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¿No correrás riesgo regresándote?

Erick Lezama | 29 mar 2022 |
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Fernando Albán estaba tranquilo porque su esposa y sus hijos se habían ido a vivir en Nueva York, donde se sentían a salvo de la represión y la persecución que habían vivido en Venezuela. Él los extrañaba. Los visitaba de tanto en tanto. Apenas entregara el cargo de concejal, en diciembre de 2018, pensaba irse definitivamente con ellos. Pero luego de una de esas visitas, en octubre de ese año, a todos los alcanzó un destino que habían tratado de esquivar. Esta historia forma parte del libro Ahora van a conocer al Diablo

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Juntos
sosteniéndonos
sobre el horror
frente a la esfinge tantas veces eludida
pendíamos de lo más extraño
(o tal vez lo más nuestro).
 
Rafael Cadenas

Cuando subió al avión de regreso a Venezuela, Fernando Albán acababa de vivir unos días felices. Después de tiempo sin verlos, se había reencontrado en Nueva York con Meudy Osío, su esposa, y con Fernando y María Fernanda, sus hijos. Llevaban años sin vivir bajo el mismo techo. En esa ruidosa ciudad, en un modesto apartamento alquilado, sin las comodidades de su casa de Caracas, volvieron a sentir que el de ellos no era un hogar desmembrado. Que estaban seguros. Que seguían juntos.

Fernando llegó a Nueva York el 14 de agosto de 2018. Era verano. Para ayudar con los gastos durante su estadía, no dudó en comenzar a trabajar. Aceptó un puesto como parte del personal de mantenimiento, allí mismo, en el edificio de cinco pisos en el que vivían. Barría, coleteaba los pasillos, pasaba la aspiradora, recogía la basura. La primera vez que María Fernanda lo vio afanado en esas labores se sorprendió y al llegar a casa, todavía confundida por la escena que acababa de ver, le preguntó a Meudy:

—Mamá, ¿mi papá está allá abajo limpiando?

—Sí, hija, tu papá está trabajando aquí, limpiando.  

—¿Y no le da pena?

—No, no, tú sabes que él no le para a nada.

Muchos también se habrían sorprendido al ver a Fernando Albán como conserje. Militante del partido Primero Justicia, en 2013 se hizo concejal del municipio Libertador de Caracas. Para cumplir con las responsabilidades del cargo —y porque quería trabajar en la reconstrucción de Venezuela, que creía posible en el corto plazo— había decidido no migrar a Nueva York, como hicieron su esposa y sus hijos luego de sentir que en el país estaban en riesgo.

Irse era como abandonar una casa que, aunque resquebrajándose pared a pared, todavía se mantenía en pie. Una casa a la que él le había dedicado mucho y que no podía dejar que terminara de caerse. Se conformaba con saber que su familia estaba afuera, a salvo. 

Pero también sabía que cada vez las cosas se complicaban más. El régimen no paraba de perseguir y hostigar a los políticos. Días antes de su viaje a Nueva York ocurrió algo que lo angustió mucho. El Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) detuvo a un compañero de partido, el joven diputado Juan Requesens, acusado de participar en un supuesto atentado contra Nicolás Maduro ocurrido el 4 de agosto mientras daba un discurso en un acto público en la avenida Bolívar de Caracas.

Ese episodio, y el sentirse seguro y a gusto tan cerca de los suyos, fue lo que llevó a Fernando Albán a decidir que en diciembre, cuando entregara el cargo de concejal, regresaría a Nueva York para quedarse. Seguiría trabajando por Venezuela desde afuera. Pasaba horas y horas hablando con Meudy, trazando juntos la hoja de ruta hacia un nuevo destino. Cerrar la oficina de asesoría legal y servicios contables que mantenían en Caracas; poco a poco abrir una nueva en Estados Unidos; vender algunas de las propiedades que tenían, porque iban a necesitar dinero en esta nueva etapa de sus vidas.

¿Y Braco?

¿Qué iba a pasar con Braco?

El weimaraner que después de tantos años consideraban parte de la familia era la adoración de Fernando Albán. Cuando todos salieron del país, era jugando con el perro que él se sentía acompañado.

—Tenemos que encontrar la forma de traernos a Braco —le insistía a Meudy cada vez que tocaban el tema.

