Un viernes de 2008, Katherine Martínez llegó al Hospital José Manuel de los Ríos, junto a un grupo de personas con las que solía hacer labores sociales, para darles regalos y ánimo a los niños que estaban internados en el principal pediátrico del país. En ese momento supo que tanto ellos como sus familias necesitaban ayuda. Y desde entonces no dejó de ir hasta que, una década después, las autoridades le prohibieron la entrada.
Katherine Martínez contemplaba la quebrada que corría debajo del puente que separaba la Pastora, donde vivía, del barrio Catuche. “Para allá no se puede ir”, le había dicho su mamá. “Es peligroso”, le recordaba con insistencia.
Mucho tiempo después contemplaría el Hospital José Manuel de los Ríos como a aquella quebrada, pero no sería su madre, sino las autoridades de ese centro médico, las que le dirían esas mismas palabras:
—Para allá no se puede ir.
Pero para para que llegara ese momento mucha agua faltaba por correr.
Katherine tenía motivos para cruzar la quebrada y llegar a Catuche. Le habían dicho que ahí había gente que necesitaba la asistencia gratuita que brindaba la clínica jurídica de La Pastora, que dependía de la Universidad Central de Venezuela (UCV), donde ella estudiaba derecho.
“Vamos a darle”, dijo el día en que salió, acompañada del equipo —seminaristas, estudiantes de derecho—, y empezó a tocar puertas en Catuche.
A sus 16 años, aquel recorrido le reveló una realidad que desconocía. Casas levantadas sin permisología, abuelas sin cédula, niños que no habían sido registrados. Gente que necesitaba ayuda para solventar tales asuntos. Después, en 1986, se graduó de abogada en la UCV, con la certeza de que podía poner su carrera al servicio de la gente. Eso era algo que a ella le interesaba, la motivaba y que, de algún modo, ya hacía.
Católica ferviente, Katherine Martínez no solo iba frecuentemente a misas, sino que junto a otros jóvenes de la parroquia hacía voluntariado. Fue allí donde, además de hacer buenas amistades, conoció al que sería su esposo y con quien tendría tres hijos.
Estaba convencida de que era la base de su creencia: servir, más que un mantra, era un hábito.
Título en mano, Katherine comenzó a ejercer como abogada: en 1990, abrió su propio escritorio. A veces, de manera gratuita, asistía a mujeres víctimas de violencia de género. Y siempre, invariablemente, dedicaba un espacio de su semana (en general entre viernes y domingo) para hacer voluntariado (con gente de la iglesia, colegas y amigos, con algunos de los cuales se reunía en su casa también para orar).
Con ellos, mucho tiempo después —un viernes, a finales de 2007— fue al Hospital de Niños José Manuel de los Ríos a llevarles regalos y ánimo a los niños que estaban allí.
Fundado en 1937 bajo el nombre de uno de los precursores de la pediatría en el país, inicialmente fue concebido como un centro médico municipal, pero en poco tiempo se quedaría corto: con pacientes de una docena de patologías diferentes y provenientes de muchas partes de Venezuela, “el JM”, como comenzaron a llamarlo, devino en el principal pediátrico del país. Se convirtió en la sede de 17 postgrados médicos pediátricos. Tenía 34 servicios operativos. Atendía a más de 100 mil pacientes cada año.
Pero las cosas cambiarían mucho.
Al llegar, Katherine y sus compañeros encontraron a las madres durmiendo sobre periódicos en el piso; no había suficientes camas; el centro médico estaba abarrotado, sin agua y sucio. “Esto es horrible”, pensó. “Nada debe ser más difícil para una mamá que tener a un hijo enfermo aquí, donde no hay condiciones… Ni comida hay”.
La Virgen arrodillada frente a su hijo justo cuando caía por el peso de su cruz. Pensaba en esa imagen mientras veía madres al pie de las camas de sus hijos, y se preguntaba ¿qué diferencia hay? “Esta gente nos necesita”, se repetía. “Tenemos que hacer algo”, decía a sus amigos.
