José Gregorio Azuaje es profesor de teatro en un colegio del estado Trujillo, en los Andes venezolanos. A sus 59 años, aprovecha sus vacaciones para ir a Colombia a trabajar con las marionetas que él mismo fabrica. Hasta ahora había logrado volver con más dinero. Pero la última vez se le hizo difícil.
Fotografías: Marwin Valera
El porche de la casa de José Gregorio Azuaje es un sitio apacible y limpio, decorado con cuadros pintados por su esposa y por su hija. Ese espacio hace las veces de taller, porque en el verdadero repleto de materiales y marionetas, ya casi no hay espacio para trabajar. Acá afuera hay luz natural y corre una brisa fresca. José Gregorio se sienta en uno de los muebles de madera y se dispone a pintar una marioneta que está a medio hacer. Saca de una caja de madera las pinturas y los pinceles. Se entretiene buscando un tono específico en el fondo, debajo de otros frascos.
José Gregorio pinta y conversa. Por momentos da la impresión de que no se dirige a mí, sino a la muñeca que tiene en sus manos. Es como si le contase a ella —y no a mí— su propia historia.
Su casa está llena de marionetas. Al atravesar la puerta se les puede ver decorando algún rincón, sentadas en los muebles de la sala, o sobre una repisa en el comedor. Todos los objetos de su casa tienen para él un significado especial, o bien le traen recuerdos de su pasado. Como pasa con los diminutos jardines de cactus que siembra su esposa. O con las batas blancas, las pelucas de colores y narices rojas que guarda en un armario desde que Michel, su única hija, de 23 años, migró hace dos años a Perú. Con esa indumentaria, la familia Azuaje-Terán alegraba la sede pediátrica del Hospital Dr. José Gregorio Hernández de Trujillo, la capital del estado del mismo nombre, donde viven, en los Andes venezolanos. Pero la tristeza que les dejó la partida de la hija no les ha permitido retomar esa actividad.
A sus 59 años, José Gregorio tiene 30 de trayectoria artística y es profesor de teatro en la escuela Americo Briceño Valero. Sus alumnos y sus colegas dicen que es “docente de profesión y titiritero de corazón”. Estudió educación mención lengua y literatura, en la Universidad de Los Andes de Trujillo.
—Yo descubrí cómo ser docente a través de los títeres. Fue con marionetas y títeres que empecé a promover la lectura entre mis estudiantes.
Habla de Danilo y Tierra, sus marionetas preferidas, que lo acompañaron en su más reciente viaje a Colombia. Cuando nombra a estos dos personajes deja de pintar, se levanta y entra a la casa; vuelve con las maletas donde los guarda. Las abre y me las enseña orgulloso.
José Gregorio recibió una invitación del Teatro Manotas y del payaso Pantaleón, su hermano menor, para ir a Cúcuta, Colombia, a principios de agosto de 2019. Esta invitación la recibía cada año y ya se había hecho costumbre para él. Iría a trabajar con el teatro por unas semanas.
El viaje, pensaba, podía ser una oportunidad de ganar el dinero suficiente para comprar mucho de lo que en Venezuela se le hace difícil adquirir con su sueldo de docente, que apenas llega a cuatro dólares por mes. Claro, tendría que hacer la mayor cantidad posible de presentaciones, además de las que le ofrecía el Teatro Manotas.
Una vez en Cúcuta, José Gregorio apenas logró asegurar un par de presentaciones fuera de las planificadas. Se dio cuenta de que la ciudad estaba saturada de artistas venezolanos. De hecho, los dueños de los teatros a los que llevaba su dossier arrugaban la cara al saber que era venezolano, porque ya había muchos como él.
En vista de esta situación decidió, junto a otros colegas, poner su sombrero en el piso y comenzar a presentarse en las plazas de Cúcuta. Pero no le iba tan bien. El primer día ganó unos 18 dólares, después 15 y así fue bajando la cantidad diaria que recogía por hacer bailar sus marionetas. Eso apenas le alcanzaba para comer. El hospedaje lo pagaba el Teatro Manotas, pero no quería ser una carga para ellos, y menos aún para su hermano, porque ya había cumplido sus compromisos de trabajo.
Estuvo en Cúcuta hasta el 25 de agosto.
Días antes, se había encontrado a un mimo del Teatro Nacional Juvenil de Valera, en Venezuela, que llevaba como destino Bogotá. Éste le propuso adentrarse más en el territorio de Colombia, ir a ciudades que estaban más allá. Por eso agarró sus maletas y se fue hasta Bucaramanga, a 195 kilómetros que se cubren en unas 6 horas por carretera. Allí lo esperaban Borpli y Terry, otros dos payasos de Trujillo, amigos muy cercanos con quienes ha compartido en su vida personal y en su carrera artística.
Ellos lo ayudaron a conseguir hotel y comida. También le dieron un consejo: “No vayas a la zona norte de la ciudad, es muy peligrosa”. Él se lo tomó muy en serio y ni siquiera tuvo curiosidad por conocer esa parte de Bucaramanga. Encontró un espacio para presentar su obra “El principio visto desde una nariz roja”, que dura unos 30 minutos, en el 11no Festival de Circo Internacional. Allí obtuvo unas de las mejores pagas del viaje: unos 80 dólares.
