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María Gabriela sabe que Venezuela también sanará

Jacqueline Goldberg | 24 oct 2019 |
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En pleno apagón de marzo de 2019, de gira por Ecuador en busca de fondos para continuar su tratamiento contra el cáncer de seno, la flautista venezolana María Gabriela Rodríguez anunció su renuncia a veinte años de trabajo en El Sistema. Decidió sobre todo que quería seguir viviendo. 

Fotografías: Album familiar María Gabriela Rodríguez

 

El viernes 8 de marzo de 2019, poco antes del mediodía, la primera mujer solista en la historia de la fila de flautas de la Orquesta Sinfónica de Venezuela (OSV), lanzó un video a un mar de pixelados sargazos. A dos mil metros de altura, en Loja, la llamada capital musical y cultural del Ecuador, estaba por comenzar su Gira por la vida, que la llevaría a siete ciudades para dar conciertos, talleres y clases magistrales. Era, literalmente, una gira por su vida, organizada por el Festival Internacional de Flautistas Perla del Pacífico.

A esas horas y desde el día anterior, Facebook era, en Venezuela, una negrura en la que pocos podían recibir y enviar mensajes. Casi nadie podía reproducir un video. Balanceándose sobre un acantilado de lágrimas, rabia e indignación, María Gabriela Rodríguez Tovar, entonces de cuarenta y cuatro años, hacía pública su renuncia al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, con el que no se formó pero en el que había trabajado durante dos fecundas décadas.

Solo después del primer minuto de grabación, dejó saber los amargos lazos del apagón nacional con una decisión en apariencia solo profesional: su tratamiento de brega final contra el cáncer de seno sudaba en la nevera de un desolado apartamento en Caracas. Eran tres dosis de Herceptin (de nombre genérico Trastuzumab), valoradas en 2.600 dólares cada una que, de perderse, echarían por la borda ocho ciclos de quimioterapia, veinte de radioterapia, otras tres vacunas de inmunoterapia y año y medio de sobresaltos.

Abandonar El Sistema era un gesto cónsono con sus ya aireadas críticas, que en 2012 la llevaron a discutir con el propio José Antonio Abreu, y a un primer intento de renuncia, que él rechazó no sin advertirle que las redes sociales eran de doble filo, que los trapos sucios se lavan en casa, que era mujer, que tuviese cuidado, que El Sistema era más grande que ella.

En el video cuenta que en esos instantes de penurias en Venezuela, la Orquesta Juvenil Sinfónica Simón Bolívar iba rumbo a Roma para participar en un concierto organizado por el dicasterio vaticano, en el marco de la conferencia Religiones y Objetivos de Desarrollo Sostenible.

A María Gabriela le indignaba que, en tan grave coyuntura, la orquesta tocase ante un Papa que no daba muestra alguna de solidaridad con los venezolanos. Reflexionaba sobre las instituciones a las que pertenecía: «Ninguna se había manifestado por mi enfermedad». Se preguntaba, sin saber aún de su familia ni de la contabilidad final de muertos en los hospitales por la falta de luz, para qué seguir en El Sistema, que cree financiado de manera desproporcionada y descarada con el propósito de lavarle la cara al régimen.

 

Mientras esas cavilaciones agriaban el ánimo de María Gabriela, su pareja, que vivía en la urbanización Palo Verde —al otro lado de Caracas, donde no hubo luz durante una semana—, atravesó lo indecible para llegar al apartamento en Colegio de Ingenieros y rescatar los medicamentos, que luego pasaron de casa en casa hasta que la flautista regresó al país y pudo encargarse ella misma de la oscuridad, la angustia, la refrigeración que salvaría su vida.

Su vida, desde ese mirador ecuatoriano, estaba ya signada por otra decisión: emigrar. 

Sus medicinas eran lo prioritario. La atormentaba no saber cuánto tiempo más conseguiría protegerlas. “No puedo seguir viviendo así, aún no estoy preparada para morirme”, se dijo. Y una convicción se sembró en su pecho: “El cáncer no me mató. No lo hará el socialismo”. 

Irse nunca había sido una opción. Confiaba en que un país se levanta y sobrevive a fuerza de trabajo.

Al retomar su cotidianidad en Caracas, con la cabeza fría, pospuso la renuncia formal a El Sistema. Pensaba en sus alumnos de la Escuela de Música Mozarteum Caracas y en los de la Orquesta Nacional de Flautas de Venezuela. De esta última institución había sido fundadora en 1995, y era su directora artística. Quería cerrar su ciclo allí de forma ética, para que sus alumnos no perdiesen el año y ser coherente con su idea de que toda migración debe contar con un plan que minimice el trauma: una persona que proporcione hospedaje durante las primeras semanas, documentos en regla, algo de dinero.

Entre todos los trabajos que hacía su sueldo apenas era de 16 dólares, y sus gastos médicos cuadruplicaban esa suma. Debió vender su casa para partir. 