Katherine y los demás voluntarios decidieron concentrar sus esfuerzos únicamente en el JM: conseguían donaciones, hacían juegos y bailes con los niños y hasta rescataron el coro del hospital, en el que ya casi nadie cantaba. Una vez, un niño les comentó que tenía el deseo de celebrar su cumpleaños. “Nadie les pica ni una torta. Las madres no tienen plata para eso… Vamos a hacerlo”, les dijo a los demás colaboradores. Y entonces comenzaron a organizar cumpleaños cada semana para celebrar sus vidas. Katherine aplaudía, se reía con ellos. A veces hasta sacaba un cuatro y les cantaba canciones. Nunca faltaba una torta.
El voluntariado comenzó en el servicio de neurología, en el piso 5 del hospital, porque las enfermeras le habían dicho que era el área que menos apoyos recibía. Viendo el sufrimiento de las mujeres y de los niños, se conmovía. “Es algo que me mata”, le decía Katherine, cabizbaja, a su esposo al volver a casa. Por eso llamaba a cuanto contacto tuviera para buscar donativos. Incluso, medió para que la Caja de Ahorros del Tribunal Supremo de Justicia, donde tenía tantos colegas, financiara la remodelación del servicio de neurocirugía.
Poco a poco su voluntariado se fue extendiendo. Y ya para finales de 2010 gestionaba donaciones de medicamentos e insumos, organizaba talleres de derechos humanos y distintos oficios (para que las madres de los niños aprendieran algo mientras estaban ahí), y mantenía un nutrido cronograma de actividades en el hospital.
Y lo que comenzó como un grupo de voluntariado se convirtió, en 2014, en una asociación civil que registraron con el nombre de Prepara Familia. Katherine quería preparar a las madres para afrontar la circunstancia de tener a un hijo con una enfermedad. “¿Qué es la familia sino aquellas personas con las que celebras tu cumpleaños, con las que juegas y que están para apoyarte?”, se decía. Su familia, de eso estaba segura, ahora era más grande de lo que se había imaginado que sería alguna vez: a esos niños, a esas madres, a esos médicos los quería de un modo fraternal.
Un día, su teléfono no paraba de sonar. Sus compañeros voluntarios también recibían muchas llamadas, una tras otra. Todas eran del personal del JM: doctores que les pedían su apoyo para que los niños pudieran hacerse exámenes de laboratorio; enfermeras pidiéndoles insumos; madres rogándoles que les tendieran una mano.
—¿Qué está pasando? —le preguntó a uno de los doctores que la llamó.
—Es que no tenemos nada. El hospital no tiene presupuesto. No tenemos con qué trabajar. Eres la única que puede ayudarnos.
¿La única? ¿Era eso posible? “Una cosa es mediar para que otros hagan donaciones puntuales… Pero esto… esto es otra cosa… Yo con esto no puedo”, pensaba. El Hospital de Niños JM de los Ríos, que décadas atrás había sido una institución modelo a la que acudían médicos de distintos países de la región a formarse, estaba colapsando. Y Katherine sentía que caía sobre ella. Y que ese era un peso muy grande. Por aquella época, luego de inspeccionar el hospital, la Contraloría General de la República publicó un informe en el cual señaló que 90,9 por ciento de los 11 servicios monitoreados tenía déficit de médicos, insumos y equipos, así como deterioro en su infraestructura.
“¿Cómo voy a quedarme de brazos cruzados ante este descalabro?”, se preguntaba Katherine. Y quizá por su formación como abogada, se le ocurrió denunciar la situación que vivía allí ante todas las instancias posibles. Fue al Ministerio de Salud, a la Fiscalía, a los Tribunales del Niño y hasta al Ministerio de la Mujer. La respuesta fue el silencio.
Sin embargo, no se desanimó. “Tenemos que comprometernos más”, continuaba diciéndole a su familia y a los voluntarios. “Algo tenemos que hacer”.
Fue así como la formación en derechos humanos que brindaban a las madres rindió frutos: ellas mismas asumieron la vocería. Ellas, que vivían en carne propia esa angustia, podían alzar su voz al narrar sus propias experiencias. Pronto salieron a declarar a periodistas y a hacer protestas.
Katherine entró en contacto con otras organizaciones de la sociedad civil. Carlos Trapani, abogado y coordinador general de Cecodap, organización que trabaja en la defensa de los derechos humanos de los niños y adolescentes, le dijo que Cecodap había solicitado una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que sería en Lima, Perú. Y juntos levantaron un informe con la documentación sobre lo que ocurría con el derecho a la salud de los niños.
