Perder el hogar. Sobre eso trata este testimonio de la periodista venezolana Ileana García Mora. Residenciada en Ciudad de México, salió de su apartamento la mañana del 19 de septiembre. Ese día, de resonancias trágicas para los mexicanos, un terremoto acabó con la vida de más de 300 personas, y con la casa de muchos más que, como ella y su esposo, debieron arriesgarse a rescatar sus pertenencias sin saber si la tierra volvería a crujir.
Fotos: Lord Comepiña / Gerardo Alvarez
A las 7:45 am del martes 19 de septiembre salí de mi departamento rumbo al trabajo, como todos los días. Me levanté del lado derecho de la cama. Desde la noche anterior, había seleccionado la ropa; algo cómodo porque ese 19 de septiembre, como se hace cada año, tendríamos el macro simulacro nacional de sismo, en honor a que se cumplían 32 años del terremoto de 1985, que arrasó con buena parte de la Ciudad de México. Me puse un pantalón negro, una blusa amarilla que tiene un cinturón marrón y unos botines café que combinaban. La cartera era negra, la misma que usé el día anterior.
Mientras me vestía, puse una arepa pequeña en el budare, que luego me comí dentro del cuarto para no despertar a nuestra amiga Luz Mely, quien se estaba quedando en la sala de la casa.
Al terminar de comer, hice lo de siempre: me cepillé los dientes, me puse perfume, le di un beso a mi esposo, tomé las llaves del porta-llaveros del Cerro Ávila que nos regaló la tía Nidia, marqué el elevador que en breve llegó al piso 8, me vi en el espejo y salí del edificio número 39 en la calle Dinamarca.
Y nunca más regresé a mi departamento.
Como estaba previsto, a las 11:00 de la mañana sonó la alerta sísmica. Dos compañeros editores y yo habíamos terminado una reunión sobre una nueva herramienta de e-marketing en el piso 6. Luego, en el 8, el piso donde trabajo, apenas nos dio chance de darle un estatus de aquella reunión a nuestra coordinadora cuando los brigadistas de seguridad, colaboradores de la empresa cumpliendo ese rol, nos pedían replegarnos en las paredes.
Recostados, conversábamos entre nosotros sobre la cultura sísmica en México, la preparación que hay en torno a cómo actuar al momento de un sismo y la calma, tan preciada y difícil de alcanzar para algunas personas en momentos de angustias, como lo es un sismo de verdad-verdad… En dos filas indias caminamos hacia las escaleras de emergencia, donde nos conseguimos con decenas de personas en la misma situación, descendiendo desde el piso 17 hasta planta baja. Vi tanta gente aglomerada en el estrecho pasillo, que pensé: “Si viniera un verdadero sismo y todos los que estamos aquí tuviéramos que evacuar el edificio, la situación sería muy distinta”.
Salí y noté la claridad del día. En la fachada del edificio habían puesto un letrero que decía “Hay simulacro”.
Cerca de hora y media después, habría sismo.
No hubo alerta. Solo la sacudida inequívoca de un temblor fuerte.
Estaba tecleando un correo cuando sentí que mi escritorio vibraba.
Le pregunté a Bernardo, mi compañero:
–¿Está temblando? ¿Está temblando?
–Sí, Ile, ven.
Y nos replegamos en la pared de seguridad, la misma en donde habíamos practicado unas horas antes.
Mientras el piso seguía moviéndose, y yo creo que iba agarrada del brazo de alguien, llegamos a la pared desde donde vi abrirse mis cajones, batirse las puertas de la oficina 828 y sacar personas en estado de nervios. Por la prisa, dejé mi celular y los lentes en mi escritorio. Algo dije al respecto y Nachelt, una compañera de trabajo, los fue a buscar. Cuando me los entregó, me abrazó y me recargué sobre ella. No aguantaba mi propio peso.
