A Chile se marcharon los hermanos Lalo y Jóscar para intentar recuperar la vida que en El Tigre, al oriente de Venezuela, se les iba reduciendo a nada. Pero uno de ellos, sin saberlo, viajaba con una condición congénita que le daría un vuelco a esos sueños.
Fotografías: Álbum Familiar
A José Gerardo no le gustaban las responsabilidades. A sus 21 años, vivía con sus padres y el tiempo se le iba saliendo de fiestas con sus amigos, amaneciendo en la calle, o durmiendo hasta tarde. A mediados de 2017, sin embargo, las preocupaciones aparecieron: su vida comenzó a verse limitada por la situación económica de Venezuela. Ya no podía costearse sus gustos. A esto se sumó otro problema, que terminó por llevarlo a pensar en probar suerte fuera del país: la enfermedad de Adrielvis, su hermana menor.
Adrielvis padecía de una afección cerebral que se había agravado desde sus 13 años. Desde entonces sufría episodios convulsivos que solo se controlaban con Valcotec, un fármaco inexistente en las farmacias del país desde 2015.
José Gerardo decidió entonces migrar a Chile, junto a su hermano mayor, para apoyar con los gastos de la casa y garantizarle el tratamiento a su hermana. Lalo, como llaman todos a José Gerardo, era el segundo hijo de José Landaeta y Carmen Zabala. Lo precedía Jóscar y lo seguía Adrielvis. Vivían juntos en la ciudad de El Tigre, en el estado Anzoátegui, al oriente de Venezuela.
Lalo y Jóscar eran muy unidos, a pesar de los cuatro años de diferencia entre ellos. Como eran robustos —cosa que era un sello familiar— siempre parecieron de la misma edad. Ambos se graduaron de ingenieros en mantenimiento industrial, aunque ninguno de los dos ejercía. La razón era simple: ocupándose en otras actividades doblaban el ínfimo sueldo que ganan los ingenieros en esta zona petrolera.
JJóscar era chofer en una cooperativa de transporte de la estatal Pdvsa y también trasladaba pasajeros de El Tigre a Puerto La Cruz. Lalo se dedicaba al comercio informal.
Cuando decidieron irse del país, tuvieron que vender muchas de sus pertenencias para juntar dinero y comprar los pasajes de autobús hasta Chile. Se radicarían en la ciudad de Concepción, a unos 500 km de Santiago, donde los recibiría un amigo.
Entre lo que vendieron estaban sus equipos de Airsoft, conocido juego de simulación de combates con armas de aire o gas que disparan bolas de plástico. Ambos practicaban esta actividad los miércoles y domingos, sus días de alejarse del mundo real. Con máscaras y ropa de camuflaje, se convertían en hombres armados con ansias de exterminar a sus enemigos. Pertenecían a los Lobos Airsoft Club, un equipo de El Tigre.
D9, como llamaban a Jóscar en el equipo, en alusión a una máquina de excavación de gran tamaño, se desprendió de aquellos implementos que por tanto tiempo lo hicieron feliz. Pero no de su reloj, ese que había comprado muchos años atrás en un viaje familiar a la isla de Margarita, y que nunca dejaba de usar.
El viaje produjo un alboroto sentimental puertas adentro de la familia Landaeta Zabala. Los jóvenes tuvieron que apartarse de sus parejas, amigos y, lo más preciado para ambos, sus padres y la consentida de todos: Adrielvis.
Aunque el viaje por tierra resultaba más agotador y peligroso, era la forma de gastar lo menos posible y rendir el dinero para los primeros días en Chile, antes de que pudieran conseguir algún trabajo. En compañía de dos amigos de Lalo, armaron el itinerario. Partirían primero a Margarita para visitar el mar antes de irse. Tenían la convicción de que por mucho tiempo no volverían a gozar de ese paisaje.
Y el día llegó. No hubo reunión entre primos y tíos para despedirlos. El llanto y la tristeza invadieron a cada uno de los Landaeta Zabala. Antes de que partieran hacia Margarita, el señor José le entregó un rosario a Lalo. Él, a pesar de que no era muy devoto, se lo colgó en el cuello y lo tomó como una forma de sentirse unido a su padre durante la travesía.
—Para que te cuide —dijo el padre con el corazón acelerado.
