Arianny Valdespino es una ciudadana más de la diáspora venezolana. Trabaja en el subte de Buenos Aires tocando el cuatro mientras espera sus documentos universitarios para ejercer su profesión en Argentina. Hacer de artista callejera, luego de haber pasado por el sistema de orquestas en Venezuela, le ha hecho entender que la música nada tiene que ver con el reconocimiento.
Fotografías: Oswaldo Avendaño
Arianny se levanta rigurosamente de martes a viernes a las 5:00 de la mañana para ir a trabajar. Su oficina e instrumentos de laburo distan mucho de los que cualquiera podría imaginar. No usa papeles, ni carpetas, ni bolígrafos. Tampoco lleva ropa ejecutiva o uniforme para salir a ganarse la vida. Se viste como para salir con amigos o hacer diligencias: jeans ceñidos, camisas cómodas, zapatos de goma y un suéter por si el frío aprieta. Su lugar de trabajo es concurrido, ruidoso, altanero, febril y volátil; es un ecosistema en el que conviven miles de situaciones diferentes. No es un trabajo formal, tampoco tradicional, porque su oficio es un reflejo de la atípica realidad que ha vivido desde diciembre de 2016, cuando decidió salir de Venezuela.
Acompañada de un cuatro y un parlante, Ari toca en el subte de Buenos Aires seis veces a la semana: ese es su trabajo. Lo hace desde febrero de 2017, fecha en la que se estableció formalmente en esta ciudad. La conocen como La chica del cuatro o La venezolana. Aunque para los porteños es una más de los casi 100 mil venezolanos que se han radicado en Argentina en los últimos 12 años, también forma parte de los 2.600 artistas callejeros que muestran su arte en los espacios concurridos de la París de América.
Sin importar el grupo que integre, se percibe a sí misma como El pajarillo que describe el cantante de música llanera Luis Silva, porque, como dice la letra, dedica sus tonadas a su patria y a su bandera. La música que interpreta con un desvencijado cuatro tiene la capacidad de trascender el ruido típico del subte bonaerense. Sus melodías silencian los sonidos de los colosos metálicos encargados de transportar los murmullos de sus pasajeros bajo tierra. Cuando La chica del cuatro interpreta los acordes rápidos de Moliendo café, Pajarillo o el Alma Llanera, eriza la piel y produce la sensación de que el corazón se detiene.
Esto ocurre cuando le canta directamente a la memoria de sus paisanos para recordarles cuál es su origen, como le ocurrió a ella en los tres meses de viaje desde que salió de Venezuela y llegó a Buenos Aires.
Su relación con el cuatro comenzó a los 12 años, cuando una prima le regaló uno. La curiosidad la llevó a interesarse en aprender a tocarlo para reproducir los sonidos que tanto le gustaba escuchar. Ya en bachillerato, formó parte de la banda escolar, tocando el cuatro y luego la guitarra. Sin embargo, su formación musical se inició alrededor de los 18 años, cuando ingresó en el núcleo de Valencia del sistema de orquestas de Venezuela y, aunque sentía debilidad por el violín, la edad la obligó a encariñarse con el contrabajo.
El capítulo de Arianny dentro del sistema de orquestas terminó en 2014 cuando comenzó a desplomarse la economía del país. Ansiaba terminar sus estudios universitarios y pagarlos, por lo que se tuvo que decidir entre trabajar o seguir dentro del sistema. Optó por lo primero y consiguió trabajo en una pequeña farmacia donde, sin ser estudiante de alguna ciencia de la salud, aprendió sobre venta de fármacos, atención al cliente y prescripciones médicas.
Allí estuvo hasta octubre de 2016, poco antes de graduarse como licenciada en formación musical. Para ese entonces su sueldo estaba un poco por encima del salario mínimo, fijado por el gobierno en 22.500 bolívares fuertes. Pero la crisis seguía apretando. En noviembre de 2016, se decretó un tercer aumento salarial y los dueños de la farmacia decidieron reducir el personal, porque la estructura de costos no soportaba el cómputo de la nueva nómina.