Mientras se preparaban para ir a la audiencia, llegó la tormenta.
Los niños de nefrología comenzaron a agravarse y a mostrar los mismos síntomas. Fiebre alta. Debilitamiento. Los médicos solo sabían que era un cuadro infeccioso. Y en el hospital no había antibióticos de primera línea para tratarlo. ¿Cuál era el motivo? La Unidad de Salud de la Universidad Simón Bolívar hizo un estudio y descubrió que el agua de las máquinas de diálisis estaba contaminada.
“Saldremos a la Fiscalía, a la Defensoría y haremos cuanta rueda de prensa, manifestación y entrevista haga falta”, les dijo, indignada, a las madres de los niños.
Entre ellas estaba Judith Bront, madre de Samuel, quien llevaba años en el servicio de nefrología. Abogada de profesión, Bront asumió el rol de vocera. Hicieron todo lo que pudieron: una denuncia ante la Fiscalía por cada uno de los 27 niños del servicio, introdujeron un amparo constitucional y declararon ante los micrófonos de cada medio que estuvo dispuesto a recibirlas.
Pero nada pasó.
Solo silencio.
Un silencio quebrado por el llanto que producía la muerte de los niños.
La medianoche del 10 de mayo de 2017, día del cumpleaños de Judith, su hijo Samuel la despertó diciéndole que se sentía mal. Fue trasladado a terapia intensiva y horas más tarde falleció. Fue uno de los nueve niños que, hasta noviembre de ese año, murieron a causa de aquel cuadro infeccioso.
“Dios, dame fortaleza”, se decía Katherine. Ver tantas muertes, todas de niños y niñas a los que tenía años conociendo, la hacía sentir en medio de una catástrofe. “Yo siento que soy mamá de esos niños”, se repetía. Y no lloraba sola. Sus propios hijos, al igual que ella, habían pasado años compartiendo con los niños del JM y ahora sentían la muerte de los que consideraban sus amigos.
Por aquellos días, además, la Fundación Venezolana de Donaciones de Trasplantes de Órganos, Tejidos y Células (Fundavene), dependiente del Ministerio de Salud, suspendió el programa de procura de órganos ante la grave escasez de inmunosupresores. Muchos niños que necesitaban un trasplante para vivir quedaron en un limbo. El gobierno alegaba que era culpa “del bloqueo” que Estados Unidos le había impuesto a Venezuela. Pero el programa era financiado por Pdvsa, que no fue sancionada sino hasta 2019. En 2018 se conoció que la petrolera le debía 10 millones de euros al gobierno de Italia, donde se llevaban a cabo trasplantes de médula ósea.
En medio del descalabro, Katherine invitó a Judith, quien luego de la muerte de su hijo siguió siendo voluntaria de Prepara Familia, a presentar su testimonio ante la CIDH en Perú.
El día de la audiencia, entraron juntas a la sala de sesiones en Lima. Los representantes del Estado venezolano tardaron en llegar, pero al rato Katherine vio cuando entró un hombre de nariz chata y mirada de águila: Larry Devoe, secretario ejecutivo del Consejo para los Derechos Humanos, quien tomó asiento en la mesa de la delegación del Estado, ubicada justo frente a ellas y a Carlos Trapani.
Cuando comenzó la sesión, Cecodap esbozó el panorama en el que se encontraba la niñez en Venezuela. Y luego Prepara Familia se explayó contando lo que ocurría en el JM. Judith narró su experiencia y cerró su intervención con una frase que sonó estremecedora, irrebatible:
—Ni mi niño ni ninguno tenía que haber fallecido.
Se sentaron a esperar la respuesta de Devoe.
—Antes que nada, queremos transmitirle nuestro más sentido pésame a la señora Judith —dijo él— y queremos recalcar que esta situación será investigada.
Devoe procedió a cuestionar y rebatir todo lo que había planteado Cecodap. Pero sobre el JM lo único que pronunció fue ese pésame a Judith.
Al salir de la audiencia, los relatores de derechos humanos se reunieron con Carlos, Judith y Katherine y les dijeron que la documentación podría presentarse como fundamento para la solicitud de las medidas cautelares para los niños
—¿Ustedes pueden hacerle seguimiento a esto de ahora en adelante? —le preguntaron.