Alguien tomó mi mano izquierda. Era mi gerente que me hablaba, me decía que el edificio era de máxima seguridad, que no iba a pasar nada. Respira, respira. Las piernas se me doblaron, no opuse resistencia y terminé agachada, en cuclillas, como si esa posición pudiera protegerme de mí misma.
Ya más segura, tomé el celular y, antes de enviar la primera nota de voz, oí la de Gerardo, mi esposo, quien me decía que estaba temblando horrible. Él estaba en el supermercado de la esquina, comprando algo para hacer el almuerzo en casa, con Luz Mely. El temblor lo tomó por sorpresa mientras, apenas, tomaba una lechuga.
–No sé nada de Luz Mely.
–Coño.
Los brigadistas nos hicieron caminar hacia el pasillo más cercano a las escaleras de emergencia. Ahí nos estacionamos. No tenía señal para seguir en comunicación con Gerardo. Me llamó mi hermana, mi tía, mi mamá, y no entraban las llamadas. Me llamaba Gerardo y no caía la llamada.
Minutos después me llegó una nota de voz:
–No tienes idea de cómo está el edificio.
Al rato entró una foto.
Salí de la oficina. Bajé por el elevador y, al salir a la calle nuevamente, observé las primeras evidencias del caos: fuerte tráfico, gente evacuada por el temblor, gente en las esquinas, gente en toda la calle, camiones llenos de personas desesperadas por comunicarse con sus familiares.
Tomé el primero de los dos autobuses que suelo tomar para llegar de mi trabajo a la casa. Vi cómo comenzaba a llenarse a medida que avanzábamos. Al tomar el segundo, entró una llamada de Gerardo, desde el piso 8 de nuestro edificio.
Al momento pensé que, si había subido, quizá no era tan grave lo ocurrido. Pero ese pensamiento se fue al oír, con voz temblorosa, lo que tenía que decirme: que nuestro departamento era un desastre, que todas nuestras pertenencias estaban en el piso. Le dije dos cosas: una, que todo lo material se recupera; dos:
–¡Baja de ahí ya!
Caminé más de 30 minutos para llegar a casa, igual que cientos de personas aglomeradas en las calles de Paseo de la Reforma. Al llegar, vi a Gerardo sentado en la acera, con un bolso azul con negro. Era nuestro bolso de seguridad.
No podía recordar qué ropa había guardado ahí. Lo habíamos hecho hacía tanto tiempo que olvidé por completo su contenido, aún habiéndolo reforzado en la madrugada del 7 de septiembre, en el primer terremoto.
Esa noche, cuando hubo el primer temblor de 8.2 con epicentro en Chiapas, bajé a planta sin el fulano bolso. Pero esa misma madrugada, cuando regresamos al departamento, confiando en que el edificio no había sufrido daños, colocamos el bolso de seguridad cerca de la entrada. Supongo que fue fácil verlo cuando Gerardo subió a buscarlo.
Minutos después vi llegar a Luz Mely a la cuadra en donde estábamos. Cuando le pregunté que cómo había sentido el terremoto en el piso 8 del edificio, me respondió que había sido horrible, y que bajó las escaleras agarrada de la mano del hijo del conserje. Pero que en el piso 4 tuvo una sensación de inestabilidad general y apuró el paso para salir a la calle.
El edificio lucía raramente entero: de pie, un rectángulo de 9 pisos, pero con escombros en el suelo. Al fondo se veía un calentador de agua tirado en el piso, entre cientos de piedras. Las escaleras estaban aparentemente bien, pero la sensación era que el edificio, que dejaba escuchar un raro crujido, podía caerse en cualquier momento. Protección Civil había ido antes de que yo llegara y su recomendación fue enfática: “Que nadie suba”. Pero Paco, mi vecino de enfrente en el piso 8; Emerson, el chamo del 6, y Gerardo, decidieron subir a buscar más cosas, lo que pudieran. Yo me quedé con Luz Mely cuidando el bolso de seguridad. Mientras ellos tres subían, yo rezaba para que bajaran.