Aunque su pasión era —y sigue siendo— la música, Ari estaba consciente de que no podía mantenerse por sí misma si decidía ejercer su carrera en Venezuela. Los sueldos de un docente no alcanzan para cubrir sus necesidades básicas. Si quería crecer, personal y profesionalmente, debía buscar alternativas para cumplir con sus metas.
Este fue el punto de quiebre.
En su mente se sembró la idea de que era momento de migrar. Además, su pareja tenía casi un mes de haberse mudado a Buenos Aires, por lo que ella se encontró de pronto sin mayores estímulos para quedarse en Venezuela.
Arianny Valdespino es la menor de una familia de cuatro miembros que completan sus papás, de unos 50 años, y su hermano. A los tres les tomó por sorpresa su decisión de irse del país y poner una barrera entre el deterioro de la sociedad venezolana y su estabilidad personal. Les preocupaba que con tan solo 26 años se fuera a vivir a otro país, sola, sin ningún familiar en el mismo territorio.
Comprar un pasaje aéreo no era posible porque los precios estaban lejos de su poder adquisitivo, así que Ari planificó viajar por tierra hasta Colombia con una amiga. Se despidió de su familia en Valencia, donde tomó un autobús que la llevaría a Táchira para cruzar la frontera. Se llevó lo indispensable para construir su nueva vida. Entre esas cosas estaba un cuatro azul que intercambió con una conocida, y que creyó necesario para despejar su mente durante el recorrido.
En Colombia llegaría a la casa de una amiga. Desde que tomó el autobús en Valencia tardó dos días en llegar. Su estancia allí sería corta, porque su destino final era Buenos Aires, pero aquello que llevaba (la liquidación que le dieron en su trabajo, un aporte de su papá y la venta de una cuenta de humor en redes sociales) no fue suficiente para pagar el viaje hasta Argentina. Debía trabajar en Colombia para terminar su travesía.
Su primer oficio fue en un local, una tagüara. Allí tenía que hacer de todo un poco: limpiar inodoros, lavamanos, fregar, atender al público y servir comida. Solo tuvo fuerzas para estar allí un día. Se dio cuenta de que a los venezolanos, a los ajenos de esas tierras, los explotaban pagándoles una miseria.
En ese punto tenía las emociones revueltas. La angustia por la que salió de su país volvió: ¿cómo ganar dinero para vivir? En su mente convivían el miedo, la tristeza, la decepción con ella misma y su familia, la baja confianza y la impotencia. Todo eso se fusionaba con la rabia de no poder estar en su país.
Lo único que sabía hacer era tocar un instrumento. Y eso fue lo que decidió hacer.
No fue una decisión fácil. De hecho, la hizo confrontarse con sus propios prejuicios, pues en su educación familiar, así como en la cultura venezolana, se concibe al músico callejero como un mendigo de oficio. Ella no quería ser una mendiga extranjera. Su experiencia como música siempre había sido en el ámbito profesional. Ari siempre se presentó frente a un público que, por decisión propia, asistía a los conciertos de su orquesta. Nunca fue ella quien asistió a un sitio para interpretar alguna pieza musical. De alguna forma sentía que invadía el espacio de los demás.
Pero devolverse a Venezuela no era una opción.
El cuatro, entonces, le salvó la vida.
Fue un día de semana, a mediados de enero, cerca de las 7:00 de la mañana, en el Transmilenio. Un momento del día en el que cientos de personas utilizan el transporte para movilizarse.
—Buenos días, mi nombre es Arianny. Les vengo a tocar el cuatro —dijo nerviosa.
El temor suele desaparecer cuando la confianza germina en el interior. Y eso fue lo que le ocurrió cuando inició su repertorio de canciones, sin cantar. Ari se refugió en el sonido de las cuerdas.
Y a pesar de ello, aún no sabía si alegrarse por obtener unos pesos haciendo lo que le gustaba, llorar por encontrarse en las calles tocando un instrumento musical o sentir decepción porque en su mente todavía se veía como una mendiga y no como una artista callejera.
En menos de 30 días reunió lo suficiente para comprar su pasaje y emprender camino hacia Buenos Aires. En el autobús conoció a otros venezolanos y fraternizó con uno porque, aunque ella es magallanera, vestía con una camisa de los Leones del Caracas. Se sintió entre paisanos.