—Pero es difícil, Fernando. Es un perro grande y viejo. Imagínate, tendremos que arrendar un lugar en el que nos permitan tenerlo.

—Sí, es cierto… Pero es que a Braco no podemos dejarlo allá. ¿Cómo lo vamos a dejar?

Muchas preguntas estaban en el aire, pero se sentían emocionados con los nuevos planes. Querían que los meses pasaran rápido para volver a vivir en la misma casa.

En septiembre, ya entrado el otoño, aprovechando que estaba en Nueva York, Albán participó junto a su amigo Julio Borges, presidente de Primero Justicia, en eventos paralelos organizados en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) que se celebraba en esa ciudad.  

Poco antes de su retorno, el lunes 1ro de octubre de 2018, Albán cumplió 56 años de edad. Como quería mostrarle a sus compañeros de trabajo del edificio cómo se festejaba en Venezuela, se le ocurrió hacer una parrilla. Compró carne, la preparó en el jardín y los invitó. Antes de probar bocado, les agradeció la hospitalidad y el cariño. Brindaron a su salud y comenzaron a comer.

Tres días después, el 4 de octubre de 2018, antes de que saliera al aeropuerto para volver al país, Meudy, quizá llevada por algún presentimiento, volvió a formularle la misma pregunta que le había hecho otras veces:

—¿No correrás riesgo regresándote, Fernando?

—Pero, por Dios, ¿qué me va a pasar a mí, si yo soy un pendejo? —respondió él.

Después se fue.

Meudy piensa que debió haberle dado un abrazo más largo.

Tras 34 años juntos, a Meudy y a Fernando les costaba mucho estar separados. Se hicieron novios en 1984. Apenas tenían un mes de haberse conocido. Él, de entonces 22 años, trabajaba como cajero en una agencia bancaria en la que ella, con 17 y recién graduada de bachiller, comenzó a hacer pasantías. Al cabo de seis años —luego de que él se graduara de abogado en la Universidad Central de Venezuela (UCV) y ella de contadora en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB)— se casaron y comenzaron a vivir juntos en un apartamento que compraron en El Paraíso, una urbanización de clase media en el suroeste de Caracas.

Viajaron, disfrutaron, estudiaron postgrados y, cuando sintieron que era el momento adecuado, hicieron crecer a la familia: en 1996 nació Fernando, y en 1997, María Fernanda.

A Fernando Albán siempre le gustó la política. En el Liceo Luis Espelozín de Catia, donde estudió el bachillerato, presidió el centro de estudiantes. En su paso por la UCV fue dirigente juvenil de Acción Democrática. Cuando años más tarde apareció Primero Justicia en la escena política, comenzó a militar en esa organización. En aquel tiempo fue que se hizo amigo de Julio Borges, fundador del partido. Se involucraba en las campañas electorales, iba a reuniones, aportaba ideas, se la pasaba en comunidades desfavorecidas escuchando los problemas de los más pobres y gestionando ayudas para ellos, pero nunca se interesó en los cargos de primera línea: Fernando se sentía cómodo tras bastidores.

En 2013 le propusieron que se postulara a concejal por el municipio Libertador de Caracas y aceptó. Ganó con 6 mil 150 votos —17,30 por ciento del total— y al asumir se puso al frente de la Comisión de Cultos y Régimen Penitenciario del Cabildo, un puesto que no le interesó al resto de los concejales.

Fernando Albán se relacionaba con todas las iglesias, sobre todo con la católica, de la que era muy creyente. Iba a las procesiones y cargaba las imágenes de los santos, de la Virgen, de Jesucristo con la cruz.

Meudy y los hijos lo apoyaban en su carrera política, pero él procuraba mantenerlos al margen de toda actividad pública.  

Así fue hasta 2014, ese año gris.

Al ver en la calle a tanta gente comiendo restos de comida que sacaban de la basura, Albán comenzó a organizar “ollas solidarias” en la pequeña iglesia de la UCV, de cuyo párroco, el jesuita Raúl Herrera, era amigo. Cada fin de semana, Meudy lo acompañaba y participaba en la preparación: junto a otros colaboradores, hacían enormes ollas de hervido que repartían entre personas que se acercaban sin haber comido en mucho tiempo. 

