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Por primera vez dejó de sentirse incongruente

Erick Lezama | 28 jun 2023 |
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Siempre se sintió encarnando una gran contradicción por ser homosexual y estar en una iglesia evangélica. Era la pieza que no encajaba en el rompecabezas. Durante mucho tiempo quiso cambiar, pero el proceso se tornó intenso y doloroso, y desistió. “Inténtalo una vez más”, le pidieron los pastores hace un año, el 28 de junio de 2022, el Día Internacional del Orgullo LGBT.

ILUSTRACIONES: LUCAS GARCÍA

—Tuve una conversación muy franca con Dios en la que le dije: “Señor, a mí me han dicho que está mal ser así como yo soy… Y si pudiera escoger no serlo, no lo sería, pero lo soy, y no lo he podido cambiar. He escuchado que tú me puedes cambiar y no sé cómo puede ser eso posible, pero lo que haya que hacer yo lo voy a hacer”. 

Buscando paz y sosiego, Eudomar Chacón volvía ese día a congregarse en una iglesia evangélica. Cuando lo conocí en la universidad en la que estudiamos, él me contó que era ateo. Pero después supe que no era cierto. Lo que sucedía era que en ese tiempo él estaba peleado con la religión porque sentía que ser homosexual y, a la vez, creer en Dios, era tan imposible como mezclar agua con aceite. Convencido de que encarnaba una gran incongruencia, había resuelto asumir su orientación sexual poniendo la creencia a un lado.

Eudomar creció en La Grita, un pueblo creyente, que alberga, en uno de sus templos, al Santo Cristo de La Grita, una preciosa imagen que tiene miles de devotos en el país. Dicen que su procesión es una de las más largas y multitudinarias de Latinoamérica. Eudomar tenía un primo sacerdote, a quien todos en la familia respetaban mucho por su investidura. Y quizá por todo esto, durante su niñez, comenzó a decir que él quería ser cura. Incluso, le pedía a sus padres que lo inscribieran en el seminario antes de ir al liceo, pero ellos le respondían que esa decisión la debía tomar luego, porque todavía estaba muy pequeño.

En algún momento de la adolescencia sus intereses cambiaron. Se distanció del catolicismo y se acercó al protestantismo, gracias a las prédicas evangélicas que le compartía su único hermano, quien vivía en Caracas. Ahora su aspiración era estudiar una carrera, para lo cual debía irse del pueblo, donde no había más que una alternativa en una universidad que a él no le llamaba la atención. 

Al graduarse de bachiller, logró un cupo para comunicación social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Y en 2009, a los 16 años, se vino a Caracas a vivir con su hermano mientras estudiaba. 

Lejos de su mundo conocido, pronto se dio cuenta de por qué siempre se había sentido tan distinto a los demás jóvenes de La Grita: lo que sucedía era que a él le atraían los hombres. Apenas se percató de ello, comenzó a sentirse un poco culpable porque había escuchado que la Biblia dice que los homosexuales tienen como destino el infierno, porque son pecadores.

Entonces abandonó el grupo evangélico al que recién había comenzado a asistir con su hermano. Y este, días después, sospechando que algo ocurría, revisó el celular de Eudomar y descubrió unos mensajes que revelaban que era gay. 

Hubo llantos, reproches. Y una incómoda reunión familiar en la que los padres y el hermano le pidieron a Eudomar que regresara a La Grita, porque, según le dijeron, a su parecer, lo que ocurría era que una ciudad tan grande lo estaba afectando. Él se negó. Y ellos entendieron. 

No fue que lo aceptaron a partir de entonces, pero no se habló más del tema. Y aunque el asunto no pasó a mayores, siempre recordaría que, desesperado, al sentirse descubierto, camino a aquella reunión, pensó que era mejor dejar de vivir. 

Pero no lo intentó. 

Eso vino después. 

—Después… después de que llegué a la iglesia, el 12 de enero de 2014, a mis 21 años, comencé un proceso muy bello, de paz, pero que luego fue muy doloroso —me cuenta ahora, un día mayo de 2023, mientras conversamos en un café.

Estamos hablando de una iglesia enorme, compuesta por más de 1 mil personas, que funcionaba con una estructura jerárquica: había un apóstol —que se encargaba de supervisar varias iglesias—, pastores principales, un equipo pastoral, un equipo de líderes, un equipo de servidores y los fieles, esos que van cada domingo a los servicios. 

—Yo era parte de los líderes. Allí crecí mucho en liderazgo, tanto que terminé siendo el coordinador de artes de la iglesia. 

