la cancha pública de Güiria, e iba de vuelta al liceo con el resto de sus compañeros cuando recibió el mensaje.

“Mira, te inscribí estas opciones: medicina en la UC; bioanálisis en la UC; medicina UCV, bioánalisis UCV, odontología UCV y C. social”.

En cuanto lo leyó, Alejandra supo que había algo extraño. Se apresuró a responder:

“Ajá, ¿y qué es eso de C. social? ¿Ciencias sociales?”.

“No, estúpida , es comunicación social”, respondió su hermana.

Alejandra no se molestó en contestar el mensaje. Marcó la tecla de llamar de una vez. Necesitaba explicaciones: lo primero que hizo fue preguntar por qué había inscrito esa opción.

—Es que eso es lo que estudian todas las Miss Venezuela —fue la respuesta de Gabriela.

—¡¿Y quién te dijo a ti que yo quiero ser Miss Venezuela o modelo?! —preguntó Alejandra, exasperada― ¡¿Hasta cuándo?!

No era primera vez en la que tenían esa discusión. A sus 17 años, Alejandra medía 1 metro 79 centímetros —llegaría casi a 1 metro 85 centímetros a los 23—, y desde pequeña fue delgada y esbelta. Su hermana estaba segura de que tenía futuro como actriz, modelo o miss, y no dejaba de decírselo, pero Alejandra no le llamaba la atención ese mundo.

Esa mañana, sin embargo, Alejandra se rindió. Las siete cuadras que separaban la cancha y su escuela estaban a punto de terminar. Tenía que volver a clase y no le quedaba mucho tiempo para discutir. Quizás no lo habría hecho de saber que Gabriela no le había mandado las opciones en orden. Comunicación social era la segunda carrera de toda la lista, pero ella solo se enteraría después de que le asignaran el cupo.

 

Llegaron a Carúpano al amanecer. Consiguieron que un carrito que cobraba 10 dólares por persona los llevara a los tres por 25. Antes de mediodía, ya estaban en el pueblo. La Güiria que Alejandra encontró era muy diferente a aquella en la que había crecido. Lo había notado en los viajes que hacía a propósito de alguna festividad —Navidad y año nuevo, carnavales, juegos deportivos en agosto—. La crisis del país se había infiltrado en la diversión.

Y desde 2014 eso se hizo más evidente. En ese entonces, los mayores problemas eran la escasez y la inseguridad. Alejandra había visto cómo la Plaza Bolívar ―el centro de la vida social del pueblo― estaba cada vez más vacía, había notado también las carencias de sus vecinos, la disminución del entusiasmo y la falta de seguridad.

―Vámonos temprano, porque están robando mucho.

Esa se había convertido en una frase frecuente entre sus primos y amigos. Sin importar el lugar al que fueran, debían salir temprano o esperar un grupo grande para irse. En momentos así, Alejandra no dejaba de preguntarse qué estaba ocurriendo. Todavía recordaba cómo recorría esas calles sola y sin miedo en cualquier momento, y era extraño darse cuenta de que había lugares que ya no podía visitar.

Por eso, de cierta forma, cuando llegaron ese domingo, Alejandra ya esperaba ver el lugar cambiado. Solo que no sabía hasta qué punto.

Pasaban muchas cosas. Veía a los muchachos de su edad, esos que en el pasado habían sido los galanes de su año, descuidados y con la piel manchada por el sol, mientras caminaban por el mercado vendiendo cigarros. Escuchaba los disparos, que retumbaban afuera repentinamente, mientras ella estaba en casa. Soportaba las largas horas sin luz y que ―por falta de señal telefónica― la comunicación con el mundo exterior fuera tan lenta e inconstante como enviar mensajes en una botella.

Alejandra decidió no ponerle demasiada atención y refugiarse en un viejo pasatiempo, la televisión, y convertir su estadía en casa en una burbuja protectora tanto como pudiera.

Como en otras ocasiones, se suponía que este viaje debía ser una visita corta. Solo algunas semanas para celebrar la aprobación de la tesis, los carnavales y descansar un poco, porque aún tenía trámites que hacer en Caracas para la graduación.

O así fue hasta el 13 de marzo, cuando el anuncio del primer caso de covid-19 en el país le cambió los planes. No solo ya no podría viajar, sino que poco después, además, su burbuja también estaba por reventarse.

Una de sus tías se apareció por su casa anunciando que no tenía señal de DirecTV. Según decía, aunque había movido la antena, no lograba que los canales se vieran. Alejandra no le dio mucha importancia al asunto. En su misma calle viven dos tías más. Todas las casas, incluyendo la suya, tenían decodificadores y señal.

Esa mañana, Alejandra despertó como en un día cualquiera y fue a la cocina por su desayuno. Su mamá ya estaba en el trabajo, así que regresó a su cuarto para comer con tranquilidad. Como de costumbre, encendió el televisor e hizo zapping en busca de algo bueno. Se detuvo cuando vio que en Sony estaban transmitiendo The Good Doctor.

Mientras comía y veía el programa, se dio cuenta de que había comenzado a llegar agua. Tuvo que salir del cuarto para llenar y almacenar cuanto pudiera. A su regreso, notó que algo raro ocurría: la imagen en la pantalla estaba congelada. Cambió los canales. No había señal y no volvió el resto del día. Esa tarde, salió a hacer una compra por encargo de su mamá y todo el mundo en el centro hablaba de eso. La falta de la señal era la noticia.

De regreso, se detuvo en casa de una amiga que le confirmó lo que temía: DirecTV se había ido del país. Todo cambió para ella en ese momento. Ya no había nada que hacer en casa y el calor era cada vez más asfixiante. Cada tarde, a partir de ese día, empezó a sentarse con sus tías frente a la casa de su abuela.

Desde ahí podía ver mucho más y se dio cuenta de que el daño era más profundo de lo que había pensado. Escuchaba historias de personas que desaparecían y a las que su familia jamás volvía a ver. Le sorprendía la facilidad y frecuencia con la que la mayoría contaba que a alguien lo mataron, lo picaron en pedacitos y lo echaron en una bolsa negra. Para ella era una atrocidad, pero parecía que la gente del pueblo ya estaba acostumbrada a esos relatos.

En realidad, se acostumbraban a muchas cosas. Como a los lugares que ya no se podían visitar y las horas en las que ya no se podía salir por la inseguridad. A las farmacias vacías y al hospital en deterioro. A la falta de efectivo y los “chanchullos” con el cambio de divisas.

Tras cada cosa nueva que iba notando, le quedaba cada vez más claro que ese no era el pueblo en el que, algunos años atrás, ella había soñado construir su futuro.

Alejandra empezó a ver a Güiria con otros ojos. El viaje que inició hace cinco años, por fin había terminado. Sin embargo, ella estaba muy lejos del destino que había planeado. Visto desde el mapa seguía siendo el mismo lugar, pero mucho de lo que ella apreciaba de ese sitio había cambiado.

Al igual que ella. Ya no era la misma. En ese tiempo, muchas cosas no salieron conforme a su plan, pero estaba resuelta a no dejarse robar sus oportunidades y esperanzas. Decidió que ya no esperaría más, si la vida que deseaba no estaba ahí, saldría a buscarla donde fuera necesario.

 

 

Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Soy una cuentera de vocación. Para mí, contar historias es una necesidad, una pasión y un compromiso. #SemilleroDeNarradores

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