Fernando conseguía donaciones de carne, sacos de verduras y aliños. Hasta compró una pequeña cocina para usarla en esas jornadas. Comenzaron sirviendo 100 platos de sopa. Con el tiempo terminaron siendo 400.

Entonces Fernando, el hijo de Fernando Albán y Meudy Osío, ya estudiaba ingeniería en la UCV. En febrero de 2014 comenzó una ola de protestas callejeras en contra de Nicolás Maduro, cuya represión dejó un saldo de 43 muertos. Una de esas manifestaciones se llevó a cabo en la UCV y el muchacho asistió. La concentración fue asediada por grupos armados que gritaban consignas chavistas. En medio del escándalo, escuchó que uno de los hombres con pistola gritó:

—Ese que está allá es Fernando Albán, el hijo del concejal.

Corrió, se escondió en un salón, salió por una ventana y siguió corriendo hasta llegar a casa. Jadeando, le contó a sus padres lo sucedido. Esa fue la primera alarma que escucharon Fernando y Meudy: sintieron que sus hijos no estaban seguros, que no podían seguir en Venezuela, que podían matarlos como ya habían matado a tantos. 

Que tenían que irse, aunque la familia se separara como nunca antes.

Luego de aquel incidente, el joven Fernando dejó de ir a clases y meses después, ya en 2015, cuando su hermana María Fernanda terminó el bachillerato, encontraron una beca para estudiar inglés en Nueva York.

Meudy y Fernando los acompañaron en el viaje. No querían dejarlos solos. Para ellos todavía sus hijos eran muy pequeños: él tenía 19 años y ella aún no cumplía 18. Los ayudaron a instalarse en una residencia de una fundación católica que les dio hospedaje, conocieron a las personas que trabajaban allí y se quedaron más tranquilos. 

Los esposos se devolvieron a Venezuela y, tres meses después, viajaron a Nueva York para Navidad. La última que pasaron juntos, porque a partir de entonces lo que vino fue un vaivén en el que casi nunca volvieron a coincidir en fechas importantes.

En 2016, María Fernanda regresó a Venezuela porque había sido admitida para estudiar comunicación social en la UCAB a partir de 2017. Pero apenas arrancaron las clases, de nuevo se desató la vorágine: manifestaciones tras manifestaciones tras manifestaciones en contra de Maduro, que eran reprimidas con gases lacrimógenos, perdigones y disparos con armas de fuego por fuerzas de seguridad del Estado y grupos paramilitares. Había muertos, muertos, muertos. Todos los días, durante meses. María Fernanda sentía que era su deber protestar. Meudy vivía angustiada pensando que a su muchacha podía pasarle algo en una de esas marchas. 

Una vez se le ocurrió acompañarla. Esa tarde la represión fue, como siempre era, desmedida: en motos, funcionarios de las fuerzas de seguridad del Estado perseguían a los manifestantes, lanzaban bombas lacrimógenas, disparaban a quemarropa. 

Meudy y María Fernanda corrieron varias calles de Chacao, en el este de Caracas, hasta que en un edificio les abrieron la puerta para que se refugiaran, junto a unas 12 personas que también trataban de huir de la refriega. Estaban agitadas, sudadas y asustadas. Intentaban calmarse cuando alguien les preguntó:

—¿Ustedes son familia de Fernando Albán, el concejal, verdad?  

—Sí, sí —respondieron ellas con timidez.

“¿Cómo lo saben?”, se preguntaron para sus adentros. “¿Nos tienen identificadas?”.

Fue la segunda alarma para la familia.

Hasta ese día María Fernanda quiso estudiar y hacer una carrera en Venezuela.

—Esto me da mucho miedo, mamá. Me quiero ir.

A los meses, regresó a Nueva York a seguir estudiando inglés. Meudy se fue con ella porque sintió que en Venezuela era demasiado el peligro al que estaba expuesta. Le daba tristeza dejar su ciudad, dejar la oficina a la que le había dedicado tantos años, dejar a sus padres, dejar a su esposo, dejar a su perro, pero tenía la convicción de que su lugar estaba al lado de sus hijos.