El 6 de marzo de 2018, María Gabriela iba camino a la Clínica Ávila, en Caracas, donde le practicaron una mastectomía parcial de su seno izquierdo. En esa misma fecha, justo un año después, volaba a Cuenca para continuar la recolección de fondos que dos veces debió abrir en la plataforma Gofundme. En 18 meses, gracias a 332 personas, recogió 20 mil euros, 31 mil menos de los que cuesta el tratamiento completo del anticuerpo monoclonal que habrá de frenar una posible metástasis.

Entre los donantes que han acompañado a María Gabriela en su recuperación —desde el principio expuesta con naturalidad en las redes y siempre con el hashtag #NadieSeRinde—, ha estado especialmente cerca la pianista y compositora venezolana Gabriela Montero, residente en Alemania

No eran amigas, coincidieron muy jóvenes en un concierto, las hermanaban sus reproches a El Sistema, tema por el que venían chateando de forma esporádica desde mayo de 2015.

Las reunió la enfermedad, la empatía, la solidaridad.

No bien se enteró de la situación de su colega, la pianista le escribió: “Dime qué necesitas, estoy al tanto de tu problema, quiero ayudarte”. 

 

En adelante, en cada concierto en el que habló de la crisis de Venezuela, Montero mencionó a María Gabriela. Lo hizo también el 8 de diciembre de 2018 al recibir el IV Premio Internacional Beethoven para los Derechos Humanos, la Paz, la Libertad, la Reducción de la Pobreza y la Inclusión, que le otorgó la Academia Beethoven de Bonn por su activismo social y político en defensa de los ciudadanos de su país de nacimiento. Parte del galardón lo destinó al tratamiento de la flautista. 

Tan estremecedoras fueron las palabras de Montero en el escenario, que el director artístico de la Academia Beethoven, Torsten Schreiber, se dirigió a Wolfgang Holzgreve, director médico y presidente de la Junta del Hospital Universitario de Bonn (UKB), para solicitarle el tratamiento.

 

Semanas después, un mensaje anunciaba que el UKB donaría las once vacunas aún pendientes. María Gabriela viajó a Alemania para recibirlas y brindar, junto a Montero, un concierto de agradecimiento a la Academia Beethoven y al reputado hospital.

El 23 de mayo de 2019 tocaron juntas el Joropo del maestro Moisés Moleiro. Nunca antes Gabriela Montero había interpretado esa pieza a dúo con un cuatro. Ya con su flauta, María Gabriela tocó Maracaibera, danza de Rafael Rincón Rosales, y el vals Como llora una estrella, de Antonio Carrillo. El tenor venezolano Luis Magallanes, “que es como un hijo para Gabriela”, las acompañó. 

El valor de las entradas, así como el salario de todos los músicos de ese concierto, se convirtió en  ayuda humanitaria para Venezuela. María Gabriela lo rememora aún sacudida por la magnitud del gesto: “Nunca tendré palabras suficientes para agradecer a Gabriela por tanto”.

 

El tratamiento con Trastuzumab había estado suspendido durante cuatro años en Venezuela. Volvió a las farmacias del Seguro Social justo cuando María Gabriela lo necesitó a comienzos del 2018, pero pendían muchas dudas sobre su continuidad. Ante semejante temor —y el de un “extravío” al ingresar a Maiquetía—, las vacunas donadas fueron enviadas a la embajada germana en Ciudad de México, donde la flautista ya tenía planificado llegar con su familia el 21 de julio, en principio invitada a participar, como en años anteriores, en el Festival Universitario de Flauta Transversa de la Facultad de Música de la Universidad Autónoma de México.

 

María Gabriel está hoy a salvo de la incertidumbre que la impulsó a emigrar, pero no de las señales de su cuerpo. Recientes exámenes oncológicos anuncian una cifra demoledora: 80% de probabilidad de que células cancerígenas vuelvan a reproducirse.

“Es solo una cifra. Ya ha pasado lo peor”, se repite ante el dato que contrasta con la certeza de hace unos pocos meses de que estaba fuera de peligro. Las cifras disparan una ansiedad distinta, con la que apenas empieza a lidiar. “Uno no siempre tiene las respuestas cuando las necesita, es algo que estoy aprendiendo sobre la medicina en otros países”. También ha tenido que vérselas con otros reveses: “Tengo osteoporosis severa en la parte baja de mi espalda y en el cuello del fémur izquierdo,  pero ya me estoy ocupando de eso. Es una historia que voy escribiendo día a día”.

Su relación con Dios no pasa por la mejor etapa. Cree en la gente, en el amor que ha recibido. Está llena de preguntas. Algunas se las hizo una sola vez: “Por qué yo, porqué a mí”. 

