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Quítenme esas marcas feas de la cara

Feb 22, 2020

Era una bebé de meses cuando la periodista Norma Rivas sufrió severas quemaduras en su rostro y otras partes de su cuerpo.  Con las cicatrices de aquel accidente vinieron una infancia y juventud de burlas. Y a medida que crecía se empequeñecía su autoestima. En este texto, finalista de la segunda edición del concurso Lo mejor de nos, cuenta cómo logró sanar su alma. 

Fotografías: Álbum Familiar

 

 

El día que entré al archivo fotográfico de Últimas Noticias, en la antigua sede de la avenida Panteón del centro de Caracas, no lo hice con pasos firmes. Estaba asustada. Dudosa de entrar. No podía retroceder porque detrás de mí caminaba mi gran amigo Gustavo Frisneda, fotógrafo con quien cubría la fuente Comunidad en ese diario. Él me conducía hasta allá. 

—Es hora de sanar el alma —me dijo mientras entrábamos. 

Pidió la edición del 5 de enero de 1963. Así me pondría cara a cara ante al dolor. 

Era 2009. Habían pasado 23 años desde que Sonia Conde, la psicóloga que me atendió en la universidad, me recomendó ir a la hemeroteca y buscar la noticia sobre el accidente doméstico que me causó cicatrices físicas y emocionales. Durante mucho tiempo, evadí hacerlo. Había crecido escuchando la versión de mis familiares y no sentía curiosidad por saber más. Me daba susto leer lo que ya sabía, pero revisar esa nota era una tarea terapéutica sin fecha de vencimiento.

Pusimos en la amplia mesa la carpeta gruesa llena de ejemplares amarillentos que nos entregaron. En la página 3 de aquella edición encontré las notas de sucesos. En la parte superior izquierda, leí: “Graves quemaduras sufrió menorcita de diez meses de edad”. 

Como no se podía fotocopiar ese material, mi amigo le hizo fotos.

En ese momento, solo leí el titular. Preferí detenerme en el texto cuando estuviera sola. Cuando lo hice, me impactó ver mi nombre completo. Lloré ante aquel relato. Al fin pude romper esa barrera de resistencia que me había creado. Y sentí alivio. 

El 4 de enero de 1963 era un día como cualquier otro. Mi papá salió de madrugada a trabajar. Manejaba un autobús por varias rutas de Caracas. Mi mamá, con siete meses de embarazo y cinco niños menores de 5 años, se quedó en casa, un rancho de tabla, ubicado en la calle La Línea del barrio San Antonio de El Valle, en el sur de Caracas.  Yo era la más pequeña; tenía 11 meses de nacida.

Al mediodía, después de alimentarme y acostarme boca arriba, cubrió la cuna con un mosquitero blanco de tul para protegerme de los zancudos. Dejó a mis hermanos —de 5, 4, 3 y 2 años— jugando en el piso y salió al patio, donde quedaba el baño, para ducharse. 

Mientras mi mamá se echaba el champú, mis hermanos inquietos tomaron una caja de fósforos y comenzaron jugar a la “candelita”. Uno de ellos prendió una vela y la acercó al tul, que en segundos agarró candela. Se derretía, me caía encima. Quizá asustados por el humo y mi llanto, tres de ellos se metieron debajo de la cama y el otro fue a buscar a mi tía Carmen, que vivía al lado de la casa, para que me sacara de la cuna.  

Al percatarse de mis gritos, mi mamá salió del baño corriendo, entró a la casa y me vio en brazos de mi hermano José Manuel, de 5 años. Él estaba sin camisa. La piel de mis cachetes se desprendía y se pegaba a su barriga. 

Mi madre se quedó paralizada. 

Fue mi tía Carmen quien entró a la casa y me arrancó de los brazos de mi hermano. 

—Yo la llevo al hospital —dijo.

Salió corriendo de la casa, paró al primer carro que pasaba por el lugar y pidió que nos llevaran al Hospital Periférico de Coche, que quedaba a unos 5 kilómetros de donde vivíamos. Más atrás llegó mi mamá, llorando, descalza, despeinada, con champú en el cabello y una bata rota que dejaba ver su vientre redondo. Al principio, no la dejaron entrar porque la confundieron con una indigente. Luego unas vecinas, que también corrieron al centro médico al enterarse de lo sucedido, le llevaron ropa para que se arreglara.

En el hospital estaban unos periodistas que, al saber de mi ingreso, abordaron a mi madre con preguntas que parecían más bien acusaciones: “¿Por qué la quería matar?”, “¿Por qué quemó a la niña?”, “¿Cómo pudo descuidar a esos niños?” 

En la nota que publicó Últimas Noticias decía: “En un descuido de su mamá, sus hermanitos dieron fuego al colchón donde dormía”. Leer esa injusta acusación contra mi madre me hizo llorar. Ella por años odió a los periodistas. No podía imaginarse que yo terminaría siendo periodista.