En ese festival hizo amistad con colegas argentinos, chilenos y con artistas de otros países. Cuando cuenta sobre esta experiencia, le brillan los ojos; como si tuviera ganas de volver a vivirla.
Luego de ese día, tuvo que seguir buscando trabajo.
Aunque muy transitados, los parques bumangueses no eran un buen punto para trabajar. Después de presenciar el robo a una señora en uno de esos parques, José Gregorio comenzó a cuestionarse las motivaciones que lo habían hecho ir hasta esa ciudad.
La única forma de generar ingresos era “haciendo faro”, es decir, presentando su espectáculo bajo un semáforo con sus marionetas. Para ello, se colgaba del pecho la corneta que reproducía la música que Danilo o Tierra bailaban, en medio del bullicio de las bocinas de los vehículos, pendiente del conteo de los segundos que tomaba el cambio de luces del semáforo y bajo un candente sol.
Eran 30 segundos de espectáculo y 15 segundos para ir entre los carros agradeciendo a los espectadores, mientras oía cómo las monedas caían en su sombrero y chocaban entre sí.
El semáforo en el que prefería trabajar era el del Puente de la Novena, al sur de la ciudad, que era frecuentado por habitantes de urbanizaciones cercanas de clase alta. Aunque debía llegar al lugar a las 6:00 de la mañana para “ser el dueño” y poder decidir con quién lo compartiría. Muchas veces no era así, entonces debía ir pasando por los semáforos de la zona hasta encontrar uno con un “dueño” que quisiera compartirlo, o uno más lejos pero libre.
Un día cambió el estilo de baile de sus marionetas para poder llegar al público colombiano. En una sola noche, Danilo tuvo que aprender a bailar salsa, porque ese es un género musical muy oído en la zona. Pero el mayor “vacilón” era con Tierra: desde los autos le silbaban y aplaudían mucho, y la llamaban “Shakira”.
Ya había llegado septiembre.
Muchas veces quienes admiraban el espectáculo y daban dinero a José Gregorio eran los turistas y los peatones. José Gregorio se quedaba hasta las 5:00 de la tarde haciendo sus presentaciones y recogiendo las monedas entre las motos y los carros.
La moneda que más le costó recibir fue una de 500 pesos (0,15 dólares). Se la estaba dando una señora indigente.
—No se la puedo recibir, usted la puede necesitar más que yo; úsela para comprar pan.
—No. Ya me has hecho reír, te la ganaste —le insistió la mujer con una expresión risueña.
Hacer sonreír a alguien que evidentemente la está pasando mal le hacía sentirse bien con su trabajo, aunque fuese en aquellas condiciones.
Entre una presentación y otra siempre llegaban personas que le regalaban agua o el almuerzo, y eso lo motivaba a seguir. En Bucaramanga lograba reuinir unos 30 dólares diarios. En una presentación en un teatro podía ganar hasta el doble, pero en todos le decían que tenían las fechas copadas y que ya no querían a más venezolanos.
Aunque pasaba todo el día ocupado, rodeado de colegas y amigos, decidió regresar a Venezuela. Partió de Bucaramanga el 23 de septiembre y llegó a Trujillo dos días después, luego de casi mes y medio en Colombia.
Hubiese podido quedarse un poco más, pero estaba en vísperas de su aniversario de bodas. En los 26 años que llevan juntos nunca ha pasado esa fecha sin Yamilet, su esposa. Por otro lado, las vacaciones escolares también culminarían pronto y tenía que incorporarse a su trabajo en la escuela. Yamilet dudaba de que José Gregorio llegase ese día, en especial por lo que decían las noticias en televisión sobre la frontera y los rumores de un posible cierre. Aun así pudo llegar, aunque con un poco menos del dinero que traía; por las maletas de sus marionetas tenía que pagar el sobrepeso, como quien viaja en avión.
El trabajo no le pareció tan exigente, aunque esperaba encontrar más oportunidades en Bucaramanga. La receptividad de los bumangueses fue lo que más le agradó.
Ir a la calle y exponerse a tanta inseguridad hizo que José Gregorio perdiera muchos de sus miedos y ganara mayor confianza en sí mismo.
En el pequeño porche-taller de la casa en Trujillo, Danilo y Tierra (la llamada Shakira) me muestran el nuevo estilo de baile que aprendieron en Colombia. El marionetero sonríe y los cuerpos de los muñecos se mueven con ritmo y picardía.
Son muy pocas las contrataciones que ocupan la agenda de José Gregorio. Por eso quiere regresar a Colombia, pero esta vez lo hará con un propósito diferente; ya no solo para hacer dinero durante las vacaciones y volver a Venezuela, ahora intentará reencontrarse con su hija y quedarse con ella. Con sus presentaciones, asegura, podrá ir reuniendo lo suficiente para ir de ciudad en ciudad, de país en país, hasta llegar a Perú junto con su esposa y sus perros, Hachito y Bombón.
Él sabe que será muy duro despedirse de su escuela, de sus alumnos, de su casa materna y del pueblo donde creció. Sabe también que la alegría que le espera al final de su destino habrá valido el esfuerzo. Me lo dice mientras manipula los hilos que controlan a Danilo, al que hace caminar por el pequeño taller:
—Hay que dejar la comodidad y salir a lograr los sueños.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.