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Raquel no renuncia a su vocación médica

Julio Materano | 30 oct 2021 |
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Raquel Pinheiro es una anestesióloga venezolana. Luego de casi dos décadas trabajando en el Hospital Central Doctor Manuel Núñez Tovar de Maturín, estado Monagas, decidió migrar a la ciudad de Aveiro, en Portugal. Allí le tocó aceptar un puesto como personal de limpieza de un hotel. Ella es la protagonista de esta historia, ganadora de la 4ta edición del Premio Lo Mejor de Nos

Fotografías: Álbum Familiar

 

Corre el mes de junio de 2020 y el verano se acentúa. El día luce incierto en Aveiro, una ciudad del centro de Portugal, porque la peste de covid-19 —que suspendió la vida tal como se conocía— cobra ventaja. Las playas vacías, los negocios con sus puertas cerradas y los callejones despoblados muestran un panorama desolador. Afuera solo queda la devastación tras la pandemia que ha afectado a millones de personas en todo el mundo y que mantiene insomne al gremio médico.

Detrás de una puerta batiente de baño, Raquel Pinheiro restriega la que quizá sea la bañera número 20 de su jornada de trabajo. Es anestesióloga, con más de una década de experiencia en esa especialidad. Sin embargo, hace más de medio año trabaja como camarera en Monte Velho, un hotel cinco estrellas que funciona lento. 

Tal vez sea por su formación como médico que a Raquel le resulta difícil ignorar la emergencia a su alrededor. Sabe que bien podría estar en una unidad de cuidados intensivos asistiendo a enfermos críticos de covid-19. Sus manos hacen falta: en este momento se registran 81 infectados por cada 100 mil habitantes, más de 17 mil muertos y 1 millón de contagios. Una verdadera catástrofe para una nación de 10 millones de habitantes. Pero desde que migró de Venezuela no ha podido retomar su carrera. 

Falta poco para la 1:00 de la tarde y aún no se aproxima su descanso. Tiene por delante una ristra de habitaciones por ordenar. Durante ocho horas se dedica a remover la suciedad de los baños y cuartos. Los desinfectantes que vierte en la poceta de la habitación número 27 corren convertidos en una flema de polvo y jabón. 

La doctora Raquel se esmera por dejar todo pulcro. Este es su primer empleo como emigrante y su única fuente de ingresos. El 27 de octubre de 2019, Raquel abandonó Maturín —la ciudad del oriente venezolano donde vivía— con su esposo Eduardo y sus gemelos preadolescentes: Andrés y Adrián, este último con una cardiopatía congénita. Metió todo lo que cupo en seis maletas para irse a Portugal, la tierra de sus padres. Renunció así a un camino construido con muchos sacrificios, para recomenzar en un lugar que no es enteramente suyo. Atrás dejó un negocio familiar de ventas y servicio técnico para computadoras, su casa y sus afectos. El dinero de la venta de su carro y unos pocos ahorros, de sus honorarios, es todo lo que trae.

Desde que los hospitales colapsaron en Venezuela, mucho antes de que la Asamblea Nacional declarara la crisis humanitaria en 2015, el país prácticamente forma profesionales de la salud para exportar. Según la Federación Médica Venezolana, unos 33 mil médicos han migrado, la mayoría a países de Latinoamérica. 

Los que vienen a Portugal hacen de meseros y agricultores para ganarse la vida. Apenas desembarcan, cuelgan sus batas para enfrentarse a una maraña de trámites para lograr que sus títulos sean reconocidos. La ley no es clara. El gobierno portugués y las universidades se contradicen. Los migrantes como Raquel, formados fuera de la Unión Europea, naufragan en un mar de ambigüedades en torno a la comprobación y atribución de grados académicos. Cada casa de estudio impone sus propias dinámicas y exigencias.

En 2020, Raquel fue a la Universidad de Coimbra, donde hizo gestiones para obtener el reconocimiento académico. Presentó un examen de portugués, que logró aprobar. En julio de ese año, le siguió una prueba compleja de medicina. Ni ella ni sus dos compañeros de aula, otros dos venezolanos que atendieron la convocatoria de esa universidad, aprobaron.

Siendo su papá de Aveiro —en la región central de Portugal— y su mamá de la isla de Madeira, Raquel sabe hablar portugués. Él llegó a Venezuela cuando le faltaba un mes para cumplir 18 años, y ella con apenas 13. El destino los llevó hasta Puerto Ordaz, al sur del país, en 1977, con la ilusión de construir una familia. En efecto, en esa Venezuela próspera tuvieron tres hijas, que al crecer se hicieron profesionales: médico, arquitecto e ingeniero.

Su afán por ayudar y su inquietud por los más necesitados la convencieron, desde muy chiquita, de que curar a otros era su vocación. Ya en 7mo grado se visualizaba con un estetoscopio. Comenzó la carrera de medicina en el Núcleo de Bolívar de la Universidad de Oriente. Su papá pudo alquilarle un apartamento, donde todo lo que tuvo durante un año y medio fue una colchoneta. En las aulas a veces la regañaban por tener la bata sucia: es de esa época su obsesión por la blancura y la limpieza.  

Al graduarse, en 2003, se fue a Maturín, en busca de Eduardo, su primer gran amor, con quien se casó. En esa ciudad, obtuvo la especialidad de anestesiología en 2010, e hizo una carrera por casi dos décadas, hasta que en el Hospital Central Doctor Manuel Núñez Tovar, donde trabajaba, las cosas comenzaron a ir mal.  