Estuve hospitalizada varias semanas mientras cicatrizaban las quemaduras de segundo y tercer grado que me dejaron marcas en la cara, un brazo y mi pierna izquierda. Los médicos recomendaron a mi madre llevarme al Servicio de Cirugía Plástica de algún hospital cuando cumpliera 10 años de edad.

 

En 1965, cuando tenía 3 años, el Gobierno de Raúl Leoni reubicó a las familias del barrio San Antonio de El Valle en el sector Las Terrazas de Carapita, en Antímano. Allí nos mudamos. Y en los años siguientes nacieron cinco hermanos más. 

A los 7 años, comencé el 1er grado en la Escuela Municipal Tula Amitersarove, ubicada en el sector El Caballo de Carapita. Mis compañeros se burlaban de mí por mis marcas. Y, mientras lidiaba con eso, sucedió que mi padre falleció de diabetes. Mi mamá, viuda, con 10 hijos menores de 12 años, salió a la calle a lavar y planchar para tener cómo criarnos.

Mi mamá iba todos los días a pedirles a los maestros que hablaran con mis compañeros, que dejaran ya de rechazarme. Yo lloraba, no quería ir a la escuela y no dejaba de hacerme las mismas preguntas: “¿Por qué me pasó eso a mí?”, “¿Por qué son tan malos?”, “¿Por qué se burlan de mis cicatrices?” 

Pero las mofas no paraban. Estaba en tercer grado cuando un día, uno de mis hermanos, casi le saca el ojo con un lápiz a la compañerita que lideraba el acoso del que yo estaba siendo víctima. Por eso casi lo expulsan. 

Me cambiaron a la escuela nacional Mercedes Limardo, en Antímano, con la esperanza de que allí las cosas fueran distintas. Pero la historia continuó. Me decían “anormal”, “cara quemada”, “monstro de la laguna negra”, “Roda”, apodos de horrendos personajes de los programas que se veían en la televisión de la década de los 70. Repetí cuarto y quinto grado por inasistencia, faltaba a clases, inventaba dolores de cabeza y de las piernas.  No quería estar con gente que me trataba mal. 

Durante mi infancia y adolescencia, tuve pocos amigos en mi barrio. En la escuela muchos se me acercaban con extrañeza: indagaban en el origen de mis cicatrices y luego dejaban de hablarme. Eso me causó tanto malestar que comencé a insultar a quien me preguntaba el motivo de mi cara quemada. Así las cosas, crecí con baja autoestima: no me gustaba tomarme fotos, no hablaba en público, no iba a fiestas. 

En bachillerato fue igual. Me deprimía cuando me decían “chuleta quemada”. Sin darme cuenta, conseguí el método para salir adelante: me enfoqué en estudiar más para hacer sola los trabajos que eran en grupos. Mi mamá se dio cuenta de que el pasar tantas horas entre libros me hacía olvidar mi tragedia y me permitía eximir mis materias. Por eso no me dejaba hacer los oficios de la casa: solo fregaba los platos. 

En 1981, con 20 años y un buen promedio de notas, llegué a la Escuela de Idiomas Modernos de la Universidad Central de Venezuela, pero a los tres años deserté: en todo ese tiempo no pasé del 1er semestre de inglés. Y la verdad es que lamenté haber abandonado porque por primera vez había conseguido la aceptación y el cariño de un salón completo. Todavía mantengo amistades de aquella época. 

Antes de retirarme, mientras intentaba avanzar en Idiomas Modernos, fui a la Organización de Bienestar Estudiantil (OBE) para que me aplicaran exámenes psicotécnicos para saber en qué carreras sí podía tener un buen desempeño. Estaba frustrada. Sonia Conde, la psicóloga que me atendió, me dijo, luego de ver los resultados de esas pruebas, que Comunicación Social y Trabajo Social eran profesiones en las que podía ayudar a la gente.  

—Voy a estudiar las dos carreras —le dije. 

Tenía la certeza de que, gracias a mis excelentes calificaciones de bachillerato, iba a poder tener la oportunidad de volver a entrar a la UCV.  Y así fue: guardo como un tesoro los dos listados publicados en Últimas Noticias con los cupos asignados en 1984 para Comunicación Social y en 1990 para Trabajo Social.  

A los 23 años, en el primer semestre de 1985, entré a la Escuela de Comunicación Social. Soñaba con encontrar buenos compañeros de clases, como en Idiomas Modernos. Pero mi contentura se esfumó el primer día. Nos mandaron a sentarnos en círculo. No me gustó la forma cómo me miraban algunos. Me percaté de que varios arrugaron la cara cuando en la ronda de presentación dije que vivía en Carapita, Antímano, zona popular con fallas de servicios públicos y problemas de inseguridad.

En la noche, en mi casa, me preguntaba si eran ideas mías o si el rechazo que percibí era real. 

