Paula Ardila vivía en la ciudad de Mérida, donde estudiaba idiomas modernos en la Universidad de Los Andes. Aunque su sueño era graduarse y ejercer su profesión en Venezuela, la crisis económica que atraviesa el país la llevó a migrar a Colombia, donde al poco tiempo comenzó a trabajar en un call center. Desde entonces sus días quedaron sumergidos en una extenuante rutina.
Fotografías: Paula Ardila
Quería quedarme en Venezuela. Mi deseo era seguir estudiando idiomas modernos en la Universidad de Los Andes, pero sentía que tenía todo en contra. Soy hija de una madre soltera que con su trabajo de contadora independiente costeaba mis estudios. Siempre viví en El Vigía, pero desde que comencé mi carrera me mudé a Mérida, la capital del estado, a poco más de una hora por carretera, donde quedaba mi facultad. Me iba caminando porque era muy cerca, apenas a unos 15 minutos.
Sentía que estaba cumpliendo mi sueño.
Pero a mi mamá cada vez se le hacía más cuesta arriba pagar mi alquiler y la comida. Iba cada fin de semana a El Vigía a buscar ropa y a veces no tenía cómo pagar el pasaje. Y todo estaba cada vez más caro. Así que cuando finalicé mi quinto semestre, decidí migrar. El 10 de julio de 2018, a las 4:00 de la madrugada, partí a Colombia. Aunque estaba frustrada, albergaba el deseo de reunir dinero suficiente para volver y seguir mis estudios.
Mi plan era regresar para graduarme y trabajar en —y por— mi país.
Después de unas diez horas de viaje por tierra, mi tía me recibió en su casa en la ciudad de Bucaramanga. Al día siguiente comencé a buscar trabajo. Me habían dicho que podía conseguir empleo en algún call center bilingüe, dado que manejaba muy bien el inglés. Ubiqué uno y fui a una entrevista. Pasé las pruebas, me contrataron y comencé al cabo de dos semanas.
Ese día me levanté muy temprano. En Colombia había miles de venezolanos que, como yo, habían salido huyendo de una crisis que, literalmente, no daba tregua. Y eso incomodaba a muchos en ese país. Yo, aunque tenía la nacionalidad colombiana, estaba nerviosa: sentía que podía ser discriminada por ser venezolana. Pero para mi sorpresa —y para mi fortuna— en la compañía había tantos compatriotas que me sentí muy cómoda.
Al principio se me hizo complicado acoplarme al trabajo. No sabía trabajar con público y no estaba acostumbrada a una cultura tan distinta a la mía. Pero lograba continuar, quizá porque sé tomarme las situaciones difíciles con humor. Y en verdad me iba bien. Con lo que ganaba, a los dos meses de haber llegado, me mudé de la casa de mi tía a un departamento que compartía con dos chicas que eran pareja.
Me sentía feliz de volver a ser independiente, como en Mérida.
Mis días comenzaron a ser muy agotadores. Como tenía que estar en la oficina a las 7:00 de la mañana, debía levantarme a las 4:00, para preparar mi desayuno y mi almuerzo y salir al trabajo, que quedaba a unos 45 minutos de mi residencia. Al final del día volvía tan cansada que apenas tenía fuerzas para servirme un plato de cereal con leche; y luego de comer, caer rendida en la cama.
A veces me permitía abstraerme de esa demoledora cotidianidad y salía a fiestas. Pero no era feliz. Extrañaba mi vida en Venezuela, mi universidad, mis amigos. A principios de noviembre noté que me estaba costando mucho dormir. Y que aunque me acostara temprano, despertaba cansada. Perdí el apetito: almorzaba apenas dos panes franceses con refresco. Empecé a fumar excesivamente, como nunca lo había hecho. Estaba deprimida.
Y todo eso se acentuó con la llegada del llamado black Friday, el viernes 23 de noviembre. Ese día, las tiendas en Estados Unidos rematan su mercancía. Hacen descuentos que van de 50% a 70%: ropa, zapatos, electrodomésticos, celulares, consolas. Como trabajaba para el departamento de atención al cliente de una cadena de tiendas de ese país, estuve desde las 9:00 de la mañana hasta las 7:30 de la noche atendiendo llamadas. Eran decenas y decenas de llamadas. Una tras otra, una tras otra. Calculo que ese día tomé al menos unas 200. Una dinámica vertiginosa que se extendió a los siguientes 20 días.
Pasar cada día sentada frente a un monitor, bajo la luz blanca de los bombillos de la oficina, mientras toleraba insultos de todo tipo de los clientes, en medio de la desorganización de la compañía, me hizo sentir que me hundía en un abismo del que no podía salir. Y ocurrió algo que sentí como un punto de quiebre: una colombiana con quien había entablado amistad y me había apoyado mucho, dejó de hablarme.