Al llegar a Estados Unidos solicitaron asilo político, como ya lo había hecho el joven Fernando. Meudy comenzó a estudiar inglés en una biblioteca y a trabajar en labores administrativas de una iglesia católica. Cada noche, llamaba a Fernando, o él la llamaba a ella, y hablaban al menos dos horas de cualquier cosa.

Siempre comentaban lo mucho que se extrañaban.

En diciembre Fernando no pudo viajar a visitarlos. Se quedó en Caracas y pasó la Navidad y el Año Nuevo con Braco.

Fernando tomó aquel avión en Nueva York la madrugada del jueves 4 de octubre de 2018. Hizo escala en Ciudad de Panamá al amanecer. Desde ahí le escribió a Meudy para avisarle que estaba a punto de abordar el vuelo a Venezuela. Unas tres horas más tarde, le envió una nota de voz contándole que había llegado. Aunque estaba exhausto, se le oía contento.

Ese viernes, después de desayunar, Meudy salió a hacer diligencias. En algún momento se sentó en una plaza a revisar el celular y encontró unas llamadas perdidas del diputado Juan Miguel Matheus, un dirigente de Primero Justicia que había quedado en recoger a Fernando en el aeropuerto de Maiquetía, a las afueras de Caracas.

Le devolvió la llamada.

—Meudy, era para avisarte que Fernando no logró salir. Nos mandó un mensaje en el que dice que el Sebin lo detuvo. Solo eso.

—¿Cómo que lo detuvieron? ¿Pero por qué?

—No sabemos, no sabemos nada.

Al colgar, Meudy llamó a gente de Primero Justicia: nadie sabía qué había pasado. Un abogado y varios dirigentes del partido fueron a Maiquetía para tratar de obtener información. Solo después de mucho rato, un funcionario, entre dientes, les dio una pista: “No está aquí, se lo llevaron a Caracas”.

Pensando en lo que las fuerzas del régimen eran capaces de hacerle a su marido, Meudy entró en una crisis nerviosa. Se devolvió a su casa y, alterada, comenzó a llamar a la familia de Fernando en Venezuela. Sentía impotencia por estar tan lejos, rabia por no poder hacer más que eso. Veía las redes sociales: políticos, organizaciones de derechos humanos, periodistas y ciudadanos comunes hacían, una y otra vez, la misma pregunta: “¿Dónde está Fernando Albán?”.

Meudy no paraba de llamar a Caracas. Supo que la familia fue a las sedes del Sebin de Plaza Venezuela y de El Helicoide, y que les dijeron que no tenían a Fernando. Que el cardenal Jorge Urosa, amigo del concejal, exigió públicamente que apareciera. Que una de las hermanas de Fernando intentó poner la denuncia de desaparición forzada en la Fiscalía y no se la aceptaron.

Se hizo de noche.

Meudy intentó dormir. No pudo.

A la mañana siguiente sonó su teléfono.

Era Fernando.

—¿Dónde estás?, ¿qué te pasó?

—Meudy, esta llamada no es para conversar. Necesito que me escuches, toma nota. Estoy en el piso 10 del Sebin, en la sede de Plaza Venezuela.

—¿Pero por qué? ¿De qué te están acusando? ¡Qué es esto, Dios mío!

La llamada estaba en altavoz. Ella escuchó cuando él preguntó a quienes lo rodeaban de qué lo acusaban: “De magnicidio, traición a la patria y asociación para delinquir”, dijeron.

 —Estoy bien, no me han maltratado —siguió él— pero me están pidiendo que acuse a Julio Borges de participar en el atentado contra Maduro. Llama a Julio, dile que estoy aquí. No te vayas a venir, quédate en Nueva York con los muchachos, que sigan sus estudios… Ya veremos cómo hacemos para continuar con nuestros planes.

—¡Fernando, qué horror! Tú eres una persona fuerte de carácter y de espíritu. Sigue adelante, no tienes nada que temer, cuenta conmigo, cuenta con nosotros.

Poco después se despidieron. La llamada no podía extenderse. 

Meudy se comunicó con Julio Borges y le contó de la conversación. La noticia del paradero del concejal avivó aún más las redes sociales. Dirigentes políticos y activistas de derechos humanos fueron al Sebin de Plaza Venezuela, pero los policías no permitieron verlo.