A los pocos días, una de esas compañeras despejó mi duda.  

—¿Qué haces aquí si esta Escuela es para mujeres bellas? —me preguntó.

En su cabeza no cabía la idea de que una persona como yo, con dientes imperfectos, cicatrices en la cara y las cejas pobladas estudiara Comunicación Social. No le respondí. Entré al salón y me senté. 

Esa odiosa pregunta no me dejó dormir aquella noche. Reviví en imágenes la película de mi vida. Recordé lo que me contaron sobre el accidente, recordé todo lo que había vivido durante primaria y secundaria, y pensé en no regresar a la próxima clase.  

A los días fui a la OBE, esta vez a pedir ayuda. Sonia Conde me recibió de nuevo. Me senté frente a ella y empecé a llorar. Le conté en detalle el rechazo que percibía.  

—¿Vas a tirar la toalla ahora? —me preguntó la psicóloga—. ¡Llegaste a la universidad! Has superado muchas situaciones. Superaste las burlas en primaria, en el liceo. ¡Tú puedes! ¡No te retires!

Durante cuatro años, me dio la atención psicológica que no recibí en el pasado. Me facilitó herramientas para superar el daño emocional, la baja autoestima, la desconfianza en la gente y la rabia que arrastraba desde mi niñez. La OBE, además, me otorgó una beca para costear mis estudios. 

La psicóloga me asignó tres tareas para enfrentar mis traumas. La primera, leer el suceso de mi accidente publicado en Últimas Noticias. 

La segunda, acudir a un centro asistencial público en búsqueda de cirugías reconstructivas del rostro. Fui al Hospital Vargas; al Universitario de Caracas, a la Cruz Roja Venezolana: en todos me negaron la atención con la excusa de que en personas de piel morena las operaciones podrían generar queloides o lesiones que serían más prominentes.  

 

Me resigné a quedarme para siempre con las cicatrices. Pero en 1986, a mis 25 años, pedí una cita en el Hospital Miguel Pérez Carreño. En marzo de 1987 se presentó mi caso en una junta médica.

—Vengo porque la gente se burla de mí, me miran con lástima. Por favor, quítenme esas marcas feas de la cara —recuerdo que les dije nerviosa.

—Tranquila, mi niña, te vamos ayudar. Será un proceso largo y doloroso —me dijo Antonio Del Reguero, el médico adjunto del servicio de Cirugía Plástica.

Los cirujanos plásticos determinaron que tenía cicatrices no gruesas en mejillas y en el surco nasogeniano bilateral, comúnmente llamado “arruga de la risa”. Decidieron comenzar el proceso con cortes de los pequeños pliegues que me impedían abrir la boca. 

La primera operación fue el 23 de julio de 1987. Familiares y amigos se sorprendieron porque no me quitaron todas las cicatrices de una vez. Les expliqué que en la vida real las cirugías se llevaban su tiempo mientras que en las telenovelas la protagonista sale en un capítulo con la cara quemada y en el siguiente sin una marca.

 

A lo largo de 25 años me practicaron 8 cirugías. La mayoría del tratamiento fue ambulatorio. Planificaba con el doctor Del Reguero las cirugías para las vacaciones, primero las de la universidad y, después, las del trabajo. Fui sometida a expansores en ambos surcos nasogenianos, W-plastia, cicatriz infralabial, dermoabrasión y cuatro infiltraciones con Kenacort.

En 2013 me hicieron infiltración de gas carbónico en cara en tres fases: 10 de mayo, 2 de julio y 13 agosto. Ese año le dije adiós al bisturí porque esos procesos además de ser dolorosos requieren mucho tiempo y dinero, que yo no tenía. Me quedaron marcas y me adapté a ellas. Hoy puedo verme al espejo, tomarme fotografías y colgarlas en las redes sociales. He superado el terror a hablar en público: ahora dicto talleres de redacción de noticias a líderes comunitarios.  

La tercera tarea que me puso mi terapeuta debía cumplirla cuando fuese periodista. Tenía que hacer pública mi historia como un ejemplo de superación de las adversidades y del logro de metas. Después de 27 años la cumplí: el 3 de junio de 2013, en la página 3 de Últimas Noticias, le dediqué una cuartilla a mi vivencia personal.

Y hoy la cuento en La vida de nos.

Hace días fui a la Hemeroteca Nacional, pedí la edición de Últimas Noticias del 5 de enero de 1963 y con mi celular le tomé fotos a mi noticia para acompañar este relato. Se las mostré a tres de mis 74 sobrinos y les conté mi historia. Me di cuenta de que hablo sin dolor de lo que sufrí. Ya me curé el alma. 

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Caraqueña, periodista y trabajadora social, con 27 años cubriendo la fuente de comunidad. Trabajo en el portal web Crónica Uno con inmensas ganas de salir del diarismo para contar las historias de vida de la gente.

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