—Gracias, viejo.
Y se dieron un fuerte abrazo.
En la isla disfrutaron de las playas y visitaron el templo de la Virgen del Valle.
Desde allí, el 14 de julio de 2017, partieron hacia San Cristóbal, en el estado Táchira, para cruzar la frontera hacia Colombia. Ahí comenzarían un recorrido que los haría atravesar Ecuador y Perú hasta llegar a su destino. Tenían previsto tardar ocho días.
Durante el recorrido, la tristeza que sentía Lalo por dejar atrás su familia se disipaba por instantes. Aferrado al rosario que le regaló su papá, se repetía a sí mismo que el sacrificio que estaba haciendo pronto daría buenos frutos. Jóscar, en cambio, siempre estuvo melancólico. Y esa melancolía en algún punto se mezcló con el malestar que le producían los cambios de altitud. Las piernas le molestaban. Se sentía mareado. Otros en el grupo tenían los mismos síntomas, por lo que Lalo y los demás compañeros de El Tigre no le prestaron demasiada atención. Eran cosas del viaje, pensaron.
Al llegar a Cuzco, al sureste de Perú, Jóscar sintió mayor dificultad para respirar y el dolor en sus piernas se intensificó. También sintió náuseas.
El chofer les recomendó tomar agua de hojas de coca, para aliviar el “mal de páramo” que parecía estar afectándolos. Surtió efecto en casi todos, menos en Jóscar. Lalo, siempre atento, pensó que mejoraría cuando el viaje acabara y descansaran como era debido.
En el trayecto conocieron a Fabián, un joven chileno que venía como mochilero desde Ecuador. Llegaría a su apartamento en Santiago y les ofreció a los hermanos y a una pareja de Puerto La Cruz alojarlos allí la primera noche. Aceptaron el ofrecimiento para descansar antes de ir a la ciudad de Concepción, su destino final.
Por derrumbes en la vía, el recorrido les tomó dos días más de lo que habían previsto. Llegaron a Santiago de Chile el 23 de julio, pasadas las 10:00 de la noche.
Estaban exhaustos. Se trasladaron hasta la casa de Fabián y, por fin, luego de casi 10 días de carretera, lograron estirar las piernas y desentumecer el cuerpo. Se quitaron los zapatos. Se dieron una ducha y comieron. Lalo preparó una sopa y unos sándwiches de jamón y queso. Fabián les ofreció vino. El viaje los había hecho entrar en confianza con él. Y entre risas, transcurrió la noche. A las 3:00 de la madrugada decidieron dormir.
Pero Jóscar continuaba decaído: sentía dolor en la cabeza y las piernas. Estaba agitado. Comenzó a dificultársele la respiración, así que como pudo, minutos después de haberse acostado, se levantó y fue a pedirle ayuda a su hermano.
—No puedo respirar, me siento mal –le dijo tocándose el pecho.
Cerca de las 4:00 de la madrugada, Lalo y Fabián salieron al centro de salud más cercano para ver si podían ayudarlos con Jóscar. La respuesta fue que para ingresarlo debían pagar. Pero no tenían dinero. Por el ajetreo de la llegada habían decidido esperar hasta el día siguiente para ir a una casa de cambio.
Al regresar al apartamento, Jóscar todavía jadeaba. Lalo intentó tranquilizarlo y consiguió que se acostara a dormir. Así lo hicieron todos, con la idea de que en la mañana, luego de cambiar unos dólares por pesos chilenos, podrían ir a la clínica y obtener la atención para aliviarlo de aquel malestar.
Pero a las 5:50 de la mañana, Jóscar volvió a despertar a Lalo.
—Párate, no puedo respirar, ya no puedo —dijo, con dificultad.
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Cálmate, acuéstate.
En ese instante Jóscar comenzó a convulsionar.
Su respiración se paralizó de golpe.
Lalo y Fabián intentaron reanimarlo, pero fue inútil.
Su corazón había dejado de latir.
Los médicos les explicarían luego que sufrió un tromboembolismo pulmonar, una alteración en el funcionamiento del sistema respiratorio producto de una obstrucción por coágulos de sangre en las arterias. Y que Jóscar siempre fue propenso a padecer ese tipo de trastorno, pero solo se le manifestó a sus 26 años, a causa de los cambios de altitud y temperatura, y de la cantidad de horas sentado.