El domingo 7 de octubre, los funcionarios llevaron a Fernando Albán al Palacio de Justicia de Caracas y lo presentaron ante el Tribunal Sexto de Primera Instancia del Aérea Metropolitana, donde remitieron el caso al Tribunal Primero de Primera Instancia en Funciones de Control con Competencia en Casos Vinculados con Delitos Asociados al Terrorismo, a cargo de la juez Carol Padilla, quien había ordenado el arresto de Albán. 

Ese tribunal estaba cerrado, por lo que no se realizó la audiencia.

Ramón Aguilar, uno de los abogados de la defensa y amigo de la familia, estuvo en el Palacio de Justicia. Se acercó a Fernando, lo abrazó y, en ese instante, el concejal comenzó a llorar. Le reiteró lo que le había dicho a Meudy: que lo estaban presionando para que acusara a Julio Borges de orquestar el presunto atentado contra Maduro.

Esa tarde, familiares de Albán fueron al Sebin a llevarle ropa y comida. Sabían que era probable que les negaran el ingreso, pero no querían dejar de intentarlo. Y tuvieron suerte, porque sí les permitieron entrar. Una de las hermanas y la nana que por años había trabajado con la familia subieron al piso 10. La madre estaba con ellas, pero prefirió quedarse abajo: si a su hijo lo habían golpeado, no quería encontrarlo amoratado. Solo pensar en esa imagen le producía ganas de llorar.

Al ver a su gente, Fernando no contuvo el llanto. Les insistió a su hermana y a la nana que todo era una equivocación, les pidió perdón por este episodio desafortunado y por la angustia que les estaba causando.

Más tarde, al saber que ellas habían hablado con él, Meudy sintió alivio. “Lo van a soltar pronto”, pensó. “No lo han maltratado, lo están tratando bien, permitieron que lo vieran… Sí, esto debe ser un malentendido”, razonó. Y esa noche, viendo televisión junto a sus hijos, hasta se rieron: “La nana es muy exagerada, seguro le llevó un montón de comida, un montón de ropa”.

El día siguiente, lunes 8 de octubre, la hermana de Fernando llamó a Meudy para preguntarle cuál era su jugo favorito para llevárselo. Iría de nuevo al Sebin a ver si corría con la misma suerte de la tarde anterior.

—Cómprale un Gatorade de mandarina, a él le gusta.

Minutos después, revisando las redes, Meudy vio que había un movimiento extraño en el Sebin de Plaza Venezuela: varias personas comentaban que algo había pasado, que había una ambulancia en el lugar y que habían cerrado las calles aledañas. Por eso volvió a llamar a su cuñada:

—No compres nada, vete para el Sebin, estoy viendo en las redes que algo está pasando.

—Sí, claro, voy para allá.

Fue una hora después cuando Julio Borges llamó a Meudy y, al escucharlo, el mundo que conocía se le hizo añicos:

—Lamentablemente, nos están diciendo que Fernando se suicidó en el Sebin…

No terminó de escuchar, no quería detalles: tiró el teléfono, comenzó a gritar, salió de la casa gritando y gritó incluso cuando los vecinos —esos con los que apenas días antes había celebrado la vida de su esposo— corrieron a consolarla.

—¡Lo mataron, él no se suicidó, jamás se hubiese quitado la vida! —gritaba.

Primero se produjo el estupor ante la muerte.

Y casi al mismo tiempo aparecieron las versiones, contradictorias y apresuradas, del régimen.

Alrededor de las 3:00 de la tarde, Tarek William Saab, fiscal general de la República designado por la Asamblea Nacional Constituyente promovida por Maduro, dijo: “La versión preliminar de los hechos es que el ciudadano solicitó ir al baño y allí se lanzó desde el 10mo piso del edificio”.

Pero poco después, Néstor Reverol, entonces ministro de Interior y Justicia, escribió en su cuenta de Twitter algo distinto: “En el momento que el detenido iba a ser trasladado al tribunal, encontrándose en la sala de espera del Sebin, se lanzó por una ventana de las instalaciones y la caída le ocasionó la muerte”.

A los días, el fiscal se contradijo al declarar: “Nunca se ha dicho que Fernando Albán se lanzó del baño. Cuando él dijo que quería ir al baño aprovechó la circunstancia y corrió a lanzarse por una ventana panorámica del piso 10”.

