Desde la distancia geográfica y temporal, Julio Tupac Cabello, el autor de esta historia, rememora el duro trance que supuso recibir la noticia de la muerte de la abuela, figura fundamental de su infancia y juventud, mientras se encontraba fuera del país, sin poder refugiarse en la catarsis colectiva de llevar ese duelo junto a aquellos para quienes esa muerte tiene el mismo significado.
Fotografías: Álbum familiar
Era martes. No tengo memoria detallada para muchas cosas, pero sé por alguna razón que ese día era martes. Era un tiempo en el que la incertidumbre se me había convertido en buena noticia. No tenía empleo fijo pero la vida de independiente me sentaba muy bien: tenía variedad de trabajos e ingresos, administraba mi tiempo, trabajaba desde casa, llevaba y traía a mi chamo a la escuela y preparaba planes sorpresas para él, y hacía deportes.
Por eso la noticia me agarró en casa. Apenas empezaba la tarde y me timbró la llamada: después de muchos años en el mundo del Alzheimer, mi abuela había muerto.
En el momento —siempre me pasa durante los instantes de shock— me sostuve. Hablé con firmeza y con calma, le di tranquilidad y apoyo a mi madre, a mi tía, a mi prima, a mi familia. Llamé de vuelta, informé, volví a llamar, me dieron detalles, se desahogaron, colgué.
El tiempo se había suspendido. Hice lo que me dijeron mis instintos. Fui a la nevera y saqué una botella de vino blanco que sabía que estaba fría ahí (ahora que lo pienso, recuerdo haber visto a mi abuela alguna vez bebiendo vino blanco). Me serví una copa. Me aseguré de que nada que hiciera ruido estuviera prendido. Y me senté. Me tomé otra. Me puse a llorar.
Y me calmé.
Interiormente, había despedido a mi abuela hacía muchos años, cuando entrados los años de su enfermedad uno empezaba a acostumbrarse a que no te reconociera. Pero fue en ese momento —solo la muerte nos permite ver el recorrido entero de la obra de una vida— que entendí por qué todos la queríamos tanto, estábamos tan cerca de ella y nos imantaba.
Mi abuela Josefina había quedado viuda poco después de mudarse a Caracas, desde Puerto Cabello, a finales de los 60. De niña había sobrevivido a la fiebre tifoidea y a todas las penurias económicas que sacudieron al mundo después de las dos guerras. Un hermano murió en sus brazos en una era en la que salud pública no era siquiera un concepto. Pero todas y cada una de las fatalidades que le tocaron, lejos de amilanarla, la hicieron una mujer de hierro.
Con un crédito del Banco Obrero (luego el Inavi), dio la cuota inicial para un apartamento en un edificio de San Martín, la famosa urbanización Las Américas, donde crecí y de la que tengo los más coloridos y agradecidos recuerdos. De allí salieron sus cinco hijos graduados de médico, educadora, periodista, abogado y geógrafo. Eso no fue posible, por supuesto, sin la ayuda de mi abuela, que además de tener un carácter fuerte y firme, era una mujer empíricamente educada, informadísima y muy liberal para su época (pagó parte de su primaria trabajando escondida vendiendo chucherías, y tenía una pasión especial para la medicina que hizo que la trataran siempre como si fuera doctora).
Después de culminado el trabajo, además, consoló múltiples divorcios y ayudó a criar diez nietos y bisnietos. Y decir culminado el trabajo es decir criados los hijos, sostenido la casa, dirigido el hogar. Su trabajo. Pero nadie quería que se jubilara. Su rol no cesaba. La casa de mi abuela, con todo y que con los años San Martín se volvía más peligrosa, estaba siempre llena. Sea cual fuese el día en que uno llegara —podía ser cualquiera, literalmente, a cualquier hora—, un vecino se estaba yendo o estaba por llegar. Un recomendado llegaba por una inyección o a pedir azúcar, un pariente lejano venía a pasar el fin de semana (primos de San Felipe, de Aruba, de Valencia). Uno traía a sus amigos, y estaban los amigos de mi prima, o el vecino de mi tío Fernando. Todos veníamos de nuestros trabajos o estudios, después del restaurante del fin de semana, al terminar una fiesta o unas vacaciones, a abrir el sofá cama o sentarse en su mecedora, para inyectarse del férreo, firme e incólume cariño de mi abuela, que te ofrecía bienestar y calidez, seguridad y tranquilidad.
No eran las 3:00 de la tarde todavía y ya me había acabado la botella, cuando me vino a la cabeza la que sería mi primera gran pérdida como emigrante. El funeral. De pronto me di cuenta de que el duelo que me inundaba tenía una desembocadura que empezaba a mencionarse en las llamadas. Todas las culturas cultivan de una u otra forma ese momento en el cual hacemos catarsis por quien amamos y se ha ido, hacemos un último homenaje y lo comentamos colectivamente. Es un momento de desahogo emocional, claro, pero es también un registro, una fecha patria personal, un hito en nuestras vidas. Dicen los antropólogos que uno de los signos más inequívocos del ser humano como constructor de cultura y civilización es no solo la conciencia de la muerte, sino su necesidad de conservar la memoria de quien se ha ido. Es su reconocimiento y búsqueda de la trascendencia, la noción de que quien no está puede seguir permaneciendo.