Llamaron a una ambulancia que llegó 10 minutos después. El apartamento de Fabián se convirtió en una sala de interrogatorio. Mientras los paramédicos constataron el fallecimiento, los de seguridad sometieron a preguntas a todos los presentes, por separado, para cerciorarse de que no se tratara de un homicidio.
Las versiones coincidieron. Luego de dos horas, el cuerpo de Jóscar fue retirado del departamento.
Lalo se derrumbó. No era capaz de darles la noticia a sus padres. Entonces le pidió a José Páez, el amigo que los esperaba en Concepción, que lo hiciera. Él, quizá por no haber vivido aquellas horas tan oscuras, estaba más calmado.
—Señor José, ¿cómo está? Necesito que se calme porque tengo que decirle algo muy delicado —dijo con voz temblorosa—. Jóscar falleció.
—Es imposible. No puede ser… —se escuchó con desespero al otro lado de la línea.
—Anote este teléfono para que se comunique con Lalo. Él le va a explicar mejor.
Lalo tuvo que encargarse de su hermano como nunca lo había hecho. Los trámites legales para repatriar el cuerpo a Venezuela requerían que asumiera la custodia total de Jóscar, adoptarlo como su hijo. Y así lo hizo. Necesitaba, además, 5 mil dólares.
Mientras gestionaba todo, Lalo prefería no hablar con sus padres para evitar lastimarlos con explicaciones. Aferrado a su rosario y al reloj de su hermano —que en adelante nunca se quitaría— continuó con lo que le tocaba. Ser fuerte y afrontar la situación.
El proceso legal se extendió por casi 15 días. El cuerpo de Jóscar permanecía en la Secretaría Regional Ministerial de Salud. Por las redes sociales, organizaciones de migrantes venezolanos en Chile y amigos residenciados en Santiago pedían ayuda para recoger el dinero necesario.
En El Tigre hacían verbenas, hasta que lo recogieron todo, con una condición: luego de sepultar a su hermano en Venezuela, Lalo debía regresar a Chile a continuar lo que ambos se habían propuesto.
Luego del funeral en El Tigre, a Lalo lo asaltaron las dudas. Sentía que la pérdida de su hermano era señal de que no debía apartarse de Venezuela. Pero tenía que cumplir con lo que le habían pedido los amigos y parientes que lo ayudaron: regresar y trabajar para no perder el esfuerzo que le costó la vida a su hermano y ayudar a su familia.
Finalmente, así lo hizo.
Dos semanas después estaba de nuevo en Santiago. Era su segunda primera vez en una tierra desconocida.
Trabajó como chofer en Uber, durante tres meses. Vivió en casa de una amiga que se ofreció a ayudarlo, hasta que tuvo que ir a Concepción para normalizar su estatus migratorio. Mientras, las piezas del rompecabezas de su vida se fueron acoplando.
Se mudó con Adrián, uno de los dos amigos que lo acompañaron en el viaje inicial. Trabajó como ayudante en un restaurante y, entre camarones y demás especies de mar, terminó como jefe de cocina, a pesar de que esta nunca fue una tarea de su agrado. Era su mamá quien siempre preparaba la comida en casa, pero en algo debía trabajar.
Su ánimo, poco a poco, se fue restableciendo. Luego de ocho meses, consiguió amoblar por completo el apartamento donde vivía. Lo hizo con el objetivo de llevarse a sus padres y a su hermana. Y así ocurrió: en la Navidad de 2018, la familia volvió a reunirse en Chile.
Antes de partir, sus padres decidieron exhumar el cuerpo de Jóscar y cremarlo para llevar sus cenizas con ellos. No querían dejarlo en Venezuela. Ahora reposa en una pequeña caja dispuesta en la sala de su casa en Concepción.
Satisfecho de haber logrado lo que planeó junto a su hermano, aquel rosario que le dio su padre y el reloj de Jóscar se convirtieron en los amuletos de Lalo. Ahora vive con su novia en Santiago. Sin darse cuenta, el amor se abrió espacio en su vida junto a una de las personas que lo apoyó desde aquel día en que llegó por primera vez a Chile.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.