—Qué injusto el cáncer en este momento, cuando lo que quería era echar pa’lante en mi país —recrimina al aire—. Estaba cumpliendo apenas un año con la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida. Ella se ha dedicado en cuerpo y alma a mi proceso, sin ella no hubiese podido salir adelante.

María Gabriela se había sobrepuesto antes a la distonía, trastorno que se apropió de los dedos anular y meñique de su mano izquierda con dolorosas e involuntarias contracciones. Y venció. Tenía veintidós años, preparaba su concierto de grado, que incluía obras técnicamente muy complejas que debió reemplazar. Su mano no reaccionaba. Creía que era estrés. Cada día fue disminuyendo su capacidad de controlar la mano, hasta que no pudo tocar más. Tras el diagnóstico su médico reveló que aquello era irreversible, que no volvería a ser la misma. Confiesa que pensó en el suicidio. Se dijo que si no podía ser flautista, si no podía ser músico,  para qué quería estar en este mundo.

No solo su carrera estaba “en jaque”, sino su estabilidad emocional: “Había vivido para tocar flauta, no sabía ni podía hacer nada más. Fue un momento de oscuridad, no tenía explicación a lo que me ocurría, tenía mucho miedo”.

La devolvieron a su ruta el fisiatra Luis Parada y, sobre todo, su amiga Laura López, oboísta que le proporcionó el mecanismo ortopédico gracias al cual continúa con la flauta hasta hoy.

López había diseñado unos anillos de yeso que permiten que las manos de sus pequeños alumnos vayan adquiriendo curvatura. Insistió en que probasen. María Gabriela tuvo que reestructurar su manera de tocar y eso, sin intuirlo, la llevó a diversificar su carrera, a dedicarse con auténtica pasión a la docencia y la dirección orquestal. En el medio musical la distonía —en alarmante aumento—es un tabú, nadie quiere hablar de eso porque se cierran puertas. 

Pero la distonía tampoco pudo con ella. 

 

Con temple logró una carrera como pocas. Inició estudios de flauta trasversa a los siete años en la Escuela de Música «Blanca Estrella de Méscoli» en su ciudad natal, San Felipe. Tras un paso fugaz porla Escuela de Economía de la Universidad Central de Venezuela, obtuvo la Licenciatura en Música mención Ejecución en el Instituto de Estudios Musicales (IUDEM). En adelante su currículo se llenó de tantos hitos que aún un resumen ocuparía largos párrafos: fue primera flauta de las orquestas sinfónicas Juvenil de Caracas y Gran Mariscal de Ayacucho, y ganó en 2010 un Grammy Latino por su participación en la colección de discos Tesoros de la Música Venezolana del cantautor Ilan Chester. También obtuvo el tercer premio en el Festival Aldemaro Romero en 2004. 

Sin pesadumbre relata que pudo alcanzar aún más: “Fui muy buena estudiante, con grandes oportunidades. Me preparé para ser una flautista de alta competencia, pero la vida me impuso otros caminos, mi cuerpo propuso otras metas”.

 

María Gabriela ha sido ante todo una optimista, desbordante de vitalidad, proyectos y entusiasmos. A partir de su discapacidad motora se hizo embajadora de la Fundación Distonía Venezuela para sensibilizar sobre el tema, especialmente entre la comunidad de músicos. El cáncer la acercó a una red de solidaridad y tras cada sesión de quimioterapia en Caracas hacía labor social junto a su pareja, visitando enfermos, donando medicinas. Y aún desde su extranjería sigue atenta a respaldar como puede a mujeres con cáncer en Venezuela.

— Me he volcado asimismo al proteccionismo. Los animales también están siendo víctimas de la terrible crisis humanitaria que sufre el país.

 

Hoy, en Ciudad de México, la flautista encara la vida desde su cuerpo en recuperación, su alma en busca de ciudadanía y sosiego, su talento intentando nuevos refugios laborales. 

Por su parte, Gabriela Montero no deja de darle afectuosos espaldarazos. El 29 de agosto de 2019 escribía en su muro de Facebook: «Quiero compartir estas noticias de mi queridísima María Gabriela Rodríguez. Una músico y ser humano excepcional. María Gabriela está recién mudada a México DF y si alguien la pudiese contratar o ayudar en el área laboral, sería maravilloso. María Gabriela tiene mis más altas recomendaciones. Quien la contrate, tendrá la suerte de unir fuerzas con una mujer fuera de serie».

—Lucho a diario contra la nostalgia —comenta María Gabriela—. Escribir en las redes me hace bien. Si estoy lejos es para terminar mi tratamiento bajo condiciones más seguras y amables. Muchos días amanezco con el corazón arrugado de ver cómo está mi Venezuela, pero sé que, como yo, también sanará. 

Jacqueline Goldberg

Poeta, narradora, ensayista, editora y autora de libros infantiles y testimoniales. Anhelo un género que lo contenga todo, una gramática del silencio y la poesía.
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