Ella dijo que sí. Y, a partir de entonces, Prepara Familia se transformó en una organización de derechos humanos para la salud de los niños. En adelante, no solo tendría que ayudar y formar a las madres, sino que también debían documentar y representar esa causa en distintas instancias internacionales.
“Necesitamos que organicen todo para meter una medida cautelar acá”, le dijeron los relatores.
“Si no recibimos respuesta en ninguna parte, ¿la vamos a obtener en los sistemas internacionales?”, le decía Trapani a Katherine, dubitativo.
Pero el 21 de diciembre de 2017 introdujeron la medida. Y el 21 de febrero de 2018, la Comisión dictó medidas cautelares pidiéndole al gobierno de Venezuela salvaguardar la vida y salud de los niños del área de nefrología del hospital.
Las autoridades comenzaron a limpiar, a reparar equipos viejos y a hacer remodelaciones menores en el hospital. Empezaron a darles comida a las madres y a algunas que venían de otros estados del país les gestionaban alojamiento en hoteles cercanos. Pero los problemas siguieron intactos: la falta de insumos, la falta de presupuesto, fallas de infraestructura, migración de especialistas.
En agosto de 2018, Natalia Martinho fue designada directora del hospital. Con su llegada, Katherine notó que los médicos comenzaron a tener miedo. Seguía visitando el recinto para coordinar esfuerzos con los doctores, para celebrar los cumpleaños de los niños y llevarles regalos. “No podía dejarlos, son mi familia y a la familia nunca se le abandona”, les repetía hasta el cansancio a los voluntarios, a su esposo, a sus hijos y hasta se lo repetía a sí misma.
Hasta que, el 21 de febrero de 2019, la directora del hospital le prohibió la entrada.
Katherine llegó para reunirse con unas doctoras del área de hematología, cuando miembros del personal de seguridad la abordaron:
—Usted tiene que irse porque lo único que hace es denunciar y dejar mal al hospital, así que el Ministerio de Salud le prohíbe estar acá.
La escoltaron hasta las afueras del hospital.
Katherine y Trapani trabajaban en un informe para solicitar una ampliación de las medidas cautelares para el resguardo de todos los niños y niñas. Finalmente, hicieron la solicitud de ampliación de la medida ante la CIDH, y el 21 de agosto de 2019 la instancia aprobó que el Estado debía proteger a todos los niños de los 14 servicios del hospital.
Semanas antes, había fallecido la doctora Martinho, en medio de comunicados oficiales alabando su gestión y críticas por parte de la sociedad civil por haber negado la realidad del JM.
A pesar de las medidas cautelares, dada la suspensión del Programa Nacional de Procura de Órganos, los niños de nefrología siguieron muriendo. Los funerales continuaron apareciendo en la agenda de Katherine. En total, más de 70 niños han muerto desde 2017 en el hospital esperando un trasplante renal.
Pero en 2020 una luz tenue apareció en el horizonte.
Prepara Familia se unió a varias organizaciones que trabajan en la protección de los niños en el área nutricional para unir esfuerzos, solicitar fondos e iniciar, en 2020, un Centro de Protección Nutricional para atender a niños con riesgo de desnutrición, mujeres embarazadas y lactantes.
Como proyecto, presentaron un Centro de Atención Nutricional, que sí contaría con los recursos para funcionar apropiadamente y atender a esos niños. ¿Y el personal? Tampoco había que buscar mucho.
Apenas lo aprobaron, Katherine levantó el teléfono y empezó a llamar a los especialistas y doctores del JM para invitarlos a que en su tiempo libre trabajaran en el Centro. Muchos les dijeron que sí. Y no solo doctores. Madres que habían estado en el JM con sus hijos también se sumaron.
“No ha sido fácil, pero por primera vez en años siento que de hecho tengo buenas noticias para reportar”, piensa Katherine cuando llega al Centro Nutricional a trabajar.
Al igual que muchos años antes viera la quebrada que separaba La Pastora del barrio Catuche, ahora ve cómo la avenida Vollmer la separa de su JM de los Ríos y recuerda una frase: “Para allá no se puede ir”.
Pero ella, de cualquier manera, va.