Un domingo que no había mucho flujo de llamadas, pude aprovechar para conversar distendidamente con mis compañeros. En eso sonó el teléfono. Atendí pero no quise ayudar a la clienta en su requerimiento. Y se dio cuenta. Al final de nuestra conversación, se quedó esperando que le enviara la encuesta para que calificara mi atención. No quería mandársela porque sabía que su apreciación no sería buena, lo cual dañaría mis métricas, pero finalmente se la hice llegar porque estuvo en línea durante unos cinco minutos.
Una hora más tarde, Juliana —una venezolana de 19 años que además de ser mi jefa se había convertido en mi mejor amiga— me llamó para que nos reuniéramos en la sala de conferencias.
—Tengo que hablar contigo. Acabo de escuchar la llamada en la que recibiste esa mala calificación —me dijo.
Me puse nerviosa. Estaba consciente de que lo que había hecho era muy grave.
—Paula, pudiste haber evitado eso. Lo que la señora quería era sencillo. ¿Por qué reaccionaste así?
—No sé, siendo sincera contigo, no quise. Ya sé que me merezco esa apreciación. No es necesario que me lo repitas.
—Tienes que ser consciente de que lo que hiciste fue muy grave. Si yo reporto esto podrían botarte. No quiero, pero tengo que amonestarte y tienes que prometerme que esto no volverá a repetirse.
—Sí, está bien. Terminemos con esto de una vez, por favor —respondí a la defensiva.
— ¿Qué es lo que te sucede? —me preguntó sorprendida por mi reacción— tú no eres así.
—Ni yo sé qué me pasa. Juli, estoy mal. No como, no duermo, estoy fumando más que antes… estoy enloqueciendo.
Traté de contener el llanto, pero no pude.
— Pero ¿qué es lo que te sucede exactamente?
—Estoy cansada de las llamadas, de esta empresa, de la rutina.
Hice una pausa para tratar de controlarme y continúe.
—Extraño la universidad, extraño Mérida. Siento que no doy para más…
—Paula, al menos tú lograste ir a la universidad por cinco semestres. Yo quedé en la universidad para estudiar música, pero me tuve que venir a Colombia con mis papás. Tengo casi 20 años y no he podido comenzar mi carrera. Y créeme que eso es algo que me duele muchísimo. Pero no me puedo rendir porque tengo que ayudar mis padres. Sé que tú puedes sobrellevar este trabajo mejor que muchas personas. Te he visto lidiar con clientes difíciles y siempre terminas riéndote. ¿Dónde está esa Paula? Esa que se la pasa riéndose, esa que se pone a bailar, a cantar…
—Juli, por fuera luzco extrovertida, pero por dentro la realidad es muy distinta. Quizá es un escudo para protegerme. Pero no puedo fingir todo el tiempo. Quiero volver a mi hogar, estar nuevamente en la universidad, ver a mis amigos, contemplar las montañas desde mi ventana, quiero mi vida de vuelta.
–Sé que puedes hacerlo. Tengo mucha fe en ti. Proponte reunir todo el dinero que puedas y termina de estudiar. Pero sobre todo, quiero que sigas siendo la misma de siempre. ¿Puedes?
–Está bien, te lo prometo. No volverá a pasar –dije, y sonreí tímidamente.
Luego de aquella conversación, salí al baño y me lavé la cara. Me puse mis lentes para tratar de ocultar los ojos hinchados y regresé a atender llamadas. Nunca conté a nadie lo que sucedió ese día.
Desde entonces no volví a cometer ninguna falta porque no quería volver a decepcionar a Juliana. Los días pasaban y yo deseaba con ansias que terminara mi contrato para irme. Eso ocurrió el 28 de diciembre. Con el dinero que reuní en seis meses, calculé que me alcanzaba para vivir en Venezuela durante aproximadamente un año.
A finales de enero de 2019, volví a mi país. Estaba feliz de ver nuevamente a mi mamá, a mis hermanos y a mis amigos. Y me daba mucho gusto estar en Mérida otra vez y regresar a mi universidad.
Pero lo que me encontré fue una estampa de la devastación. La ciudad vacía. Las calles llenas de basura. El dinero no alcanzaba. Y los apagones: comenzamos a pasar horas y días enteros sin servicio eléctrico. En mi facultad las cosas no eran diferentes: muchos profesores se habían ido. Apenas logré terminar el sexto semestre. Eso me sobrepasó.
Y otra vez con la frustración que produce tener que interrumpir la vida que había planificado, volví a tomar la misma decisión: en el momento en que escribo estas líneas, estoy reuniendo dinero para irme nuevamente a Colombia. Pensé en regresar a Bucaramanga, pero ya mi tía no puede recibirme en su casa. Y como uno de los amigos que hice en mi viaje anterior se va a mudar a Medellín, comencé a considerar ese destino. Investigué y me di cuenta de que allá los call centers pagan mejor que en Bucaramanga. Y que el clima es muy parecido al de Mérida. Eso me ayudará a no extrañar tanto mi hogar.
Ya habrá tiempo para retomar mis sueños. Por lo pronto estoy segura de algo: vamos a salir de esta crisis tan atroz y volveré a mi país. Esa íntima certeza es lo que me da fuerzas para seguir.