La Organización de Estados Americanos, la Unión Europea y los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y de una decena de países más exigieron investigaciones independientes para esclarecer los hechos.

La Conferencia Episcopal Venezolana emitió un comunicado en el que pidió justicia: “Para nadie es un secreto las opciones de vida del señor concejal Albán, sus profundas convicciones religiosas, su coherencia con los valores de la fe que ratifican la opción por la vida y no por la muerte, su compromiso con los más pobres (…). Hechos tan lamentables como este y como tantos otros donde se derrama la sangre de venezolanos terminan por minar la confianza del pueblo en su anhelo de esperanza, ya que es una nueva expresión de indefensión ante un régimen excluyente”.

La tarde en que murió Fernando Albán, trasladaron su cuerpo a la morgue, donde le practicaron una autopsia. A la familia le entregaron un acta de defunción que decía que las causas de la muerte habían sido: “Traumatismo craneoencefálico severo; shock hipovolémico secundario; traumatismo toracoabdominal pélvico por caída de altura”. Ese documento no tenía fecha y estaba firmado por un médico integral comunitario, aparentemente sin experiencia en anatomía patológica, como indica el Código Procesal Penal. La familia solicitó una nueva acta de defunción fechada. Recibieron una en la que el motivo del fallecimiento era otro —“traumatismo craneofacial grave” en lugar de “traumatismo craneoencefálico severo”— y fue firmada por un médico diferente, cuyo número de cédula de identidad, según el sitio web del Consejo Nacional Electoral, corresponde a otra persona.

Después de la autopsia llevaron los restos de Fernando Albán a la pequeña parroquia de la UCV. Ahí —en el campus donde se hizo abogado y dirigente político, en la iglesia en la que tantas veces ayudó a preparar ollas de sopa para gente que no tenía qué comer— el cardenal Jorge Urosa presidió sus exequias.

—Lo mataron, él no se suicidó, jamás se hubiese quitado la vida.

Meudy Osío no ha dejado de repetir lo mismo que gritó a todo pulmón cuando sintió que se hundía en la tragedia.

Ahora, mientras transcurre la tarde de un domingo de junio de 2021, vuelve a decirlo pero esta vez con una voz mustia que suena a llanto quedo. Está sentada en el pequeño apartamento del barrio El Bronx de Nueva York donde vive (“donde he tenido que seguir”, dice) conjugando el verbo extrañar.

—Un día estábamos aquí todos juntos, celebrando, y de repente la vida nos cambió.

En este tiempo, Meudy ha estudiado varios cursos relacionados con su carrera. Ahora se dedica a trabajar en una fundación que ayuda a personas con VIH. Ha aprendido un nuevo lenguaje, una nueva forma de entender el trabajo y de ayudar; y le gusta, lo disfruta.

Hay cosas de las que se siente orgullosa. Su hija María Fernanda acaba de recibir su título de periodista (pudo estudiar gracias a que obtuvo una beca en una universidad) y Fernando está por graduarse de ingeniero (logró entrar a un colegio universitario cuya matrícula no tiene un costo elevado). 

—Trabajo mucho para ayudar a pagar el colegio de mi hijo, para pagar este arriendo.

Han pasado casi tres años desde que Fernando no está y todavía no se acostumbra a su ausencia. Se siente extraña en esta ciudad que le resulta tan acelerada. Y añora mucho a Venezuela. 

—El mar, no sabes cuánto extraño el mar. Algún día volveré a las playas de mi país, tan hermosas, tan cálidas. Aquí hay playas, pero son frías, demasiado frías.

Y si no deja de repetir que a su esposo lo mataron es porque cada vez tiene más certezas de ello. 

En 2019, Luisa Ortega Díaz, fiscal general de la República destituida por la Asamblea Nacional Constituyente, denunció ante la Corte Penal Internacional (CPI) la muerte del concejal y, según dijo, consignó testimonios de funcionarios del Sebin que respaldan la hipótesis del asesinato.