A Eudomar siempre le han gustado las artes. En La Grita, estudió teoría y solfeo y clarinete; y en la UCV formó parte del orfeón universitario. Más adelante, también fue descubriendo que le gustaba actuar, y se inscribió en una escuela de teatro musical. Aunque ejercía su carrera, ya pensaba hacerse un lugar en los escenarios. De allí que era natural que pusiera su talento y sus conocimientos al servicio de la iglesia. Y le daba gusto hacerlo. 

Pero, por otro lado, se sentía un tanto presionado. En la iglesia es habitual que los jóvenes se apresuren a formar una familia: en poco tiempo se conocen, se hacen novios, se casan, tienen hijos. Los amigos de Eudomar, contemporáneos con él, comenzaron a contraer nupcias uno tras otro. Iba a bodas cada mes, cada dos meses. Y en cada celebración, alguien se le acercaba: “¿Y tú, Eudomar, para cuándo?”.

—Y yo sabía que no me podía casar porque, en el fondo, no me habían dejado de atraer los hombres. 

No, a pesar de la oración constante. 

No, a pesar de la abstinencia que se impuso. 

No, a pesar de que comenzó, con genuino interés, un noviazgo con una chica que llegó a la iglesia un domingo. La quiso, pero era un amor distinto al que se necesita para pensar en hacer un hogar. Y se sentía culpable, demasiado culpable. Una vez, unos conocidos de la iglesia le regalaron unos anillos para que procediera con el matrimonio. 

“¿Para cuándo lo va a dejar?”, le preguntaban. 

Harto, cada vez más presionado, volvió a pensar en el suicidio como una vía de escape.

Ya entonces los pastores —una pareja de esposos jovencísimos, menores de 30 años— se habían convertido en figuras centrales de su vida. Los quería como a unos padres. Ellos asumieron ese papel: lo aconsejaban, lo guiaban hacia “el camino del bien”, opinaban sobre sus decisiones personales: lo supervisaban constantemente. 

—Ella, la que está en la mesa de allá, es la pastora, la esposa del pastor —me dice ahora, refiriéndose a una muchacha que está a unas cuantas mesas de la nuestra, y a quien saludó afectuosamente hace un rato cuando llegamos.

Le insisto a Eudomar que podemos irnos a hablar a otro lado, porque imagino que la presencia de ella aquí le incomoda, pero me dice que no:

—No, no, vamos a quedarnos aquí. Quizá es una señal de algo que ella esté ahí mientras hablo de todo esto. 

—La liga se estira, se estira, se estira… hasta que se rompe. 

Eudomar usa esta metáfora para comenzar a narrar eso que pasó. 

El pastor le decía que tuviera paciencia, que no abandonara la oración, y era alguien cercano: lo escuchaba, y tanto él como su esposa estaban cuando los necesitaba. 

A finales de 2019 decidió ponerle fin a la relación con la chica. Lo cual, contrario a lo que pensaba, no le quitó esa sensación de sentirse una muy mala persona. Ella, que también se había ilusionado con la idea del matrimonio porque daba por sentado que era el paso que venía, andaba triste, llorando. Y algunos miembros de la iglesia se acercaron a él para increparlo.

—Ya el pastor sabía lo que me ocurría, pero la pastora no. Entonces le conté la verdadera razón por la que dejé a la chica, y ella me entendió, pero también me dijo que eso era por andar exponiéndome a espacios que no son sanos. Se refería a mis espacios artísticos: mi trabajo de entonces, que era en una productora musical; y la escuela de teatro musical en la que estaba estudiando. Después me pidieron que dejara todo, que solo me dedicara a la iglesia, pero yo no estuve dispuesto. 

En este punto, él más bien quería irse, huir, volver a La Grita si era necesario. 

La liga, ya muy estirada, se estaba rompiendo.

—En enero de 2020, tenía pensamientos muy vívidos, intrusivos, en los que creía que lo mejor era dejar de vivir. Estaba decidido a saltar al vacío para acabar con todo. Pero a punto de hacerlo, me frenó una idea que me vino a la cabeza: si lo iba a hacer, debía primero, al menos, despedirme de la gente que me amaba. Escribiéndole a amigos y familiares, recordando momentos con ellos, fui sintiendo un poco de paz. Y al final me dije que, amando tanto, y siendo tan amado, no debía tener un final así. Y no lo hice. Pero algo cambió: por primera vez, me acepté. Y entendí que Dios me aceptaba también. Es la primera vez que dejo de sentirme incongruente. 

Pero en la iglesia siguió siendo la pieza que no encajaba en el rompecabezas. 