Me acerqué al edificio. Luz Mely me decía que nos alejáramos, pero yo no quería moverme. Ahí tenía una visión más precisa de las escaleras, que era por donde tendrían que bajar ellos. También tuve una visión del fondo de calle y desde allá vi que se acercaban 6, 7, 8, 9 tanques de la Policía Federal a gran velocidad. Su paso no solo estremeció el asfalto. Todo comenzó a vibrar. No sabíamos el verdadero estado del edificio pero, sin ser ingeniero, cualquiera podía concluir que aquella vibración podía hacerlo colapsar. Comencé a gritar hacia adentro. Segundos después vi a Paco, luego a Emerson.
–¡¿Y dónde está Gerardo?!
–Aquí viene.
Gerardo venía bajando con una computadora en la mano, un bolso en los hombros y otro al frente con algunas cosas, incluyendo dos fotos de nuestras abuelas, mis vitaminas y el pasaporte, los lentes y la computadora de Luz Mely.
–Nunca encontré tu computadora, Ile.
Fue lo que pudimos sacar.
En el bolso de seguridad teníamos lo importante: pasaportes, formas migratorias y algo de dinero. Nunca pensé que el bolso de seguridad sería lo único que conservaría de mis pertenencias. Al menos así fue por más de una semana.
Recibimos un mensaje de nuestro amigo Fredyc, y al rato, otro de su novia, Sharay. Ambos nos decían lo mismo: que nos fuéramos a su casa a estar el tiempo que necesitáramos.
Y así lo hicimos: caminamos con lo poco que teníamos hacia Paseo de la Reforma y, entre ambulancias, sirenas y el espanto de las personas, tomamos un taxi rumbo a la Calle Lerdo, número 17, en donde pasamos 12 noches enteras.
Al llegar a la casa de nuestros amigos, el televisor estaba encendido en un canal de noticias. Hasta ese momento, ya en la tarde-noche, fue cuando pude conocer la dimensión de la tragedia: edificios colapsados y cientos de almas atrapadas, muertos, zonas muy cercanas en donde el desastre solo tenía un precedente: 19 de septiembre de 1985.
Mirar la pantalla hacía que habernos quedado sin casa, de un día para el otro, se hiciera un hecho cada vez más insignificante.
Y lo era, porque más de 300 personas murieron ese día.
Los días siguientes al sismo, nos debatimos entre si creerle a los especialistas del Colegio de Ingenieros de México y de Protección Civil, que hablaban del altísimo riesgo de subir a nuestro edificio, o a los otros, expertos en estructuras inmobiliarias, que indicaban que sí podíamos rescatar nuestras pertenencias. Eso sí, no podíamos subir todos a la vez. El terremoto había ocasionado daños en las escaleras, único medio para subir y bajar.
Mientras tanto, nos dedicamos a la búsqueda de un nuevo departamento. Desde el primer día, las autoridades habían declarado nuestro edificio como «inhabitable», lo que implicaba reubicarnos lo más pronto posible: 44 edificios habían colapsado en la Ciudad de México, y otros 1.500, como el nuestro, quedaron en alto riesgo de caer. Eran pues, cientos de familias buscando departamento, igual que nosotros.
Para el rescate de las pertenencias, los habitantes del edificio organizaron un cronograma para que cada apartamento tuviera dos horas para hacerlo, piso a piso. Y así lo hicimos: Gerardo y nuestro amigo Richard subieron hasta el piso 8 y lograron sacar gran parte de las pertenencias acumuladas en tres años de vida en México.
La búsqueda de apartamento fue cuestión de suerte: después de recorrer muchas calles y nuevas colonias, conseguimos un nuevo espacio. Es desde allí que escribo, teniendo a la vista el bolso de seguridad. Ahí están nuestros pasaportes. No son más importantes que la vida, es cierto. Pero es allí donde dice que somos venezolanos.