En 2020, la Misión Independiente de Determinación de Hechos de la ONU se detuvo a indagar en lo sucedido con Albán. El régimen de Maduro no le permitió a esta instancia revisar el informe de la investigación, pero la misión sí tuvo acceso a un documento con información sobre las actuaciones de los dos funcionarios del Sebin a los que el Ministerio Público acusó de “quebrantamiento de las obligaciones de custodia” por este caso.

Ese material, que compila entrevistas a testigos y el informe de la autopsia, reveló que las huellas dactilares encontradas por el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) en la ventana desde la cual presuntamente saltó Albán pertenecían a un funcionario del Sebin. “Dado que la ventana solo se abría a 30 grados y que el concejal medía 1,73 metros de altura, es probable que la hubiera tocado si fuese a saltar por ella”, apunta el informe de la Misión de la ONU.

De acuerdo con dos miembros de ese cuerpo policial a los que entrevistó la Fiscalía, cuando el concejal pidió ir al baño tenía las manos esposadas y zapatos puestos. El cadáver, sin embargo, fue encontrado sin esposas y sin zapatos.

El fiscal general Tarek William Saab dijo que el cuerpo presentaba fracturas en las extremidades, incluidos los brazos, pero esto no aparece registrado en el primer certificado de defunción.

“Albán murió mientras estaba bajo la custodia de las autoridades del Sebin, lo que también implica una presunción de responsabilidad del Estado. Sobre la base de la investigación realizada en el caso, la misión tiene fuertes reservas acerca de la calificación de suicidio en relación con la muerte del señor Albán, y tiene motivos razonables para creer que funcionarios públicos estuvieron involucrados en su muerte, lo que equivale a una privación arbitraria de la vida”, concluye la Misión de la ONU en su informe divulgado en septiembre de 2020.

Meses después, el 1ro de mayo de 2021, Saab cambió nuevamente la narrativa: dijo que la Fiscalía solicitó orden de aprehensión contra los dos funcionarios del Sebin que custodiaban al concejal, por los delitos de homicidio culposo, quebrantamiento de normas de custodia, agavillamiento y favorecimiento de fuga de detenido. “En su momento se imputó el delito de quebrantamiento de normas de custodia. El Ministerio Público solicitó la nulidad por observar violaciones de garantías constitucionales”, agregó.

—Lo mataron, lo mataron —dice Meudy—. No se lanzó ni lo lanzaron: eso lo dijeron porque fue lo primero que se les ocurrió. Una explicación que, por cierto, suelen dar las dictaduras que matan a los presos políticos. Varios miembros de Primero Justicia dijeron que a Fernando lo torturaron con electricidad y lo asfixiaron. Sé que circularon unas fotos en las que su cuerpo aparece lleno de morados, pero yo no las vi, no quise verlas.

Ya era demasiado tener otra certeza: que su esposo fue sometido a torturas físicas antes de asesinarlo. 

La conclusión de la Misión de la ONU le devolvió las esperanzas de encontrar justicia. También el saber que la CPI podría iniciar una investigación por delitos de lesa humanidad.

Pero hoy Meudy está triste. Por eso su voz suena tan apagada. Es que estos han sido otros días latosos.

Braco, el perro que tanto quiso Fernando Albán, acaba de morir.

—Le habíamos pedido a unas personas allegadas que cuidaran a Braco. Estábamos pendientes de él, de que no le faltara nada. Pero se enfermó. Lo llevaron al veterinario y lo que tenía era grave, no se iba a recuperar. Nos dieron la opción de ponerlo a dormir. No habíamos tomado la decisión cuando nos dijeron que ya se había muerto.

La voz parece quebrarse. 

—Yo era la que le ponía más carácter a Braco. Todos lo tenían demasiado consentido. Cuando nos vinimos para acá, Braco hasta dormía con Fernando. Ahora se murió… Mi papá se murió el año pasado también. De un infarto, así de pronto. A veces siento que se me están muriendo todos mis seres queridos. Que ando sobrellevando muerte tras muerte. Eso pensé hace días y después me sentí mal y le pedí perdón a Dios. Me sentí mal porque sé que hay personas que están peor que yo y sin embargo salen a flote, ¿por qué yo no voy a salir?

Esta historia forma parte del libro Ahora van a conocer al diablo, editado por Oscar Medina y publicado por la Editorial Dahbar en septiembre de 2021. 

Erick Lezama

Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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