Entraba en conflicto cuando escaseaba sangre para una transfusión; o cuando las máquinas para ventilar a los enfermos en quirófano no estaban calibradas y el sensor de flujo de CO2 —dióxido de carbono medicinal para paciente en cuidados intensivos— estaba dañado y, aun así, debía administrar anestesia. Dentro del gremio médico, los anestesiólogos son una suerte de dioses de los quirófanos. Velan para que los pacientes en unidades de cuidados intensivos estén ventilados con los parámetros correctos. Cuidan de sus riñones, de sus pulmones, y de sus ojos para que no desarrollen úlceras al estar abiertos como consecuencia de la sedación.

En aquella época, su comodidad se había desvanecido. Tenía que sacrificar parte del mercado para que sus hijos tuvieran leche. No pasaba hambre, pero dejaba de comprar muchas cosas para asegurarse lo básico. Que los helados de fin de semana fueran un exceso hizo que su familia cayera en cuenta de que tenían un presupuesto en decadencia. 

 

Portugal es el sexto país de Europa más afectado por la pandemia —con una tasa de mortalidad de 1 mil 749 muertos por 1 millón de habitantes. La frustración de Raquel por no poder aportar más se extravía entre chasquidos de paños apestosos a cloro. Sin que ello implique renunciar a su sueño. Su imaginación revolotea los cuartos que se reparte con otra camarera.

Esta tarde no es la excepción. 

En su cabeza, su rutina de mopa y escoba cobra el aspecto inverosímil de una escena quirúrgica. En este instante solo tiene cabeza para su ciencia, que no es limpiar habitaciones lujosas para espantar el hedor del encierro.

 Vistos desde sus ojos, es como si los baños se transfiguraran en salas heladas de operaciones. Raquel se lo cree. Se deshace de sus equipos de aseo. Y renuncia —en su imaginación, por supuesto— a la tarea de fregar pisos. Juega a reconocer anatómicamente a un hombre con una inflamación de apéndice que está por entrar a pabellón. La emergencia compite con la imagen de una parturienta desvelada que será sometida a cesárea.

También se toma el tiempo para repasar la literatura médica que versa sobre cómo practicar un bloqueo axilar, con los nervios radial y cubital de por medio; el procedimiento por el que aguarda otra de sus pacientes.

Es, a todas luces, el mecanismo de defensa que se ha inventado para eludir una ocupación que no es la suya, en un recinto que no es un quirófano, y con un inventario de productos que no son las drogas médicas de cabecera.

 

Cuando la entrevistaron en diciembre de 2019 para ocupar el cargo de camarera, la persona que la atendió la increpó sobre su decisión. El jefe de personal lucía contrariado. Era la primera vez que conversaba con una mujer que, siendo médico, aspiraba hacer trabajo de limpieza. Raquel había llegado sola a Portugal, sin apoyo económico y procurando educación y comida para sus dos hijos. Y para ello necesitaba ese primer contrato de nueve meses que le ofrecía el hotel Monte Velho.

—¿Está segura de que quiere trabajar de limpieza? —le preguntó el encargado de reclutar el personal.

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por el bienestar de mi familia —contestó.

—¿Y cómo se siente siendo médico?, ¿está lista para comenzar? 

—¿Cómo se sentiría usted si estuviera en mis zapatos? 

Se miraron. Un silencio incómodo se instaló en la oficina de aquel gerente de personal. No hubo más sobre qué conversar, a excepción de los beneficios que le traería este empleo: un ingreso fijo mensual de poco más de 650 euros y cierta estabilidad. 

De modo que, como los cirujanos barberos, esos que hacían amputaciones, extraían cordales o suturaban heridas en siglos pasados, Raquel es hoy una camarera que puede operar.

Fácilmente podría ser la protagonista de una escena épica en la que corre para salvarle la vida a un desconocido, como le ocurrió en una ocasión cuando regresaba a casa en tren, y un pasajero sufrió una caída que dejó en evidencia el afán de Raquel por ayudar. Aunque esa vez fue solo una falsa alarma, pues aquel hombre resultó ileso. 

Raquel ha entendido que en la vida hay dos grandes tareas: las que quieres hacer y las que debes cumplir. 

No termina de entender por qué el empeño de estacionar a Venezuela en un terreno al borde del despeñadero, ni siquiera cuando el Hospital Central Doctor Manuel Núñez Tovar, que fue su casa de estudios por años, devino en ruina. Cuando salió de allí no podía dejar de verlo como un armazón vacío; apenas escombros de lo que alguna vez fue. Y creyó que ella y su familia merecían algo mejor.

A sus 43 años, no renuncia a su vocación médica. Sabe que en enero de 2022 habrá una nueva convocatoria de la Universidad de Coimbra para evaluar a quienes pidan el reconocimiento de sus títulos. De pasarla, deberá hacer otro examen práctico más una tesis. 

Más que maniobras de vida o muerte, Raquel concibe la medicina como una auténtica conversación entre alguien que necesita ser escuchado y un profesional que está llamado a ser compasivo. A diferencia de sus padres cuando llegaron a Venezuela, arribó a Europa con una carrera. Y aunque estando en su hogar, en Maturín, se decía dispuesta a hacer cualquier cosa, ahora reconoce que fue una afirmación hecha desde su comodidad, desde la frustración y el anhelo de una vida nueva.

—No renunciaré jamás a mi profesión de médica, no lo merezco. Y tampoco lo merecen mis padres, mi familia ni mis maestros —se repite en voz alta mientras transporta varios recipientes de detergentes hasta el siguiente baño.

 

Julio Materano

Periodista. Apasionado por el arte de escribir, formado en medios impresos: El Nacional, El Universal, 2001, La Voz y Últimas Noticias. Premio Cobertura Noticiosa 2017 de la Sociedad Interamericana de Prensa. Fanático y crítico de Caracas.
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