En 2022, bajo la consigna de “redimir las artes”, los pastores le pidieron a Eudomar que, con el equipo de actuación, danza y canto de la iglesia, montara El arca de Noé, una obra de teatro musical que él había dirigido un tiempo atrás. Como ya tenía experiencia en montajes de alto nivel fuera de la iglesia, se propuso hacerlo profesionalmente. Asumió el rol de director, pero en el proceso se dio cuenta de que eran unos zapatos que le estaban quedando grande.

—Entonces llamé a un amigo que ha dirigido teatro, para que me ayudara. 

Al pastor no le agradó la presencia de ese amigo, a quien llamaremos Saúl.

—Me preguntó: “¿Cómo vas a traer a esa persona aquí, a dirigirnos? ¿Cómo que él nos va a enseñar a nosotros? No quiero que él vuelva para acá”. Y en ese momento, me pregunté: ¿pero qué hago aquí? Yo nunca había pensado que la iglesia era un mal lugar, pero comencé a pensar que sí. Porque eso que estaban diciendo de mi amigo, de algún modo me lo estaban diciendo a mí también. Si el que entró el 12 de enero de 2014 por esa puerta hubiese sido Saúl, no lo hubiesen aceptado… solo porque a él se le nota más que a mí que es homosexual. Solo porque es afeminado. Lloré, lloré mucho. Era el 17 de mayo de 2022. Al llegar a mi casa, me di cuenta de que paradójicamente ese era el Día Internacional contra la Homofobia, y pensé: qué arrecho que me esté pasando esto justo hoy. 

Estuvo a punto de abandonar El arca.

Pero, después de meditarlo, decidió seguir adelante con el montaje porque ya había mucha gente entusiasmada con el proyecto; y porque el pastor le habló para decirle que se había equivocado: que Saúl sí podía ir a ayudarlo con la dirección. 

Aunque en verdad nunca lo toleró, y poco tiempo después, los pastores convocaron a Eudomar a una nueva reunión, que se llevó a cabo el 28 de junio, justo el Día Internacional del Orgullo LGBT. 

No hablarían de Saúl, sino de él. 

“No eres discreto”. 

“No te importa lo que la gente diga de ti”. 

“Te vistes distinto”.

—Y yo les dije: “No voy a cambiar, porque a mí todo esto me ha hecho daño”. Y ella, la pastora, me preguntó: “¿Tú me amas?”. Le respondí que sí, y entonces me dijo: “Si me amas, inténtalo otra vez más”. 

Intentar cambiar, intentar ser otro. 

—En la noche, llorando, veía a amigos en las redes expresando que se sentían orgullosos de ser quienes eran, y sentí que yo quería hacer lo mismo. 

Lo que la pastora le propuso fue otro estirón a la liga, cada vez más frágil.

—Que una persona que abracé como mi mamá me pidiera que intentara algo que no iba a tener un buen final hizo que volviera a sentirme como una terrible persona, como una estafa de ser humano. Volví a intentar quitarme la vida. Saltar al vacío. Pero en el instante que lo iba a hacer creo que estaba tan tenso que me desplomé. Todo se me ennegreció y perdí la conciencia, no sé por cuánto tiempo.

Cuando volví en mí, decidí que me iba de la iglesia.

El arca de Noé se presentó, a casa llena, en un teatro de Caracas. En principio, sería una sola función, pero el coordinador de la sala le pidió que la repitiera un par de veces más. El domingo siguiente a la última función, le entregó al pastor una carta que escribió para despedirse de él, de su esposa, de la iglesia toda.

No esperó a que la leyeran: se fue. 

—Ellos después me comenzaron a decir que les dolía mucho. Que querían hablar conmigo. Yo, por los años de amistad, fui para darle un cierre a esa etapa de mi vida. Me dijeron que era la peor decisión que había tomado. Y yo les dije: “No vamos a llegar a un punto de encuentro: ustedes quieren que cambie, pero yo no quiero cambiar —no es que no pueda, es que no quiero cambiar—. A ustedes les incomoda eso, entiendo, y a mí me incomoda que ustedes me quieran cambiar”. 

Ellos insistieron, insistieron, pero él se mantuvo firme en su decisión. Lo que vino después fue un par de veces que acudió a la iglesia como un fiel más. La gente le preguntaba que por qué andaba tan ausente, que qué le pasaba, que cómo estaba. Sintiéndose muy extraño, decidió finalmente no ir más.

Cuando salimos del café, Eudomar fue a despedirse de la pastora. Ella lo notó inquieto. “No te pongas nervioso”, le dijo. Lo abrazó, y le pidió que le escribiera luego, que estuviera tranquilo.

—Para mí no existen las casualidades —me dice cuando se dirige de nuevo a mí y comenzamos a caminar—. Creo que tenía que encontrármela para contar esta historia. Para dejar todo atrás. 

Erick Lezama

Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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