Al cruzar la frontera de Ecuador para ingresar a Perú, la travesía ya estaba haciendo estragos en su cuerpo. Se sentía mareada y cansada. El malestar le impidió razonar lo que pasaba en su entorno. Así fue como lograron estafarla en la frontera al momento de cambiar dólares a soles peruanos.
Pasó una noche en Lima y luego ingresó a territorio chileno. En Santiago la esperaba un amigo que le dio hospedaje por unos días mientras coordinaba los detalles para llegar a Buenos Aires. Allí debió esperar que su pareja le enviara dinero para pagar el pasaje desde Chile.
Aunque mucho más cerca, la ansiedad y el cansancio hacían estragos en ella.
Nueve días tardó en llegar a suelo austral. Habían pasado tres meses desde que salió de su hogar y casi seis meses desde que había visto por última vez a su pareja.
Ari movía los pies impacientemente en el autobús que la llevó de Santiago de Chile a Argentina. Se le hizo eterno el tiempo que tardó el vehículo en aparcar en la estación de autobuses en Retiro. El corazón le latía fuerte y rápido, como las tonadas que interpreta cuando toca Pajarillo. Cuando escuchó que finalmente podía bajar, todo eso que sentía se acumuló en su pecho como un galope.
No hubo palabras, ni un hola. Solo una sonrisa cómplice entre dos mujeres que en Venezuela siempre eran amigas y que ahora podían besarse en público, porque en su nuevo país de residencia la homosexualidad no es un tema tabú. Se abrazaron y besaron un rato prolongado. Se demoraron todo el tiempo que requirieron sus corazones para normalizarse. En sus rostros corrían lágrimas. Lágrimas de felicidad por estar nuevamente juntas en un país en el que podían hacer su vida, lejos de la crisis que las obligó a migrar por separado.
Arianny llegó a Buenos Aires con 26 años. La inserción en el mercado laboral formal fue el primer y principal conflicto con el que debió lidiar desde febrero de 2017. Su campo de trabajo se limitaba a la enseñanza y formación musical. Para ejercer debía convalidar sus títulos universitarios y de bachillerato, y luego cursar materias durante un año en la Universidad de Buenos Aires para aprender sobre su folklore y su cultura, y cumplir así con el programa de educación musical previsto por el ministerio de educación de Argentina. Nada de eso ha podido completarlo por los retrasos en Venezuela para la obtención de los papeles.
Ella pudo haber conseguido un empleo en algún oficio o comercio de Buenos Aires, pero eso la alejaría de la música. Es por ello que la experiencia que adquirió tocando en las calles de Colombia le sirvió para comenzar a musicalizar con su cuatro los andenes que recorren la parte baja del suelo porteño. Para su fortuna, el arte callejero está arraigado en la cultura de los argentinos. Es común transitar por las calles y encontrarse con shows de milongas, tangos y de músicos independientes.
En los días de semana, durante la mañana, puede vérsela trabajando en la línea H o B del subte, con un amplificador de sonido decorado con temas propios de la realidad argentina, como el pañuelo verde en señal de apoyo a la ley de despenalización del aborto. También en su cuatro resalta un arcoíris con el que se identifican las personas de la comunidad LGBT. Es posible reconocer a Ari en un vagón porque de fondo se escuchan las melodías, sin letra, de la versión de Pajarillo del cantante Luis Silva. Lo que gana en un mes le permite costear sus gastos de alquiler, comida, esparcimiento y enviar dinero a su familia en Venezuela.
Han pasado 21 meses desde que migró. Ahora con 28 años de edad, La chica del cuatro cambió su forma de concebir el arte musical, aprendió lo que es la independencia y disfruta de la vida en pareja. Para ella, el músico no es quien se presenta en un recinto para entretener a quienes pagan por escucharlo, sino quien interpreta una pieza sin importar el lugar, ni el reconocimiento.
Día tras días mueve las cuerdas de su cuatro para que las mentes, y los corazones, de su público reciten las canciones que los llevan de vuelta a su tierra, mientras viajan a sus trabajos en su nueva vida.