Pero mis papeles estaban en pleno período de transición. Para salir de Estados Unidos necesitaría un parole especial y de emergencia, que aunque era riesgoso, era posible. Ya en la noche ese era el tema de quien me llamaba o al que llamaba yo. Pero fue en la noche también que dimensioné el segundo escollo: mi hija venía en camino, tenía ya ocho meses y medio de gestación, y su madre, Olimpia, se quedaría sola mientras yo iría a Caracas a comulgar con mi familia el dolor de la partida de mi abuela. Tuve la suerte de que ella misma me dio luz verde y se puso a buscar pasajes, pero el momento era demasiado turbio aún.
Al día siguiente —vida de inmigrantes—, aprovechando que trabajaba por mi cuenta, me fui a buscar a un amigo con el que me había comprometido para llevarlo a que se operase la rodilla y pasarme el día con él hasta que lo sacaran de recuperación para volverlo a su casa.
Cuando eres emigrante los amigos son familia.
Era el año 2007 y los pasajes estaban en su máximo precio: 1.200 dólares o más. Y conseguirlos era difícil, pues había mucha afluencia de pasajeros. Perderlos era un dolor de cabeza, pues podía significar, además de mucho dinero que no tenía —me iba bien, pero tampoco tanto—, la incertidumbre de no saber cuándo podría regresar si a algún funcionario de Maiquetía se le ocurría no reconocer lo que era un parole.
Mientras a Richard lo operaban, yo, en mitad de mi duelo, llamaba, pensaba, cavilaba, en la perfecta soledad de los pasillos del hospital, donde deambular parece una actividad regular. Y allí me vino la imagen de mi hija naciendo sin mí en la ciudad, un escenario que era perfectamente posible.
Era un riesgo. Quizás era un riesgo que no se concretaría, pero era un riesgo.
Y entonces pensé en lo que mi abuela haría.
Es un momento en el que estás halado por tus emociones, por tu necesidad propia. Por lo que parece natural. Pero ella no habría puesto nada en riesgo. Ella se habría puesto del lado de quien la necesitara. Y mi abuela y mi familia podían ir juntos a esa última reunión en la que se despidieran para siempre, pero mi hija no debía nacer sin mi presencia estando cerca.
Así que decidí no viajar.
La consecuencia la pagaría yo. Era yo quien me perdería de la catarsis colectiva que tanto alivia en familia cuando se va un ser querido, en este caso un ser tan querido y respetado por todos.
Ese duelo me tocó vivirlo solo. Y fue quizás la primera marca real que me trajo haber emigrado. No solo dejas atrás tus raíces sin poder trasplantarlas, sino que hay partes del árbol que se desprenden sin que puedas ir a recogerlas.
Vivir el duelo de la muerte en soledad le da aún mayor incomprensión al sentido de la vida cuando ese misterio doloroso no puede ser compartido por quienes quieres.
Siempre cito el texto introductorio de Gabriel García Márquez en sus 12 cuentos peregrinos, en el que explica por qué son cuentos, por qué son 12 y por qué son peregrinos: en sus tiempos de vida en Barcelona, Gabo sentía una nostalgia enorme, y en una de esas tuvo un sueño del que se quedó impresionado: asistía a su propia muerte, que para su sorpresa era una gran fiesta con los familiares y amigos que tenía tanto tiempo sin ver y a quienes extrañaba tanto.
El funeral era un jolgorio colectivo de abrazos, saludos y querencias que le producían una felicidad a más no poder. Hasta que llegó el momento de trasladarlo para el entierro, entonces todos se marchaban y a él no lo dejaban ir con el resto del grupo.
Entendí, dice ya en vigilia, que morir era estar lejos de los afectos.
Un par de semanas después, ya en agosto, en el Mount Sinaid Hospital nació felizmente mi segunda bebé. De parto natural. Hermosa y sana. Antes de ser concebida ya tenía nombre, pero poco antes de nacer le habíamos agregado una inicial, la J, de Josefina, por su abuela paterna: Giulia J, una combinación del italiano y el español, con una portadora angloparlante. Giulia J, quien desde que nació mostró un carácter férreo, es una niña particularmente sensible y recta, ética hasta los tuétanos como su abuela, y conoce el origen de esa jota de su nombre desde pequeña. Y lo incluye en sus firmas, en su manera de presentarse y en su talante.
Giulia Jota, diría si hubiese nacido en Venezuela. Giulia Yei, se escucha cuando se presenta en inglés. Y ella sabe todo el significado que esa letra encierra.